lunes, 17 de junio de 2019

Por qué no se acentúan todas las palabras [CCLXV]

Edgardo Malaver



Niños abandonados y palabras mal escritas guardan sus semejanzas



         Como si yo supiera algo de este asunto, nuestra compañera Isabel Matos me pregunta por qué en español no se acentúan todas las palabras... o ninguna, para que sea más uniforme, más sencillo aprender las normas de acentuación. Me lo preguntó en realidad hace unas cuatro semanas, y he pasado todo ese tiempo pensando. Qué intriga. Cada vez que veo en la calle una tilde extraviada en una sílaba inocente, me acuerdo de la pregunta, que, por cierto, es tan sencilla, que no comprendo por qué yo mismo no me la había hecho. Ahora estoy pensando en eso todo el tiempo.
         Las palabras que uno ve por ahí acentuadas pero que según las reglas no llevan tilde se me parecen a esos niños (más frecuentemente niñas) cuyas fértiles madres ponen a cuidar todo el tiempo a sus hermanos menores. Es decir, como si fueran ellas las responsables de tal proliferación de descendencia, sin haberlo comido ni bebido, tienen que cargar con una responsabilidad para la que no están preparadas y que les perjudica asumir a tan temprana edad. Eso les pasa a esas palabras y esas sílabas: se les ve como una niña disfrazada de mujer que ya ha vivido mucho y, antes que el significado que tienen que expresar, lo hacen a uno pensar en una injusticia. Y pasa también que las que no la llevan cuando les toca andan por ahí como huérfanas, desorientadas, con la confusión pintada en el rostro y diciendo las más de las veces lo que no quieren decir, avergonzadas por causa de la imprudencia o la falta de observación (o de observancia) de sus autores.
         ¿Por qué no habremos aplicado, entonces, esa solución, a mi juicio poco salomónica, de no acentuar ninguna o acentuarlas todas? Reflexionando el otro día sobre el asunto, llegué a la conclusión de que cualquiera de las dos opciones serían semejante la actitud de esos profesores que no conocen, por ejemplo, el uso del punto y coma y les dicen a los estudiantes: “Mejor no lo usen”. Los hay incluso que lo prohíben y hay quienes atribuyen tal prohibición a la Academia. Eso no les enseña nada.
         Estoy escribiendo esto porque creo haber llegado a una primera idea seria al respecto, sin consultar aún a nadie. Bien puede ser por economía (y por política), como otras mil cosas en la lengua y en la escritura. Fijémonos, por ejemplo, en la acentuación de los monosílabos. No se acentúan porque, en última instancia, no lo necesitamos para saber cuál es la sílaba donde el hablante pone el acento de la palabra. Al haber una sola sílaba, no hay más remedio que acentuarla ahí, de modo que es lo mismo acentuarla que no acentuarla. Y si es lo mismo, más barato sale no hacerlo. Sin embargo, hay casos en los que hace falta, ya lo sabemos: aquellos en que la misma palabra cumple diferentes funciones en la oración: ¿ estás en tu casa?
         En el terreno contrario, debe ser también la economía del lenguaje la que ha influido para que se acentúen, éstas sí, en todos los casos. ¿Por qué es más económico ahora acentuarlas todas? Porque en la escritura pueden tener, y tienen, apariencia de graves o de agudas.
         En las graves, no nos hace falta ver escrito el acento cuando la palabra termina con ene, con ese o con vocal. Uno ve la palabra camino y no se le ocurre preguntarse sobre cuál sílaba cae el acento. Si en algún momento aparece alguna que no tiene una apariencia tan conspicua, como carácter, que es como más compleja, más misteriosa, uno se dice: “¿Cómo sabe uno en estos casos?”. Pasa lo contrario (o en apariencia es lo contrario) con las agudas.
         Otra señal es que las formas verbales acentuadas y que llevan enclíticos, hasta hace 10 años, debían conservar la tilde: reconociólo, por ejemplo; pero ya nos dimos cuentas de que si le quitamos la tilde, sigue diciendo reconociolo, porque es grave, marquémosle el acento o no.
         De modo, Isabel, que, mientras no encuentre respuesta mejor —y ésta de hoy es un paso hacia ella—, anoto como primera conclusión que es una cuestión de economía. Y todavía piensan algunos políticos son ellos quienes tienen el poder.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXV / 17 de junio del 2019

lunes, 10 de junio de 2019

Traspasantier, el otro día [CCLXIV]

Edgardo Malaver



¡Oh, Dios, y qué buen vasallo, si tuviese buen señor!
Estatua del Cid en Burgos



Para Beatriz Loreto

        Extrañamente, fue después de concluir el artículo de hace dos semanas, “Antier, antes de Cristo” (Ritos CCLXII) cuando me acordé de otro adverbio, que creo haber visto una sola vez, en La Asunción, Nueva Esparta, hace muchos años y sólo escrito en la portada de un libro: trasantier, que, ¿para qué lo explico?, se refiere al día inmediatamente anterior a antier. Existe, naturalmente, la versión formal, que es trasanteayer, y que es la que aparece definida en el diccionario, pero ni el diccionario ni mis oídos deben haber oído jamás la máxima locura de los adverbios de tiempo, en uso o en desuso: traspasantier.
        Si apareciera en el diccionario, sería más bien traspasantier y quién sabe si transpastanteayer, una palabra en la que todo llama hacia el pasado, la raíz y sus tres prefijos: trans-, past- y ante-. No es, entonces, el día anterior al día en que se habla, ni el día anterior, ni el que antecede a éste, sino el que sigue hacia atrás en el tiempo: hace cuatro días. ¿Habrá en otro idioma un adverbio tal? ¿Será sencillo en esas lenguas, como en español, señalar con este grado de precisión que uno está hablando de lo sucedido hace 96 horas... o pocas menos, pero ni una más? Y digo que es sencillo porque, si no existiera o no hubiera existido la palabra, sería la mar de sencillo crearla, con tan sólo conocer los prefijos, que es algo que todos conocemos, aunque no todos estemos conscientes de ese conocimiento.
        Como es natural, ayer, anteayer (o antier), trasanteayer (o trasantier) y traspasanteayer (o traspasantier, que es la que parece haberse fundido mejor con los sonidos cotidianos de la lengua) también se utilizan en sentido figurado. Todos son sinónimos de pasado, relativamente cercano o inciertamente remoto, conocido o incognoscible, pero ahora impreciso, muy impreciso, como la historia toda antes de la invención del alfabeto. Es, sin embargo, la imprecisión significativa de la enciclopedia que dice, por ejemplo, que un juglar anónimo escribió el Cantar de mío Cid en algún momento entre la mitad del siglo XII y los primeros años del XIII —¡y que la primera página se perdió!—. Fue en el pasado, pero no el año pasado, ni hace un siglo. Ni siquiera fue trasantier, porque casi mil años tiene que ser más allá: traspasantier.
        Visto así, todo el tiempo cabe en la lengua... y en la poesía. Uno siente aun que el tiempo se encoge al leer, por ejemplo: “Estando atento, hogaño y mañana, al trasantier de tu voz, buscarla, ir a su zaga, hallarla en la lira y en los silbidos y en el bravo rugido de la mar”. Eso es: estas manifestaciones de la lengua popular son nada menos que poesía.
        Distante y cercano, ese sonido del pasado llega a nosotros clara y opacamente al mismo tiempo. Y es lo que revela nuestra memoria cuando, incapaz de establecer con décimas de segundo cuándo sucedió algo, y dándose cuenta de que no hace falta, apela al recurso de la metáfora. Uno termina diciendo: “El otro día me tropecé con el fantasma de mi abuelo. Yo tenía unos siete años, regresaba de la escuela. ¿Cuándo fue?”.
        No importa, la lengua lo reconstruye con sílabas y sonidos y esa es la verdadera memoria.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXIV / 10 de junio del 2019



lunes, 3 de junio de 2019

La glosixenia [CCLXIII]

Luis Roberts


 
El baile de tambor es como la lengua materna
de Birongo (foto: A. Herrera)


        La única red social por la que transito —yo procuro cuidarme— es Twitter, y me limito a seguir a quienes valen la pena, que me puedan aportar información valiosa e inteligente, aunque a veces se cuelan unos “retuiteos” indeseados. Una de esas personas es mi querida Leidy Jiménez, profesora e investigadora inquieta de todo lo que tenga que ver con la lengua, y gracias a uno de sus tuits recientes descubrí una palabra que apunté en mi memoria para hoy sacarla a relucir en este artículo: glosixenia, del griego glosos, lengua, y xenia, extranjero.
        Se refiere a mezclar palabras de otro idioma, citas o frases cortas, con el idioma propio. Al parecer es una palabra con tradición académica, pero que no aparece en el DRAE. Puestos a pensar al fin y al cabo hoy es domingo  se me ocurren tres tipos de usuarios de la glosixenia: 1) los cultos, los que tienen en la punta de la lengua un vini, vidi, vinci, un to be or not to be, o un primus inter pares; 2) los “jergatarios”, los que usan una jerga, en inglés generalmente, para demostrar su integración en el oficio con un coworking, vintage, cool o start-ups; 3) los esnobs; estos a su vez se dividen en los esnobs elegantes, como esos personajes de Oscar Wilde en la Inglaterra del siglo XIX, o los de Pushkin en la Rusia de la misma época, que hablaban casi más en francés que en inglés o ruso, y que son la pesadilla de los traductores franceses, y los esnobs “rancheros”, en la acepción venezolana de “rancho”, ¡ojo! Estos son los que han ido a Disney alguna vez en su vida y te dicen “don’t forget me, mi amor”, o pretender elevar el registro de su ignorancia, usando sólo la palabra cabello, porque el pelo no es lo que está en la cabeza, sino en otra parte, y te dicen “asín no, ¡oh my god!”.
        Pero la que sí está en el DRAE es una palabra muy parecida y del mismo origen, xenoglosia, con dos acepciones. La segunda equivale a “don de lenguas”, la capacidad sobrenatural de hablar lenguas y se usa sólo en el campo de la religión, la católica concretamente, pero que a los profesores de la Escuela de Idiomas, en general, nos produce ciertas dudas y reticencias; y la primera acepción es la de la “glosolalia”, o lenguaje ininteligible.
        Yo asistí hace años a una sesión de santería en Birongo y oí, entre el retumbar de los tambores, a un negrito en trance en pleno ataque de glosolalia, pero no es necesario irse hasta Birongo para oír, o escuchar, depende de su atención, un lenguaje ininteligible, basta con sintonizar un canal de televisión, sí, ese, ese, sí.

luisroberts@gmail.com



Año VII / N° CCLXIII / 3 de junio del 2019