lunes, 30 de agosto de 2021

AVGVSTVS [CCCLXIV]

Ariadna Voulgaris

 

 

El busardo augur oriental vive en la zona
ecuatorial de África. Foto: F. Atasalan

 

 

 

         El emperador César Augusto nació con el nombre de Cayo Octaviano en el año 63 antes de Cristo. Julio César, su tío-abuelo, lo había adoptado como hijo y heredero poco antes de ser asesinado en el año 44, pero el Senado, prudentemente, le impidió heredar el cargo de cónsul debido a su juventud, a él, a Octaviano, no le quedó más camino que aliarse con Marco Antonio para establecer una dictadura. Después se pelearon, sobre todo porque Marco Antonio, enamorado de Cleopatra, quería “egiptizar” Roma y eso no le olió bien a nadie en la ciudad eterna. Finalmente, en el 27, el Senado que antes lo había rechazado lo nombró Augustus (Augusto), que quiere decir ‘consagrado por augurio’. Equivalía a divinizarlo, y, de hecho, se puede decir que con este acto quedó fundado el Imperio Romano.

         Nos damos cuenta de una vez de cómo la palabra augusto se parece tanto a augurio. Este era en Roma un título religioso y no únicamente político, así que el pueblo, el supersticioso pueblo romano, debía aceptarlo así porque esto era cuestión de los dioses, de predestinación. Un augur era una especie de sacerdote adivinador que, según la creencia arraigada, decía lo que le revelaban los signos naturales. Si en las altas esferas del poder, a alguien se le daba el título de Augusto, no era cosa que se pudiera discutir.

         Vean también que un agüero es un presagio sobre un hecho que no se puede evitar, pero normalmente es un acontecimiento muy negativo. Existe la expresión ave de mal agüero, pero no creo que nadie haya visto volar muchas aves de “buen agüero”. ¡Ah!, no les he dicho que el vuelo de las aves era de las señales favoritas de los augures, y por eso agüero también proviene de aquella misma raíz.

         Al auge de César Augusto —no, mis queridos, aunque lo parezca, auge no es de ese grupo, pues proviene del árabe— duró más de 40 años, y después de él todos los emperadores quisieron llamarse César. Él inauguró un período que terminaría 503 años más tarde en Occidente... ¡y 1.480 en Constantinopla! Y claro que sí, inaugurar, si lo dividimos en prefijo y lexema, es decir, in-augurar, se observa fácilmente que significa ‘dejar atrás los augurios para comenzar con la realidad’, ¿no les parece?

         Pero... ¿por qué les estoy hablando de César Augusto? Ya estaba augurado: porque a su muerte, para rendirle honores perdurables, el Senado decidió poner su nombre al octavo mes del año, que hasta ese entonces se llamaba SEXTILIS. Y para que la figura del gran Octaviano no desluciera ante la de su egregio padre adoptivo, le agregaron a este mes un día que le robaron a febrero.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXIV / 30 de agosto del 2021

 

 

 

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lunes, 23 de agosto de 2021

Cuando los traductores tienen que corregir a los autores [CCCLXIII]

Antonio Peña

 

 

Rinpoche... gurú

 

 

 

         Mil veces me ha ocurrido (y a mi bella compañera de trabajo también) que tenemos que levantarnos súbito del escritorio para ir a la oficina del “gran sabio”, o “gurú” a decirle y explicarle que en ese texto cuya traducción encomendó hay un error. Ojo: no gramatical, ni de ortografía, porque esos son fáciles de corregir, sino de “contenido”, que es peor.

         Primero que nada, tienes que tener la prueba en la mano, impresa, y estar bien documentado. En segundo lugar, no debes esperar que el funcionario admita a las primeras que efectivamente sí hay un error (a menos que sea muy evidente). Y en tercer lugar, a veces hay que dejarlo así, porque sí; porque el autor lo quiere así.

         Mi gran pregunta es: cuándo lo traduzco, generalmente al inglés, ¿debo transmitir el mismo error en la lengua de Shakespeare?

         Y mi única respuesta es NO.

         Traducir el error, en mi opinión, es un pecado profesional, es una falta de ética. Es más, sería un exabrupto lingüístico que yo nunca me permitiría. Cuando el “gran sabio” me dice: “Déjelo así”, yo pienso: “En tu texto quedará así; en mi traducción, que es MI texto en inglés, aparecerá como debe ser”.

         Y así lo hago. ¿Y saben algo? Generalmente, cuando al final ven publicada la traducción, van a mi oficina y me dicen: “Oye, Antonio, quedó muy buena la traducción”.

         Y yo me pregunto: ¿De verdad este señor habla inglés o español?

         De verdad, ¿habla?

 

antoniojpm@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXIII / 23 de agosto del 2021

 

 

 


 

 

 

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Traducir poesía: misión imposible

lunes, 16 de agosto de 2021

Los micifuces [CCCLXII]

Luis Roberts

 

 

 

Foto de familia de los... Aristomicifuces

 

 

         Acabo de disfrutar por partida doble, gracias al “cuento” de Edgardo y al artículo de Antonio Peña, de la rentrée de Ritos, y he pensado que la mejor manera de combatir los 42 grados de temperatura a las 8 de la noche que estoy padeciendo, es reincorporarme yo también a Ritos, escribiendo alguna precisión sobre este artículo, cuya idea central comparto con el autor y con mi querida y admirada Yajaira Arcas.

         Dicha precisión estriba en cambiar lo “imposible” por lo “muy difícil”. De hecho, se traduce poesía desde hace siglos, con diferentes resultados, con mayor o menor fortuna, como en toda traducción. Traducir poesía es lo más difícil que hay en el mundo de la traducción, más incluso que traducir humor. El humor se basa casi siempre en referentes culturales, a veces muy locales, cuya traducción difícilmente puede hacer esbozar la más mínima sonrisa al lector del texto traducido. La poesía, como dice Jakobson a causa de las rimas, de las asonancias, de los efectos del ritmo y, en mayor medida, de todos los fenómenos de versificación que caracterizan el texto poético, es un tipo discursivo en el que “las representaciones verbales (fonéticas y semánticas) atraen sobre ellas una atención mayor” que en el lenguaje normal. Por ello, es muy frecuente que la poesía la traduzca un poeta, y el humor, traductores con un gran sentido del humor, en ambos casos, en la traducción de la poesía y del humor, se evidencia muy frecuentemente, por necesidad las más de las veces, que no por mediocridad, el adagio de traduttore traditore, pero como contrapartida, realza la capacidad y el rol creativo del traductor.

         En mis clases de Estilística Comparada del Francés, iniciaba la materia distinguiendo la estilística comparada de la estilística a secas, como parte de la crítica literaria, y hacíamos un análisis estructuralista de «Los gatos» (Les chats) de Charles Baudelaire, uno de los poemas más traducidos y a más lenguas, de la literatura, junto con «El cuervo» (The Crow) de Edgar Allan Poe. Recuerdo la mirada aterrorizada de muchos alumnos a quienes se les sacaba de su rutina de traducir textos sobre la industria petrolera, pero también la sonrisa agradecida y expectante de otros.

         Hace ya más de 15 años, una alumna, María del Valle Bello, hizo una traducción académica y lingüísticamente perfecta de Les chats, con su estructura de soneto, respetando la rima, con una traducción muy cerca de la literalidad, para hacerlo aún más difícil, que mereció la mayor puntuación, pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que me adjuntaba, como bonus, una versión libre «a la venezolana», que he conservado y que quiero adjuntar aquí, como homenaje a ella, a Mava, y a todos los traduttori traditori, a quienes además les sobra capacidad creativa, como a todo buen traductor.

 

Los micifuces

 

Los tórtolos empedernidos y las lumbreras abstinentes

al hacerse veteranos, aman igualmente,

al rey de la casa, micifuz manso y omnipotente,

holgazán como ellos y friolento hasta pelar los dientes.

 

Amigos de la ciencia y del erotismo,

buscan la mudez y el espanto en la negrura;

serían los tétricos recaderos del Abismo,

si al volverse cachifos no perdieran la compostura.

 

Tienen la fantasía de ser encopetados

como las larguiruchas esfinges de lugares apartados,

que parecieran echarse un camarón infinito;

 

están sus riñones prolíficos llenos de chiribitas mágicas

y unas motas de oro, que parecen granitos,

titilan casi invisibles en sus pupilas enigmáticas.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

 

Año IX / N° CCCLXII / 16 de agosto del 2021

 



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lunes, 9 de agosto de 2021

Traducir poesía: misión imposible [CCCLXI]

Antonio Peña

 

 

Ernesto Cardenal (1925-2020).

Foto: Biblioteca del Congreso de Estados Unidos


 

 

 

         ¿Traducir poesía? No, qué va… Yo ya no me atrevo.

         Les voy a contar algo. Aparte del español, o castellano, o como lo quieran llamar, estudié inglés y alemán, y para colmo escribo poesía. Casi siempre escribo en mi idioma materno, pero a veces se me antoja escribir en inglés o en alemán (raras veces).

         Una vez, se me ocurrió un poemita y lo escribí en inglés. Se llama “Waiting on a winter corner” y contiene una cita de un poema de Ernesto Cardenal, en español.

         Mis profesora y directora de Exilio, en la Escuela de Idiomas Modernos, Yajaira Arcas, durante un taller nos dijo algo así: “Traducir poesía es lo más difícil que hay. Es necesario, conocer (personalmente) al poeta, su contexto personal, el contexto del poema y tener muy buen dominio de ambos idiomas”.

         Cuando escribí el poema en cuestión, años después de graduarme, decidí que, como yo reúno esas tres condiciones, pues, emprendería su traducción al español. Disculpen la expresión, pero, ¡coño, cómo me costó traducirlo a mi idioma materno! Estuve varios días en esa labor hasta que al fin lo logré.

         Traducir poesía es casi como las misiones imposibles de Jim, y si no te apuras en escribirlo la musa se autodestruye en cinco segundos. El otro detalle es que estás solo. No cuentas con un equipo que te busque tal o cual palabra, no cuentas con un equipo de expertos que te diga cuál es el término más adecuado para tal o cual contexto, y a veces ni siquiera conoces al autor.

         Pero como yo me conozco (creo), y viví el contexto personal y el del poema en cuestión, y además domino ambos idiomas, emprendí la labor. ¡Qué ardua fue!

         Yo, al igual que mi queridísima profesora, recomiendo a mis colegas que no traduzcan poesía, a menos que tengan mayor inspiración que yo y quieran tirarse por ese abismo a la suerte de los miles de destinos de las palabras.

         Y que san Jerónimo los acompañe.

         Amén.

 

antoniojpm@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLXI / 9 de agosto del 2021

 

 


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