lunes, 30 de septiembre de 2019

Paradójica e imposible naturaleza de la traducción [CCLXXVI]

Edgardo Malaver



Dedicado a todos los traductores e intérpretes del mundo, 
que celebran hoy su día. ¡Felicidades!



San Jerónimo y san Agustín (1580),
de Alonzo Sánchez Coello



         Llegados un año más al día de san Jerónimo, patrón de los traductores e intérpretes en el mundo entero, cada uno de nosotros sentirá el deseo de decir algo acerca de esta actividad que a algunos llena de gozo y a otros, de frustración. Este año, si me preguntan, yo voy a decir —o más bien voy a repetir, porque no puedo ser el primero que lo haya dicho— que la traducción, en su concepción y desde el instante en que se la emprende, es una perenne paradoja. Y si no es así, no es nada.
         ¿Por qué es la traducción una actividad paradójica? Imagine usted que se dedica a un oficio en que nadie debe percibir su presencia y que mientras menos se le perciba, mejor ha quedado su trabajo; pero al mismo tiempo, el hecho de que usted no sea perceptible es precisamente lo que lo hace más notorio. Así es la traducción: el ideal más elevado del traductor es que el lector de la traducción sienta que el texto que lee ha sido escrito originalmente en su propia lengua, pero el traductor que logra ese ideal atrae sobre sí todas las miradas. O sea, en la traducción la utopía de la invisibilidad sólo se alcanza mediante la omnipresencia. Parece un don que viene de lo alto.
         Por otro lado, en el terreno teórico, la traducción es percibida como imposible. Imposible, nada menos. ¿No es al menos curioso que, a pesar de que el mundo no pueda moverse sin ella, la traducción sea imposible? ¿Qué significa eso? Poetas, lingüistas y filósofos coinciden en que no es posible decir lo mismo en una lengua y en otra. No se utilizan las mismas palabras, y estas tienen en cada idioma un mundo aparte de ramificaciones semánticas y culturales que no tienen en otro; cada una de ellas tiene un sonido y una historia diferente en una lengua que en la lengua vecina; cada una de ellas adquiere valores diferentes al aparecer junto a otra, y en la traducción siempre van a ordenarse con otro criterio. La traducción es imposible.
         En la ciencia de las lenguas, la traducción sólo es posible si es posible romper la unidad indisoluble que existe entre el significado y el significante, y es justamente eso lo primero que hay que hacer para llevar un concepto, una idea, una simple afirmación, de un sistema de signos a otro. El traductor debe separar el núcleo de la información que percibe de la membrana que la cubre para poder acudir a la otra lengua en busca de una nueva vestimenta para esa información, y haciendo eso destruye aquello que es más importante conservar: la unidad del signo lingüístico, que es la que forma el mensaje. Si hay que armar un signo lingüístico nuevo en la otra lengua, ya no se está diciendo lo mismo y, por tanto, no ha cristalizado la traducción.
         Ortega y Gasset afirma con contundencia que la traducción es imposible porque el texto original es ya una traducción que hace el autor de su pensamiento a la escritura, que son por sí mismos dos sistemas totalmente diferentes. Más de 1.200 años antes, el poeta árabe Al-Yahiz, al concebir la poesía como un género reservado a su lengua, había aseverado: “La poesía no se puede traducir, ni es posible la traducción. Cuando se traduce, la forma poética se rompe, y el metro se elimina; su belleza desaparece y se pierde (...) la emoción”. Roman Jakobson lo acompaña en esta opinión.
         Siendo tan paradójico e imposible, no es extraño que, desde los tiempos de Cicerón nadie haya dado con una definición suficiente y satisfactoria de traducción. ¿Por qué es tan difícil? ¿Será por la naturaleza activamente cambiante e inconteniblemente libre de la lengua? Es indudable. Sin embargo, se hace todos los días. Entonces, si es imposible, será porque toda su naturaleza, todo su proceso y todos sus resultados están enraizados en un terreno que es tan informe y caprichoso como el pensamiento y las emociones del hombre: la lengua.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXVI / 30 de septiembre del 2019



lunes, 23 de septiembre de 2019

¿Qué hay de nuevo, viejo? [CCLXXV]

Edgardo Malaver


 
Peralta


         En el 2004, cuando entré a trabajar como traductor en El Universal —cuando aquello era aún El Universal—, volví a encontrarme con José Peralta, a quien ya había conocido en la Escuela de Idiomas Modernos, aunque no muy de cerca sobre todo porque en mis primeros tiempos el humor lingüístico y las referencias culturales que él hacía eran sencillamente inaccesibles para mí. José creyó que yo no sabía que él escribía poesía (o que al menos lo había intentado alguna vez), así que un día me lo confesó como quien revela, en un cuento de Edgar Allan Poe, que ha conocido a la mujer más sublime del mundo pero que, aun enamorada, ella debe irse a vivir en otro mundo. José pensaba que yo no percibía la felicidad que le producía que en el periódico le hubieran pedido traducir aquel fragmento de La isla del día de antes con el que lo encontré afanado mi primer día en la redacción. Pero yo me daba cuenta.
         Todo estos años he recordado e incluso comentado con mis alumnos aquella observación que me hizo una tarde, mirando el pedacito de la avenida Urdaneta que nos correspondía, sobre la frase más célebre de Bugs Bunny, “¿Qué hay de nuevo, viejo?”. Verdaderamente es esta una traducción ingeniosa. En inglés, me dijo, a la expresión “What’s up, doc?”, además de la entonación que le daba Bugs, intercalada entre mordisco y mordisco a la zanahoria, y la familiaridad (diríase el malandrismo suave) implícitas en el vocativo doc, no le veo precisamente señales de mucha creatividad; me hizo ver entonces la oposición (y la feliz coincidencia) entre la expresión ¿qué hay de nuevo?, buen equivalente de what’s up?, y el vocativo viejo, cuyo nivel de coloquialidad es semejante al de doc. Al final, ni viejo tiene nada que ver con la edad del interlocutor, ni doc, con su nivel académico; pero la sencilla acrobacia que había hecho el traductor en español superaba de modo palpable la habilidad creadora del autor.
         Una vez pisado el territorio de la traducción audiovisual, vino el comentario sobre el deseo, el proyecto, la ambición de emprender una investigación sobre la traducción de las series de televisión de los años 50 y 60: los nombres de los personajes, las frases fijas, los neologismos, los títulos de las series, los topónimos, etc. Yo apenas me atreví a aportar que cada uno de esos puntos por sí solo alcanzaba para un trabajo de grado.
         Después de aquel comentario de José, casi no puedo ver una serie de aquella época sin pensar que toda una generación de traductores audiovisuales, llamativamente creativa, construyó el paisaje lingüístico de la siguiente generación de espectadores en todo el mundo de habla española. Por ejemplo, compare usted el nombre Pedro Picapiedra, sagaz traducción de Fred Flintstone, con Twilight Sparkle, equivalente a... Twilight Sparkle. (La sola serie de Los Picapiedras es una manantial de adaptaciones de los nombres de todo, excepto quizá los de Pebbles y Bam Bam, curiosamente los más jóvenes). El zapatófono del Superagente 86, la Gatúbela de Batman, la Robotina de los Jetsons (ay, perdón, los Supersónicos), la Rana René de los Muppets, el Sargento Matute de Don Gato, Pierre Nodoyuna, la Tortuga D’Artagnan, el Profesor Locovich, Tiro Loco McGraw, Leoncio y Tristón, el Lagarto Juancho, etc. Todos ellos tienen otros nombres en su lengua original, que han sido modificados en español para “encajar” de la mejor manera posible en la cultura de llegada, aunque apenas sea en el nivel fonológico de la lengua. Dicho así, los traductores audiovisuales del pasado parecían servidores públicos, ¿verdad?
         Creo que he debido doblar a la izquierda en Albuquerque. José me hizo prometerle que no le iba a robar la idea de aquella investigación. Solo me atrevo a mencionarla ahora que no queda más remedio y porque es justo que se sepa que José Peralta, además de ser traductor, es decir, además de acariciar la lengua para darle su forma más prístina al comunicarse con los demás, vivió siempre encendiendo la llama de la reflexión. Ahora que, desde la semana pasada, ya no está entre nosotros, la memoria de su conversación serena será, al menos para quienes lo tratamos, un brillo que ennoblezca nuestra visión de la traducción como oficio y como actitud ante los hechos.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXV / 23 de septiembre del 2019




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lunes, 16 de septiembre de 2019

¿Pergamino o cultura? [CCLXXIV]

Laura Jaramillo


Gallegos, una mente muy bien amoblada



         La cultura del venezolano es supremamente variada, probablemente como la cultura de cualquier país del mundo. Nuestra mentalidad tiene mucho que ver con esa multiculturalidad. Creo que son dos aspectos inseparables. Uno influye en el otro y el otro influye en el uno.
         Esto lo podemos ver, por ejemplo, en los muebles de nuestra casa. En Europa, quizás en algunos países latinoamericanos, probablemente se botan los muebles cuando se quiere cambiar el ambiente del hogar. En cambio, nosotros tapizamos una y mil veces los mismos muebles, hasta les cambiamos la forma, de cuadrado a redondo, de dos puestos a uno.
         Sin ir muy lejos, tenemos un perro caliente único, tomamos prestado un simple pan con una salchicha adentro y le pusimos aguacate, queso amarillo, huevo frito, salsa de tomate, mayonesa, mostaza y un largo etcétera.
         No obstante, hay muchas cosas en nuestra cultura que son quizás erradas y sería bueno erradicarlas, y una de ellas es la creencia de que mientras más títulos se tenga, más educación se tiene, educación de actitud, no de conocimiento. Se cree que por tener tres, cinco, seis pergaminos se es una persona muy bien portada.
         Pero esa educación viene del hogar, viene del buen uso cognitivo. El pergamino solo da fe del conocimiento, que puede adquirirse incluso bajo otras circunstancias. Si no, pregúntenle a Rómulo Gallegos.
         El hogar nos enseña a ser respetuosos, tolerantes, comprensivos, amables. El pergamino quizás refuerza esos valores, pero jamás te dará poder para insultar, irrespetar y hacer lo que salga del forro. El poder que se obtiene con el pergamino es el del saber, no el del pisotear.
         Entonces, que nos conozcan por nuestra gastronomía, nuestra hospitalidad, nuestro excelentísimo lenguaje y por nuestro alto nivel cognitivo, lo que le dará mucho más valor a nuestra maravillosa cultura.

laurajaramilloreal@gmail.com



Año VII / N° CCLXXIV / 16 de septiembre del 2019





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¡Qué molleja de metáfora!

lunes, 9 de septiembre de 2019

Otro verbo con otros sinónimos [CCLXXIII]

Edgardo Malaver


Borges, autor de “Funes el memorioso”



         Hace tres semanas, intentando irme por el camino ancho al examinar los verbos comenzar y empezar, decidí concentrarme en los sinónimos y lo que decía el diccionario de la Academia; lo primero que sucedió fue que me costó decir lo mínimo en el espacio máximo que pauta Ritos, y lo siguiente, que encontré datos sobre ciertos sinónimos que me dejaron como corredor en pisicorre.
         Me armé una breve lista de sinónimos un tanto arbitraria y después consulté sus significados, lo cual sólo pocas veces me condujo al previsible camino en círculo al que conducen estos juegos. La lista era: comenzar, empezar, iniciar, principiar, emprender, entablar, abordar, intentar, encabezar, abrir, introducir, arrancar, guiar, conducir. Ya he hablado de los dos primeros. El tercero, iniciar, me dio una sorpresa.
         La primera acepción de iniciar es tan sencilla que el diccionario incluso lo define con un sinónimo: comenzar; pero luego dice en la segunda: ‘introducir o instruir a alguien en la práctica de un culto o en las reglas de una sociedad, especialmente si se considera secreta o misteriosa’. No luce en nada extraño porque describe una actividad en que se da los primeros pasos, pero sí se siente que no es ya un sencillo sinónimo de comenzar.
         La tercera acepción dice: ‘proporcionar a alguien los primeros conocimientos o experiencias sobre algo’. Igualmente parece un comienzo, aunque es claro que va más allá. Estas dos ideas nos llevan a las célebres ceremonias iniciáticas de sectas y grupos fanáticos que exigen a los aspirantes a miembros pasar por ciertos ritos, en ocasiones sangrientos, que incluso pueden comenzar en desastre. ¿O tendré demasiado Hollywood en la cabeza?
         Los sinónimos que encontré para iniciar, teniendo en cuenta estos significados, son: enterar, preparar, formar, instruir, aleccionar, enseñar, educar e incluso catequizar. ¿Vieron hasta dónde llega el asunto?
         Uno descubre estas mínimas redes de significados, urga un poco en sus etimologías, hasta en sus formas, y llega a preguntarse si no estarán, por algún sinuoso recorrido de la sinonimia y los  matices, conectados, asociados de alguna manera, emparentados como parientes lejanos que crecen en la misma casa. Sí, ¿serán sinónimas todas las palabras?
         Es por lo menos fascinante tropezarse con estos curiosos sinónimos que a veces se “alejan” o se diseminan en numerosos campos. Quién sabe si no son, en realidad, esas fuerzas las que nos permiten mantener el equilibrio. De otra forma, o no sabríamos reconocer un significado de otro o seríamos todos como Funes el memorioso, a quien atormentaba el poder de recordar no sólo “cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXIII / 9 de septiembre del 2019




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lunes, 2 de septiembre de 2019

Paisano [CCLXXII]

Edgardo Malaver


Fruits du pays... de cualquier lugar



         Cuando era niño, veía los juegos de beisbol con mi abuela, que, de niña, iba con frecuencia al estadio porque todos sus hermanos varones eran beisbolistas. Aprendí de ella casi todo lo que sé de beisbol y al estadio fui tres o cuatro veces, cuando mi hermano menor se tomó vacaciones de la natación para jugar beisbol, del cual después se escapó para jugar fútbol.
         Un día, viendo un juego con mi abuela, oí al comentarista Carlos Alberto Hidalgo contar una anécdota en que dos peloteros conocidos entraban en el diamante vestidos “de civil” para revivir una jugada importante del pasado. Quería decir que no iban con el uniforme de su equipo, sino como cualquier ciudadano, y yo me quedé el resto del partido preguntándome cuál sería el equivalente de vestido de civil en el deporte o en cualquier otra disciplina que no fuera la militar.
         La pregunta ha estado rebotando en mi memoria durante más de 40 años, y hoy hizo un bounce fortísimo por centerfield mientras escogía yo unos cambures en un supermercado aquí en Lima. Una mujer le explicaba una receta a otra y le decía: “A eso le puedes agregar frutas cítricas o frutas del país”. ¡Frutas del país! ¡Dicen como en francés! ¡Fruits du pays! Frutas silvestres, frutas del campo, del lugar donde se cosechan... ¡o donde nacen!
         De camino a la casa, iba pensando que en francés pays deriva en paysan, que equivale a nuestro campesino, aunque se parezca más a paisano; pero... ¿paisano en español, además de referirse a aquel que es de la misma tierra que uno, significa también ‘campestre’, ‘rústico’? Tuve que apurar el paso: me urgía una dosis de diccionario.
         Pues sí, en tercera acepción; pero eso no fue lo mejor. Paisano ciertamente proviene de la palabra francesa pays, ‘territorio rural’, pero la gran sorpresa que me dio el diccionario fue que la segunda acepción abarca a cualquiera ‘que no sea militar’. Nunca me había percatado de este sentido. Sólo faltaba dilucidar un punto: ¡¿cómo se dice cuando un deportista, una enfermera, un escolar va por ahí sin uniforme? El diccionario incluye más adelante la locución adjetiva de paisano, que, referida a la ropa, quiere decir ‘que no es de uniforme o hábito’. O sea, un sacerdote sin sotana también va de paisano. Y nuestro amigo Hidalgo hubiera podido decir: “Dos beisbolistas vestidos de paisano”.
         ¡Ah!, en Perú me estaba esperando una respuesta más: aquí se dice en ropa de calle... o es la respuesta más frecuente de quienes soportan ahora mi preguntadera. Me recuerda en ropa de andar, que es un hermoso acortamiento, bastante familiar, que también he oído en Venezuela, pero que parece provenir de España, donde dicen más bien en ropa de andar por casa. No es lo mismo, porque equivale a en mangas de camisa y esto no tiene nada que ver con usar o no usar uniforme, sino con la formalidad o informalidad del vestido, pero me acordé.
         Mi hermano después del fútbol se metió en política y más tarde fue “oyente” en la primera academia de judo que hubo en Juan Griego. A esas alturas mi abuela y mi madre ya lo estaban presionando para que terminara la secundaria, y tuvo que enseriarse. Al final, no nos dimos cuenta de que los dos nos graduamos de detectives y, como se sabe, a los detectives, los de la ley y los de la lengua, nos conviene ir por ahí vestidos de paisano, no sea que criminales y palabras nos reconozcan y se nos escondan.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXXII / 2 de septiembre del 2019




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