viernes, 30 de marzo de 2018

Las siete palabras [CCI]

Edgardo Malaver



Cristo y el buen ladrón. Tiziano, 1566



         De pequeño, oía todo el tiempo a mi abuela alabar la predicación que, en Semana Santa, hacía el padre Manuel Montaner (1904-78) “de las Siete Palabras”, las de Cristo en la cruz. ¿Cómo es que Jesús —reflexionaba yo—, en semejante trance, dijo solamente siete palabras, cuando lo natural habría sido que estremeciera el mundo con el diccionario íntegro del arameo, del griego, del latín? Más tarde, en Catecismo, leyendo los Evangelios, me di cuenta, yo solito, de que, colgado en la cruz, Jesucristo dijo un conjunto de frases bien contundentes que, como eran siete, debían ser las famosas Siete Palabras. Eran, además, expresiones que oía con frecuencia y pronto llegué a la conclusión de que casi nunca nadie entendía de dónde le venían. Lástima, porque aquello, a mis ojos, traía una belleza tan misteriosa que aún estoy sorbiendo de ella.
         La primera de las Siete Palabras es archiconocida y la citamos hasta para bromear; con ella podemos ironizar (o rabiar) cuando descubrimos que ante una injusticia extrema lo único que podemos hacer es orar por los que nos agreden: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23, 34).
         La segunda, cuya traducción ha sido suficiente para dividir a los seguidores de Jesús, es “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43). Acaso menos frecuente que aquella a que responde (“Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”), nos interesa aquí porque algunas traducciones implican que Jesús anuncia al ladrón crucificado a su derecha que esa misma tarde lo recibiría en el reino de los cielos y otras hacen pensar que esto sucederá después del Juicio Final; otras no permiten deducir ni una cosa ni la otra. ¿Y si entendiéramos que no hay que estar tan ansiosos por la recompensa como atentos a la tarea que hacemos?
         “Hijo, he ahí a tu madre; mujer, he ahí a tu hijo” (Juan 19, 26). Todos hemos usado la tercera palabra alguna vez. Lo interesante es que Jesús llama “mujer” a su madre, detalle que ha despertado mil disputas y enemistades en la historia. Debe ser sencillo: cada vez que uno “da a su madre en adopción”, para que sea ahora la madre de todos, es pragmático-discursivamente lógico que la acerque más a ellos que a uno. O más sencillo: ¿de qué otra manera le pide uno a un amigo que se ocupe de su madre, que va a quedar sola dentro de un rato cuando uno muera?
         La que históricamente debe ser la más popular es la cuarta: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Marcos 15, 34). Todos hemos proferido esta frase, de niños, de adultos, en sentido literal o metafórico. Muchos han visto en ella un reclamo tardío de Jesús, pero nunca lograremos imaginar el dolor que le arrancó este grito. Lo cierto es que nos dota de un recurso retórico muy poderoso para describir una situación angustiosamente insoportable. Y es así como la usamos.
         La quinta palabra, “Tengo sed” (Juan 19, 28), si fuera lo único que dijera el verso, competiría con aquel que es considerado el versículo más breve de toda la Biblia: “Jesús lloró” (11, 35), del episodio en que resucita a Lázaro. Alguna correspondencia tiene que haber entre las dos escenas, al menos en cuanto a la humedad de las imágenes, que parecen conectar la muerte y resurrección de Lázaro con la de Cristo.
         Con la sexta palabra regresa mi abuela al texto: “Todo está consumado” (Juan 19, 30) era la frase con que ella cerraba aquello que se acababa y no tenía posibilidad de epílogo siquiera. ¿Y qué implica consumar? Terminar, en el sentido de cumplir una misión, de sumar junto con otro para conseguir algo mayor.
         Y para el final, lo mejor: la intertextualidad. Cuando, cumplida su misión, Cristo sintió que se le extinguía el aliento, lanzó su palabra final: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23, 46). Nadie desea utilizar esta cita en la vida cotidiana, pero ella nos revela, una vez más, la impresionante urdimbre textual e intertextual que es esta narración. Como casi todo lo que dijo siempre, esta última frase de Jesús es una cita, en apariencia cuidadosamente escogida, de otro poeta del Antiguo Testamento: el del salmo 31, que en el sexto verso dice exactamente lo mismo, exactamente en la misma situación.
         No es lo único en que la Semana Santa ha penetrado la lengua cotidiana. Las “palabras” “nuestras de cada día” no se reducen a siete citas peculiares. Diría el propio Jesús, aun hoy, dos mil años más tarde: “No te digo siete, sino setenta veces siete”.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCI / 30 de marzo del 2018




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lunes, 26 de marzo de 2018

La gata que come plátano [CC]

Laura Jaramillo




A pesar de sus misteriosas actitudes, los gatos
son fuente de metáforas muy claras



         Las metáforas son el tubo de escape de la lengua, es decir, cuando no tenemos el diccionario de sinónimos y antónimos a la mano, nuestra única salida son las comparaciones. La frase “es como...” es la que le indica al oyente que viene una comparación, una explicación para poder entender al hablante. Es ese proceso del significante y del significado que se da con tanta naturalidad en el día a día del hablante.
         Sin embargo, muchas veces ese tubito lo usamos porque nosotros mismos hacemos de una palabra un tabú. Nosotros, los usuarios de la lengua, somos los responsables de que ciertas palabras no se quieran decir tal como son, tal como además aparecen en el DRAE, lo que indica que son palabras correctas.
         Este es el caso de las famosas palabras pene y vagina. Normales, científicas, biológicas, pero esquivas de nuestro hablar cotidiano.
         Esos pobres seres tan maltratados lingüísticamente han generado millones de palabras auxiliares, porque el solo hecho de pronunciarlas pareciera que causa estupor, prurito, escozor, escalofríos en la espina dorsal.
         A ella la llaman florecita, chocha, morrocoya, gata, macolla, fruta, niña, cocoya, pitajaya, polla... A él lo llaman mochito, percherito, paloma, plátano, pepino, macana, machete, pirulí, salchicha, salchichón... Como ven, por supuesto, ella es más sutil que él.
         Total que todo se convierte en un arroz con mango, porque se termina diciendo que ‘la morrocoya peleó con la paloma’, que ‘la niña merendó pirulí’ o que en una noche de farra ‘la gata comió plátano, salchicha y salchichón’.
         En fin, llamemos a las cosas por su nombre, pero sin dejar de inventar metáforas, porque eso nutre a nuestra hermosísima lengua española.

laurajaramilloreal@yahoo.com



Año VI / N° CC / 26 de marzo del 2018




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lunes, 19 de marzo de 2018

El yensi [CXCIX]

Luis Roberts


 
En todas las épocas las cárceles han sido también
laboratorios lingüísticos. La Rotunda, 1934



       El lenguaje es un ser vivo que se alimenta de muchos nutrientes y así crece y cambia: los extranjerismos, los cultismos, los plebeyismos, etc. Los plebeyismos, o algunos de ellos, dan paso a las expresiones jergales de larga tradición en el español, desde Quevedo y Lope, pasando por la Celestina, Berceo o el Arcipreste, el imperdible Torres de Villarroel, a Larra, Valle, Baroja, Lorca, Alberti y un largo etcétera. Existe igualmente un argot generacional, que, aunque con vocación efímera y alimentándose en parte de plebeyismos, consigue que algunos de sus elementos persistan y se “culturicen” socialmente. Este argot generacional es, si cabe, más evidente en los grupos que la sociedad margina, o que se automarginan, para así tomar distancia, tomando el lenguaje como elemento distanciador.
       En 1983, el novelista, periodista y académico español ya fallecido Francisco Umbral, publicó su Diccionario cheli, siendo el cheli, palabra inventada por él, el argot surgido en Madrid a partir del final de los años 60, sacado de las cárceles por algunos jóvenes españoles de familias acomodadas, que habían aprendido a drogarse y a traficar en las universidades americanas, después de pagar condena en los centros penitenciarios españoles por esos delitos cometidos a su regreso al país. Ese cheli era un amasijo de términos castizos madrileños, romaníes (el idioma de la etnia gitana) y léxico carcelario. Muchas de esas expresiones, a pesar de ser “un código restringido”, en expresión de Berstein, han trascendido al grupo que pretendían representar, y se las encuentra hoy en el habla común del español de España. La bofiala trenaemplumarendiñarla pestañíchironaguripa, etc., son algunos ejemplos. A quién pueda estar interesado en el tema, les recomiendo el interesante trabajo de Margarita de Hoyos González, aparte del maestro Lázaro Carreter y los sociolingüistas Berstein, Beinhauer y Fishman, además del citado Umbral.
       Hace un tiempo, poco, mi amigo Álex, joven simpático, trabajador y estudiante, me contaba que un “pana” de su barrio, el de Campo Rico en Caracas, vendía en la calle el cartón de huevos a 50.000 bolívares, anunciando a voces su producto al grito de: “Yensis, a 50 bolos el cartón”. Extrañado le preguntó por qué llamaba “yensis” a los huevos, a lo que este, sonriente y pícaramente le contestó que cómo se le ocurría que iba a gritar que tenía huevos a 50 bolos, que la gente se mataría de risa. No les sorprendería el precio desorbitado de los huevos, ya entonces, hoy en 600.000, sino que usara el término huevo, que, es bien sabido, es el término con el que se designa en Venezuela, y sólo en Venezuela, al órgano sexual masculino. Le dije que tal vez era una rareza de su “pana”, un exceso de escrúpulo semántico, pero me confirmó que no, que el término se había extendido ya por varios barrios de Caracas y era de uso muy generalizado, que incluso lo usaban sus compañeros de trabajo.
       Azuzado por mi curiosidad lingüística, me propuse averiguar de dónde venía tan extraña palabra, y gracias al “pana” Google, di inmediatamente con el trabajo de Tamoa Calzadilla “Diccionario de la PRAN Academia Española”. ¡Eureka! El lenguaje carcelario, el lenguaje pran en este caso, el mismísimo cheli en Caracas. En el diccionario de Calzadilla, como en el de Umbral, nos encontramos con léxicos, si no todavía de uso generalizado por las capas más cultas de la sociedad, sí al menos reconocibles: achicharraoboca cosida, caleta, los causas, el chigüireo, la garita, el malandreo, la luz, el pran, el sistema, etc. Y, ¡oh, sorpresa!, el yensi. ¿Y qué es el yensi en la cárcel? El órgano sexual masculino.
       Nos encontramos pues ante un fenómeno que no sé cómo definir, de origen carcelario, sí, pero no es un eufemismo, ni un disfemismo, más bien parece un suavizador, un disimulador pudoroso, sólo para entendidos, para los conocedores del “código restringido”, pero para que lo usen incluso los que no saben lo que quiere decir, que no saben que es un sinónimo. Además, casi todos los étimos de las palabras que aparecen en este diccionario son identificables, excepto este, el del yensi, al menos para mi pobre cultura “malandril”.
       Mi amigo Alex me dice que a una linda compañera de trabajo, de sonrisa luminosa y de nombre Clara, como su sonrisa, le han adjudicado el apellido de Clara de Yensi, para que no haya dudas. Me imagino que cuando lea este artículo hará lo necesario para desbautizarla de tan ominoso apellido.
  

luisroberts@gmail.com



Año VI / Nº CXCIX / 19 de marzo del 2018

lunes, 12 de marzo de 2018

Mil maneras de morir [CXCVIII]

Laura Jaramillo


Gasparín, el fantasma que sólo quería hacer amigos,
hacía pensar que estar muerto no debía ser tan malo



         La muerte está irremediablemente ligada a la vida. Ese hecho es innegable. No obstante, es difícil aceptar esa realidad tan dolorosa. Y por ser tan dolorosa, se buscan palabras que permitan atenuar el dolor.
         La palabra muerte es tan dura de pronunciar, que existen mil maneras de decir que alguien murió. De hecho, cuando el muerto es íntimo, se prefiere decir que falleció.
         Para aliviar el impacto de esa palabra, se recurre, por supuesto, a expresiones metafóricas; esas metáforas que son de la vida cotidiana y que permiten tomar el asunto quizás con un toque de humor, especialmente cuando el que se fue no era tan allegado. Aquí es donde entran las maravillas del ingenio del colectivo.
         Entonces, la persona no murió, sino que:

Cruzó el páramo.
Colgó los guantes o los guayos.
Le dieron matarile (esto es según cómo murió).
Le dieron paila (cortesía de mis eternos hermanos colombianos).
Estiró la pata.
Se petateó (México lindo y querido).
Se fue al cielo (si fue bueno).
Se lo llevó el patas (si fue malo).
Se lo llevó la pelona o la huesuda (a veces la pelona anda suelta).
Masticó chicle (esto siempre lo dice mi vecina, la cuchona).
Se esfumó.
Hizo como Gasparín.
Se borró del mapa.

         No es que con estas invenciones se nos va a ir el dolor, pero con el tiempo iremos aprendiendo a sobrellevar ese trámite y qué mejor manera de hacerlo que la nuestra, la venezolana, echando vaina.

laurajaramilloreal@gmail.com



Año VI / N° CXCVIII / 12 de marzo del 2018





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lunes, 5 de marzo de 2018

No hay quinto malo [CXCVII]

Sara Cecilia Pacheco



¿Quién es quién en esta metáfora? (Foto: Noticias24)



         Hay algo de picardía cuando se expresa “No hay quinto malo”: a veces la percibo como una forma de justificar algo que no ha salido tan bien y se espera que el quinto intento sea el exitoso. Muchas otras veces parece que se intenta solo poner algo de gracia al discurso ya que ni siquiera en la época en que esta expresión nació se puede tener certeza de que el quinto de la lista o el quinto intento fueran precisamente “buenos”.
         Parece que hay un consenso en cuanto al origen de esta expresión. Se trata de una expresión que se popularizó en las corridas de toros, cuando los ganaderos elegían el orden en que salían los toros. Para atraer la atención del público, que solía retirarse antes del final, ubicaban el mejor toro de quinto y no de sexto y, por tanto, último. Por eso es que “no hay quinto malo”. También hay otras teorías sobre la expresión, pero siempre relacionadas al mundo taurino.
         Aun en aquella época, reservar el mejor toro al quinto lugar no garantizaba el éxito, pero por mucho la fama de estos toros consagró para siempre que el quinto no sea malo aunque casi todos hayamos olvidado de dónde vino la expresión. Este lunes que inicia el quinto año de Ritos de Ilación, no me queda más que desearle el mejor de los años porque al fin y al cabo...

¡No hay quinto malo!

sarace.pacheco@gmail.com



Año VI / N° CXCVII / 5 de marzo del 2018




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Son tiempos de cambios
¿Y si ahora las gallinas colocaran los huevos?
Al final no fuimos a la final
¿Qué es este merequetengue?