lunes, 22 de junio de 2020

Idioma inferior e idioma... inferior [CCCVII]

Edgardo Malaver


 
To... da… len… gua… tie… ne… su… en…
can… to… ¿No… cre… e… us… ted…?


         Una vez me quedé dormido dando una clase de inglés. No es que me parezca aburrido este idioma, ni que lo fuera mi alumna, ni siquiera que me aburriera dar clases —que en esa época me aburría de veras o me ponía de mal humor—, sino que trabajaba demasiadas horas al día y dormía muy poco en las noches. Mi alumna, que era, gracias a Dios, una pariente más o menos cercana que estudiaba turismo, me lanzó un cojín a la cara y me dijo: “Acuéstate en el sofá, y yo avanzo con matemática”.
         Lo que sí me aburría, y me aburre aún, son esos estudiantes de idiomas extranjeros que apenas descubren dos o tres peculiaridades muy curiosas y llamativas de esa otra lengua, comienzan a menospreciar la suya propia e incluso se convierten en embajadores de los países donde éstos se hablan por doquiera que van. Si siguen avanzando, pueden llegar a convencerse de que aquella lengua es superior a todas las demás, y no existe forma de hacer que se fijen en las peculiaridades, incluso más impresionantes, de otras lenguas, ni siquiera la que les es natural.
         También existen los hablantes que se consideran, ya de entrada, tan inferiores, tan mal dotados para el aprendizaje lingüístico, que ni con hipnosis se creen que sean capaces de aprender nada sobre otra lengua. Por nada del mundo se atreven a retirar de su camino la vara que, en su imaginación, sólo en su imaginación, les impide, no digo yo hacer un postgrado en morfofonología medieval comparada —si es que eso existe— sino apenas echar una mirada rápida a ese otro mundo sencillamente vecino que es una lengua cualquiera.
         No sé cuál de los dos grupo me desespera más.
         Gracias a Dios, el tedio y la molestia que me despertaba la docencia se extinguieron de mi espíritu —la docente que habita en mi madre me dijo un día que se lo conté: “Eso significa que has madurado”, y después de eso he dado clases con sueño, con fiebre (con chicunguña, para ser más preciso), con hambre, triste, de luto, y no me ha vuelto a lanzar cojines a la cara; pero no han dejado de aburrirme, como si leyera el Código Civil con la pereza burócrata de Zootopía, la gente que cree su propio idioma inferior a los demás.

emalaver@gmail.com



Año VIII / N° CCCVII / 22 de junio del 2020

lunes, 8 de junio de 2020

Los varoncitos de las enfermedades [CCCVI]

Edgardo Malaver



En el mundo de las curvinas tampoco es fácil
reconocer el femenino del masculino




         El 4 de mayo de este año, Luis Roberts publicó aquí un artículo titulado “La RAE y el coronavirus”, cuya conclusión era que, como el sustantivo covid hace referencia a una enfermedad, su género debía ser femenino. Comentaba además que existe un grupo de académicos que argumenta que debía ser masculino “por tratarse de ‘un sustantivo’”, con lo cual el autor no está de acuerdo; pero en realidad lo único que es masculino en toda la discusión es el virus mismo y no la enfermedad. De modo que, diga lo que diga la Academia, ahora deberíamos decir la covid y no el covid, como tanta gente dice. Tengo que respaldar a Roberts en su rechazo a esa postura sobre el masculino de la recién nacida palabra porque es ridícula, pero me cuesta mucho apoyar la del femenino.
         Aunque parezca que no, aunque últimamente parecen ser los científicos, no los académicos (los de las universidades, no los de la academia, aunque también ellos, a veces) ni los movimientos sociales ni los promotores de ideologías ni los políticos bien vestidos los que deciden cómo van a llamar los hablantes a las cosas. Bien que pueden, lo malo es que tampoco sugieren, sino que pretenden imponer, como si tuvieran derecho a ello… o como si fuera posible. Hay, sin embargo, miles de casos en que la ciencia, el arte, la religión, la política han creado una cosa nueva, un concepto nuevo y se esmeran en ponerle como nombre una palabra nueva y, ¡pun!, viene la gente y la llama de otra forma. Hace como un año, una cajera de banco me corrigió malencarada: “Señor, esto no se llama dinero, se llama efectivo”.
         No me imagino si en el pasado, remoto o reciente, habrá habido esta discusión sobre el genero de las enfermedades, pero, tal como nos diría, una vez más, el viejo Saussure, no hay manera de preverlo: en esto manda la arbitrariedad. Para ahorrar tiempo y espacio, les pregunto: ¿todas las enfermedades tienen nombres femeninos? Vamos a ver: alzheimer, bocio, botulismo, cáncer, carbunco, catarro, dengue, lupus, resfriado común, sarampión, tétano, tinitus, vértigo, vitíligo son varoncitos. Hasta el acné y el alcoholismo son considerados enfermedades y no tienen nombres de niña. Incluso asma, cólera, ébola y sida, que terminan con a y todo, son palabras masculinas.
         Yo creo, por si fuera poco, que covid, además de que está destinado a perder ese número tan extraño —¿quién ha visto enfermedad numérica?—, más posiblemente termine llamándose coronavirus que covid: es demasiado difícil pronunciar esa de al final.
         No sé para qué lo repito. Siempre les digo a los estudiantes: uno no va a la pescadería y cuando por fin logra captar la atención del vendedor le pide un minuto para llamar al director de la Academia y preguntarle cómo se llama el pescado que quiere comprar. Uno llama el pescado como lo llaman las señoras que están alrededor y que saben prepararlo. Y eso es lo que hace, hacemos, con todas las demás cosas... y así aprendemos si son niñas o varoncitos.

emalaver@gmail.com





Año VIII / N° CCCVI / 8 de junio del 2020