lunes, 28 de diciembre de 2020

Maldito el soldado... [CCCXXXVII]

Edgardo Malaver


Perseo con la cabeza de Medusa (1554), de Benvenuto Cellini




Simón Bolívar escribió tanto en su vida que a cualquiera se le ocurre inventar una sentencia de aquellas contundentes y severas, pintarla en una pancarta y firmarla con el ilustre nombre para llevarla a una marcha, y nadie se va a poner a investigar si de veras la frase viene de la pluma del Libertador antes de aprendérsela y repetirla y lanzársela en la cara a quien corresponda —porque a veces parece que sólo para eso sirven las ideas brillantes de Bolívar.

Hace dos semanas, cuando me interné en el Archivo del Libertador para investigar de qué documentos provenían algunas frases célebres que forman parte del habla venezolana, no me imaginé que descubriría que algunas no figuran en ninguno de ellos. Los que hemos ido a marchas y más marchas contra el único gobierno que ha habido en Venezuela desde 1999 hemos leído mil veces, en letras de todos los tamaños, aquella que dice: “Maldito el soldado que vuelve sus armas contra su propio pueblo”. Yo creo recordar haberla oído antes de esa fecha, y quizá por eso me sorprende más no encontrar la frase en ninguna colección confiable de textos firmados por Bolívar, o atribuidos a él, de los cuales debería ser inapelable el Archivo del Libertador.

Siendo así, lo más atractivo de esta afirmación es que ya tiene sonoridad y solidez de sabiduría popular, de proverbio antiguo, infalible. Como en multitud de otras frases de Bolívar, aunque se demostrara un día que no lo es, ésta exhibe, al menos recientemente, un rasgo que no señalé en los dos primeros artículos de esta serie: la contradicción, la paradoja, el sentido circularmente acusatorio de su contenido. Es una afirmación dura que aniquila a cualquier que ejerza el poder y que por ello crea que tiene derecho a ir contra aquellos que le han dado ese poder. Los ciudadanos espetan este reproche al gobierno, que se dice bolivariano de nacimiento y es militar de corazón, cuando los cuerpos de seguridad, e incluso las fuerzas armadas, atacan con armas de fuego a los venezolanos, especialmente a los estudiantes, que se organizan para protestar. Es como devolver a Medusa su mirada petrificante.

Ya no hace falta que la ingeniosa sentencia sea real. Su fuerza cumple con los requisitos que exige la sabiduría popular para ocupar su puesto en la lengua. Tenga en alguna parte la firma de Bolívar o la de un autor anónimo, es cultura venezolana.


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Año VIII / N° CCCXXXVII / 28 de diciembre del 2020





viernes, 25 de diciembre de 2020

Nombre y apellido del Niño Jesús en castellano [CCCXXXVI]

 Edgardo Malaver



Buen Pastor, imagen del siglo III



Me imagino que no soy el único que se ha preguntado por qué el Niño Jesús, de adulto, recibe el nombre de Jesucristo. ¿Acaso es un resumen del nombre?, pregunté una Navidad en casa cuando era niño y nadie supo decirme. Ahora tengo edad de responder, más que de preguntar, y ya encontré la respuesta.

En castellano —uso castellano a propósito—, cuando las culturas occidentales no se habían zambullido de lleno en la fiebre de ponerse, de poner, de heredar y de perpetuar apellidos, los hombres simplemente tenían su nombre, y así nacían, crecían, se reproducían y, al final, morían. Es probable que cuando los pueblos comenzaron a crecer y hubo más de un Pedro, más de una María, comenzarían en algunos lugares a ponerse segundos nombres: Pedro José, María Antonia, César Augusto. Cuando ya la temperatura les llegó, digamos, a 38, fueron los oficios, los lugares de origen, los caracteres físicos, las reputaciones, las hazañas los que se ponían después del nombre de pila: Pedro el Herrero, María la de Navarra, José el Feo, Juan el Cortés.

Cuando se aproximaba la Edad Media, ya la fiebre era delirante, y los apellidos eran indicio de alcurnia, de posición social, de poder. Mucha gente del pueblo, que no se pertenecía a sí mismo, mucho menos iba a tener apellido (por más originales que sean y hayan sido las formas de llamarse de los más humildes). Cuando llegó la hora de escribir el Cantar del Mío Cid, ya existía, cuando menos, aquella práctica de apellidarse a partir del nombre del padre (lo que se llama patronímico, pater + nome: ‘nombre del padre’). Pedro tiene un hijo llamado Gonzalo y éste se apellida Pérez, que es el patronímico que corresponde a Pedro (por Pere, la forma medieval de este nombre); luego Gonzalo Pérez tiene un hijo, lo bautiza Ramiro y éste, de adulto, se hace llamar Ramiro González. Y sus hijos se llamarán Ramírez.

Don Rodrígo, el Cid Campeador, se apellidaba Díaz porque su padre se llamaba Diego, pero sus hijas, doña Elvira y doña Sol, se apellidaban Rodríguez, hijas de Rodrigo. En este punto, algunos se están preguntando, como hacía yo también, por qué a veces se llama a este personaje Ruy Díaz de Vivar. Andrés Bello lo explica en dos líneas:


Los nombres propios se apocopan antes del patronímico: Alvar Fáñez, Garci Ordóñez, Rodric Díaz, que después se dijo Rui Díaz, etc. (Bello, 1881, 312).


Y así, de paso, nos enteramos de que García era nombre (masculino) y no apellido en la Edad Media, pero cuando iba seguido por el patronímico, se convertía en Garci. Así aparecieron los apellidos Garcilaso, Garcidueñas, Garciálvarez. Por la combinación de dos nombres (como los casos descritos), un nombre y un apellido o dos apellidos, nacieron también Fuentidueño, Sanchiáñez, Ruipérez.

“Profe”, me van a decir mis alumnos, “¿y el Niño Jesús?, ¿cómo entra el Niño Jesús en este asunto?”. ¿No lo han visto? Jesús de Nazaret, también llamado ‘el Cristo’, aunque éste no sea un patronímico, en algún momento hace poco más de mil años, en el incipiente castellano de Castilla, llegó a ser llamado Jesu Christos, y de esto a Jesucristo, había tan sólo un paso. Jesús el Cristo es muy similar a Felipe el Hermoso, Pipino el Breve, Alfonso el Sabio, o cualquier otro personaje, célebre o no, que haya tenido un apodo, un apelativo, un epíteto.

El personaje que cumple años hoy tiene, según Fray Luis de León, “casi innumerables nombres”. De ellos el primero que aparece en el Antiguo Testamento es Pimpollo, y no es difícil imaginarse a la Virgen María, como cualquier otra madre, mirando a su hijo recién nacido como quien mira el pimpollo de una flor. Otros nombres de Jesús, dice Fray Luis, son


León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara Suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de Paz y Salud, y Vida y Verdad (De León, 2020, 28).


Los nombres tienen tanta influencia en nuestra vida, en nuestra constitución psíquica y emocional, que no es extraño que el Niño Jesús tenga tantos y tan poéticos, y que en algunos casos, hasta parezca que tiene también apellido.


emalaver@gmail.com




Bello, A. (1881). Obras completas. Volumen II: Poema del Cid. Santiago de Chile: Pedro G. Ramírez.

De León, F.L. (2020). De los nombres de Cristo. Madrid: Verbum.




Año VIII / N° CCCXXXVI / 25 de diciembre del 2020




lunes, 21 de diciembre de 2020

Si se opone la naturaleza... [CCCXXXV]

Edgardo Malaver



El terremoto de 1812 (1929), de Tito Salas



La semana pasada, investigando en el Archivo del Libertador para hablar de cómo sus frases más célebres han penetrado la lengua hablada en Venezuela, descubrí un par de cosas sobre algunas de ellas que vale la pena comentar.

La primera que se me presentó como problema fue una que yo siempre había sentido cargada de arrogancia y temeridad (como corresponde a un espíritu que, de no haber sido temerario, no habría logrado nada de lo que se propuso en su juventud). La imprecación “Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca”, que todos los venezolanos nos aprendemos de memoria en primaria (o nos aprendíamos cuando yo estudiaba primaria), tiene antes que nada el rasgo dudoso (que nunca se me había ocultado) de la oralidad. Es decir, cualquiera se da cuenta de que si es una idea lanzada al aire en las circunstancias en que se nos dijo siempre que fue emitida, no puede haber una certeza inapelable de que se haya dicho tal como se la entrecomilla. Ahora resulta que ciertamente no nos habían contado todo (o no lo habíamos averiguado).

El historiador Manuel Bermúdez, para comenzar, incluso niega en su libro Por qué no soy bolivariano (2006) que Bolívar haya pronunciado nunca semejante arenga. No es difícil imaginarse la situación (y la pintura de Tito Salas de 1929 ayuda bastante): tiembla la tierra en Caracas en marzo de 1812, menos de un año después de la declaración de la Independencia, y la gente corre desesperada, llora de miedo, todos buscan a sus seres queridos entre la multitud informe y entre los escombros, levantan los ojos al cielo, la confusión es grande; los religiosos, que se oponen al movimiento revolucionario, gritan por las calles que el terremoto es un castigo de Dios por oponerse al rey, muchos caen de rodillas al suelo y piden perdón. Y en medio de este escenario, ¿van a prestarle atención a este “loco que se creía Simón Bolívar” (Bermúdez, 2006, 34), que se encarama sobre unas piedras a gritarles que hay que luchar contra la naturaleza, que todos saben que es invencible?

Para tratar de aclararnos, vamos a ver, como recomienda Bermúdez, la fuente de donde viene la dichosa frase: el libro Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, de médico José Domingo Díaz, que, según unas voces, era amigo de Bolívar y otros revolucionarios antes de 1810 pero lo cierto y verificado es que negó su apoyo al movimiento desde el primer momento. Dice Díaz:


Todo fue obra de un instante. Allí vi como cuarenta personas, o hechas pedazos o prontas a expirar por los escombros. Volví a subirlas las ruinas, y jamás olvidaré este momento. En lo más elevado encontré a don Simón de Bolívar que en mangas de camisa trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su rostro estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: “Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca” (Díaz, 1829, 39).


¡Bolívar no se dirigía a la multitud desesperada! Se dirigía a una sola persona en un momento en que también él, el futuro Libertador, naturalmente, lucía asustado. Y lo hizo dentro del templo destruido por el sismo, no al aire libre, como hemos creído siempre. Sin embargo, Díaz no puede ser una fuente absolutamente confiable porque todo su libro, escrito y publicado en España, resuma un resentimiento ácido y recalcitrante contra todo aquel que en algún momento se hubiera mostrado a favor de la revolución.

     Hasta aquí, uno puede creer aclarado el asunto, pero hay aun quienes afirman, al leer el relato de Díaz (que es por quien conocemos la repetidísima frase), que en realidad Bolívar no deseaba contrariar a la naturaleza, que era como contrariar a Dios, sino a los realistas, o a sus partidarios, que en ese momento fueron quienes, no bien cesó el movimiento de tierra, comenzaron a utilizarlo para atacar la causa de la Independencia. Estos autores creen que la frase debe haber sido más bien: “Aunque se oponga la naturaleza, lucharemos contra ellos y haremos que nos obedezcan”. Ellos son los españoles, los monarquistas. Ciertamente, suena razonable que así lo expresara el impetuoso Bolívar, pero no hay documento que respalde estas afirmaciones. También parece razonable lo que reflexiona Bermúdez: que si Bolívar se hubiera puesto a arengar así a la gente en medio de aquella fatalidad, lo más probable es que lo lincharan. Además, nadie le habría puesto atención.

Mi conclusión es que José Domingo Díaz es medianamente creíble, no totalmente, pero lo importante aquí es que el apóstrofe de 1812 ha de pervivir en los labios de los venezolanos, aunque sea apenas como retórica, como metáfora de la persistencia, siempre que se encuentren ante un obstáculo, natural o no, que luzca suficientemente grande y tenaz como para complicar sus planes.


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Bermúdez, M (2006). Por qué no soy bolivariano. Caracas: Alfadil.

Díaz, J.D. (1829). Recuerdos sobre la rebelión de Caracas. Madrid: León Amarita.




Año VIII / N° CCCXXXV / 21 de diciembre del 2020




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jueves, 17 de diciembre de 2020

Simón Bolívar en la lengua hablada de Venezuela [CCCXXXIV]

Edgardo Malaver



"Cambiadme, Señor, todos mis dictados
por el de buen ciudadano"



Hoy, a la 1:07 de la tarde, harán 190 años del descenso de Simón Bolívar al sepulcro. A pesar de que no han “cesado los partidos”, estuvo un tiempo tranquilo ahí, pero ya hubo quien alterara esa tranquilidad, y hasta existe ahora una leyenda, copiada de la egipcia, sobre la maldición que condena y persigue a los que presenciaron aquella “exhumación”. Pero no es de eso que vine a hablar hoy porque no creo que pueda estudiarse rigurosamente ese fenómeno. Lo que sí se puede estudiar, y se ha hecho, es la influencia del Libertador en la lengua que hablan los venezolanos. No se pueden dar demasiados pormenores aquí, pero sí hay un par de expresiones de uso común en Venezuela que nacieron de la mente de Bolívar.

Quizá el ejemplo más claro sea la frase que soltamos cuando vemos una situación en que alguien que tendría que estar muy preparado para un trabajo, sobre todo intelectual, no lo está: “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”. No es posible no pensar en Bolívar al escuchar esta frase, que aparece en el Discurso de Angostura (1819). Es tan conocida y tan significativa que existen en varios lugares de Venezuela escuelas llamadas “Moral y Luces”.

Cuando los venezolanos se encuentran ante un obstáculo natural, aunque no pretendan sortearlo o se vea claramente que no es posible, dicen, casi sin pensarlo: “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, frase que, según la tradición, dirigió el héroe a los caraqueños mientras ayudaba a rescatar heridos del terremoto de 1812. [Autores como Manuel Caballero y Rogelio Altez tienen otra versión del famoso apóstrofe, pero ya nos detendremos en ese detalle en otra ocasión.]

En las miles de manifestaciones que hubo en el 2002, 2007, 2013, 2014, 2016 y 2017 en toda Venezuela, en vista de los abiertos ataques de las fuerzas armadas contra la población, era muy frecuente, durante todo el día, citar al Libertador cuando condena tales atrocidades: “Maldito el soldado que vuelve sus armas contra su propio pueblo”. Aunque no he encontrado la cita en ninguna fuente autorizada, tiene una fuerza y una gravedad típicas de Bolívar. Y aunque se demostrara que no lo dijo él, ya ha pertenecido a la lengua hablada de los venezolanos durante más de 200 años.

Frases de Bolívar hay para todos los gustos: a los periodistas les gusta oír decir: “La primera de todas las fuerzas es la opinión pública”, pronunciada en noviembre de 1817 en Angostura; a los maestros les encanta citar aquella carta que le escribió desde Lima a su hermana mayor en 1824 y donde dice: “Un hombre sin estudios es un ser incompleto”; los militares repiten: “Dios concede la victoria a la constancia”, que aparece en el Manifiesto de Carúpano de 1814; los marxistas aman proclamar: “Un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción”, del segundo Discurso de Angostura, en 1819; los bolivarianos devotos dicen: “¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria”, de la última proclama de 1830.

Además, como si fueran del Evangelio, las frases de don Simón parecen concebidas para calzar en todas las situaciones de la vida ciudadana, moral y política de un país. Hasta para hablar de la lengua pueden servir. Su uso de la lengua no podía ser otro después de una educación tan esmerada y en medio de un mundo completamente poseído por el romanticismo, incluso en la política. El día de hoy, 190 años después, diríase que el uso y abuso del lenguaje político ha deformado su figura, pero es también la lengua, la que habla la gente común, la que lo mantiene vivo, no otra cosa.


emalaver@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXXIV / 17 de diciembre del 2020




martes, 15 de diciembre de 2020

Obligado, a la fuerza, porque sí [CCCXXXIII]

Edgardo Malaver



Desde El Yaque (1966), de Ramón Vásquez Brito




Me pongo a conversar hace días con un primo político de Perú, y, por algún camino, pronto aparece el tema del nombre de los pueblos, que son casi todos muy curiosos, los venezolanos para él y los peruanos para mí. Entonces le comento sobre topónimos de Margarita, que son los más familiares para mí: Mata Redonda, Macho Muerto, Agua de Vaca. Pero él suelta la risa cuando le digo que hay en Juan Griego un lugar llamado Culo de Mono. Y luego le cuento un episodio que recuerdo de cuando era pequeño: las autoridades se tardaban en otorgar los permisos para la construcción de viviendas en un sector de Juan Griego, y después de un tiempo, la gente, saltándose las formalidades de la ley, comenzó a levantar las casas y el municipio no pudo hacer nada para desalojarlos. El lugar terminó llamándose Pueblo A Juro, al menos informalmente. Y así me enteré de que en el español de Perú no se utiliza la locución adverbial a juro.

Acudo al diccionario y descubro que su uso se limita a Venezuela y Colombia. Despejo, además, una duda que tengo desde que estaba en primaria: ¿qué significa ese juro? Mucho tiempo imaginé que se decía a juro porque el acto al que se refería se iniciaba o se desarrollaba a partir de un juramento. En mi mundo, lo que se hacía a juro, se hacía a fuerza de jurar por algo o por alguien, y por eso, simplificándolo, la gente terminó creando la locución, como quien dice a pie, a caballo, a nado. Nada más simple que este pensamiento mío, pobrecito.

En primer lugar, el diccionario pone que proviene de la palabra ius, iuris, es decir, ‘derecho’, y la primera acepción dice: “Derecho perpetuo de propiedad”. O sea, los habitantes de Pueblo A Juro no tienen nada que temer. En segundo lugar, la Academia nos hace saltar a de juro (está clarísimo, ¿no?, ‘de derecho’), que define así: “Ciertamente, por fuerza, sin remedio”. Por fuerza. Yo crecí entendiendo que eso significaba a juro, aunque el derecho debería primar sobre la fuerza. ¡La de detalles que se pierde uno cuando no habla latín!

Ahora me falta averiguar cómo funciona a juro en el español de Colombia. Y reflexionar sobre el verbo jurar, que tiene apariencia de pertenecer a la misma familia (semántica y jurídica) y que utiliza también tanta gente como si estuviera firmando un documento delante de un juez. ¿Y será igual que jurar por Dios? Mejor disfruto el noviazgo con a juro y después lo averiguo.





Año VIII / N° CCCXXXIII / 14 de diciembre del 2020




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