lunes, 22 de junio de 2020

Idioma inferior e idioma... inferior [CCCVII]

Edgardo Malaver


 
To... da… len… gua… tie… ne… su… en…
can… to… ¿No… cre… e… us… ted…?


         Una vez me quedé dormido dando una clase de inglés. No es que me parezca aburrido este idioma, ni que lo fuera mi alumna, ni siquiera que me aburriera dar clases —que en esa época me aburría de veras o me ponía de mal humor—, sino que trabajaba demasiadas horas al día y dormía muy poco en las noches. Mi alumna, que era, gracias a Dios, una pariente más o menos cercana que estudiaba turismo, me lanzó un cojín a la cara y me dijo: “Acuéstate en el sofá, y yo avanzo con matemática”.
         Lo que sí me aburría, y me aburre aún, son esos estudiantes de idiomas extranjeros que apenas descubren dos o tres peculiaridades muy curiosas y llamativas de esa otra lengua, comienzan a menospreciar la suya propia e incluso se convierten en embajadores de los países donde éstos se hablan por doquiera que van. Si siguen avanzando, pueden llegar a convencerse de que aquella lengua es superior a todas las demás, y no existe forma de hacer que se fijen en las peculiaridades, incluso más impresionantes, de otras lenguas, ni siquiera la que les es natural.
         También existen los hablantes que se consideran, ya de entrada, tan inferiores, tan mal dotados para el aprendizaje lingüístico, que ni con hipnosis se creen que sean capaces de aprender nada sobre otra lengua. Por nada del mundo se atreven a retirar de su camino la vara que, en su imaginación, sólo en su imaginación, les impide, no digo yo hacer un postgrado en morfofonología medieval comparada —si es que eso existe— sino apenas echar una mirada rápida a ese otro mundo sencillamente vecino que es una lengua cualquiera.
         No sé cuál de los dos grupo me desespera más.
         Gracias a Dios, el tedio y la molestia que me despertaba la docencia se extinguieron de mi espíritu —la docente que habita en mi madre me dijo un día que se lo conté: “Eso significa que has madurado”, y después de eso he dado clases con sueño, con fiebre (con chicunguña, para ser más preciso), con hambre, triste, de luto, y no me ha vuelto a lanzar cojines a la cara; pero no han dejado de aburrirme, como si leyera el Código Civil con la pereza burócrata de Zootopía, la gente que cree su propio idioma inferior a los demás.

emalaver@gmail.com



Año VIII / N° CCCVII / 22 de junio del 2020

lunes, 8 de junio de 2020

Los varoncitos de las enfermedades [CCCVI]

Edgardo Malaver



En el mundo de las curvinas tampoco es fácil
reconocer el femenino del masculino




         El 4 de mayo de este año, Luis Roberts publicó aquí un artículo titulado “La RAE y el coronavirus”, cuya conclusión era que, como el sustantivo covid hace referencia a una enfermedad, su género debía ser femenino. Comentaba además que existe un grupo de académicos que argumenta que debía ser masculino “por tratarse de ‘un sustantivo’”, con lo cual el autor no está de acuerdo; pero en realidad lo único que es masculino en toda la discusión es el virus mismo y no la enfermedad. De modo que, diga lo que diga la Academia, ahora deberíamos decir la covid y no el covid, como tanta gente dice. Tengo que respaldar a Roberts en su rechazo a esa postura sobre el masculino de la recién nacida palabra porque es ridícula, pero me cuesta mucho apoyar la del femenino.
         Aunque parezca que no, aunque últimamente parecen ser los científicos, no los académicos (los de las universidades, no los de la academia, aunque también ellos, a veces) ni los movimientos sociales ni los promotores de ideologías ni los políticos bien vestidos los que deciden cómo van a llamar los hablantes a las cosas. Bien que pueden, lo malo es que tampoco sugieren, sino que pretenden imponer, como si tuvieran derecho a ello… o como si fuera posible. Hay, sin embargo, miles de casos en que la ciencia, el arte, la religión, la política han creado una cosa nueva, un concepto nuevo y se esmeran en ponerle como nombre una palabra nueva y, ¡pun!, viene la gente y la llama de otra forma. Hace como un año, una cajera de banco me corrigió malencarada: “Señor, esto no se llama dinero, se llama efectivo”.
         No me imagino si en el pasado, remoto o reciente, habrá habido esta discusión sobre el genero de las enfermedades, pero, tal como nos diría, una vez más, el viejo Saussure, no hay manera de preverlo: en esto manda la arbitrariedad. Para ahorrar tiempo y espacio, les pregunto: ¿todas las enfermedades tienen nombres femeninos? Vamos a ver: alzheimer, bocio, botulismo, cáncer, carbunco, catarro, dengue, lupus, resfriado común, sarampión, tétano, tinitus, vértigo, vitíligo son varoncitos. Hasta el acné y el alcoholismo son considerados enfermedades y no tienen nombres de niña. Incluso asma, cólera, ébola y sida, que terminan con a y todo, son palabras masculinas.
         Yo creo, por si fuera poco, que covid, además de que está destinado a perder ese número tan extraño —¿quién ha visto enfermedad numérica?—, más posiblemente termine llamándose coronavirus que covid: es demasiado difícil pronunciar esa de al final.
         No sé para qué lo repito. Siempre les digo a los estudiantes: uno no va a la pescadería y cuando por fin logra captar la atención del vendedor le pide un minuto para llamar al director de la Academia y preguntarle cómo se llama el pescado que quiere comprar. Uno llama el pescado como lo llaman las señoras que están alrededor y que saben prepararlo. Y eso es lo que hace, hacemos, con todas las demás cosas... y así aprendemos si son niñas o varoncitos.

emalaver@gmail.com





Año VIII / N° CCCVI / 8 de junio del 2020

lunes, 25 de mayo de 2020

De memes, la Virgen María, el misterio y otras piruetas del pensamiento [CCCV]

Douglas Méndez



Escultura de Atenea en la moderna Academia de Atenas



         Hace unos días, en un grupo de WhatsApp del cual formo parte, constituido por antiguos compañeros de mi universidad, surgió una polémica a raíz de la publicación en el grupo de un meme (creo que eso era un meme), que, según la interpetación de muchos, arrojaba dudas sobre la castidad de la Virgen María. ¿Cómo puede una mujer dar a luz y sin embargo permanecer inmarcesiblemente virgen? Ciertamente, parece —al menos desde el punto de vista biológico— imposible. Es comprensible que el ser humano, que siempre se deleita en retruécanos y es habilidoso para crear giros de doble sentido y guasas, a lo largo de los siglos haya ventilado en el terreno del humor tan seria paradoja teológica; es, ¡por supuesto!, comprensible también la indignación de los celosos creyentes. Con todo, no me interesan aquí ni la polémica en sí, ni quién tiene la razón, ni la cuestión del respeto a las creencias, el cual respaldo.
         El incidente del controversial meme me ha dejado pensando en otra cosa: en el misterio y en la índole del misterio, en su naturaleza. La virginidad de María es un misterio, ¿por qué tendría que ceñirse a leyes de la biología? ¿Acaso su condición de misterio no le confiere precisamente por eso su rasgo inextricable, al menos para el no iniciado, su carácter excepcional? En definitiva, ¿qué es un misterio? Ante estas encrucijadas, bien vale pasarse un momento por la etimología, de costumbre tan esclarecedora. La voz viene del sustantivo griego mystérion, a su vez del verbo que corresponde al español cerrar: mýein. El mystérion era una ceremonia religiosa cerrada a cualquiera que no fuese un iniciado y así mismo el secreto que en dicha ceremonia se revelaba y compartía. Así pues, para acceder a la vecindad del misterio, para abordar su verdad, debe habérsenos confiado un secreto, debe haber mediado una iniciación, solo entonces podemos saber.
         El asunto de María me recordó una fe mucho más ancestral, en la cual un misterio similar era resguardado: la maternidad de la diosa virgen y guerrera Atenea. En la antigua religión pagana griega, Atenea, diosa virgen completamente indiferente a las acometidas de lo erótico, divinidad de primer orden, hija exclusiva del dios padre y ejecutora de su justicia, era madre en los misterios. Según un oscuro relato, Hefesto, apasionado por la diosa, quien con anterioridad la había pedido como esposa, atrevida solicitud que Zeus negó de plano, en una ocasión, lleno de deseo, como solo son capaces los dioses de sentir, la persiguió para hacerla suya. Atenea huyó en el acto, pero se dice que un poco del esperma del dios herrero alcanzó a rozar el muslo de la poderosa virgen inmortal. De este episodio divino nació un niño, una delicada criatura oculta venerada en los misterios; Atenea, no obstante, permaneció casta.
         Según el insigne mitógrafo húngaro Karl Kerényi, en su perspicaz trabajo “Atenea, virgen y madre” (1952), diosas con mucho poder eran vírgenes o solían aparecer solas, sin consorte, y en esta característica se manifestaba una condición psicológica de la virginidad: la independencia emocional. Todos sabemos de los avatares y desbarajustes que lo erótico suele conllevar; ¿no es de desear que una diosa madre sea además de comprensiva, inmune a las veleidades de Eros; capaz de orientarnos y aconsejarnos con cabeza fría, firmeza, cariño y ecuanimidad hacia la consecusión de nuestros fines? No sé si esta reflexión anterior pueda ser aplicada a la virgen María; me viene ahora a la mente Santa Teresa de Jesús, otra virgen guerrera, madre y patrona de todos los reinos de España. En todo caso, vaya por qué derroteros nos ha encumbrado esta divagación en torno al misterio.
         ¿Cómo queremos acercarnos al misterio? ¿Cómo queremos empaparnos de su esencia? Digamos que depende del discurso. La ciencia quiere apropiarse del misterio para iluminarlo, quiere extraerlo de sus tenues cavernas y desentrañarlo, para democratizarlo y exponerlo convertido en ley en la plaza pública; si bien sus intenciones pueden ser altruistas, la llama de la razón calcina siempre al misterio. La filosofía quiere reflexionar sobre el misterio para hallar su lógica o para formularle una, cándido intento vano, pues el filósofo sabe que nunca pasará del vestíbulo que conduce al recinto sagrado donde esperan los iniciados; la pretensión del filósofo no deja de tener ese leve sabor nostálgico propio de todos los afanes del querer comprenderlo todo, de la fatigosa labor filósofica, taciturna hermana renegada de la poesía. Llegamos al discurso religioso, que presenta al misterio como verdad incontestable, un dogma: María es virgen por la gracia de Dios y eso no se discute, se asume como acto de fe; allí el misterio permanece resguardado, pero la intransigente rigidez dogmática terminará petrificándolo. Nos queda el discurso poético, y con él, naturalmente, el discurso del arte: el poeta, el artista, no quiere poner luces al misterio, lo seducen sus tinieblas; no quiere formular leyes, antes bien le fascina la capacidad que el misterio tiene de violarlas; no quiere erigirlo como verdad inamovible, se regocija en la posibilidad de hallar siempre un nuevo entresijo por el cual sumergirse en el misterio. En el arte, el misterio es imagen y es generador de imágenes, fuente insondable de energía psíquica. En el arte, en la poesía, realmente todo se tiñe de misterio, el artista quiere ser iniciado, quiere compartir y guardar el secreto: la obra son mensajes, guiños, convites para el escurecimiento, para el festival de los matices; allí lo bello y lo feo, el amor y el odio, la saciedad y el hambre, el nacimiento, la vida y la muerte, todo adquiere la connotación del misterio y en el acto gana en significaciones, se transforma en otra clase más profunda de sabiduría, sin duda más humana; entonces María se aparece como el milagro de la imagen de la madre virgen, misericordiosa y a la vez férrea y perseverante, en la que se revela conmovedoramente un aspecto inusitado de la maternidad: pureza y castidad, belleza inmaculada fruto de un amor sin mezquindades, que tiemplan el carácter, el cual es capaz de bondad infinita y sufrimiento sin desesperación, incluso ante el desgarrador espectáculo del sacrificio del propio hijo.

politropos@gmail.com



Año VIII / N° CCCV / 25 de mayo del 2020

lunes, 18 de mayo de 2020

Hablante, no hay idioma, se hace idioma al hablar [CCCIV]

Luis Roberts



Comulgar con una rueda de molino…
lo que puede imaginar un hablante




         Salta a la vista que este título es una paráfrasis de “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, de mi admirado poeta Antonio Machado. Quienes me conocen, alumnos, colegas, amigos, saben que no soy fiel seguidor de ningún libro, en este caso el DRAE, donde ni están todas las que son, ni son todas las que están, pero tampoco acepto el descosido del lenguaje deshaciendo puntadas donde ya existen otras desde antaño y muy bellas. Eso no quiere decir que reconozca con pasión que el español se ha enriquecido desde siempre con la aportación de multitud de lenguas, y lo seguirá haciendo, sobre todo en estos tiempos en los que la tecnología, la informática, se impone a cualquier otra actividad humana. No voy a tratar aquí del aporte léxico, sino del aporte con el que las técnicas y la tecnología han engrosado desde siempre el inventario de las metáforas cotidianas.
         Ya en la Edad Media se usaba el dicho de “no comulgar con ruedas de molino”, para decir que uno “no se tragaba una mentira de ese tamaño”; y ya en nuestros días, todos “nos ponemos las pilas”, “no lo tengo en mi disco duro”, “fulano tiene un cortocircuito”, o “métete esto en tu chip”.
         Tengo un colega que se pasa el día frente a su computadora, trabaja con ella, y vive en Chacao. En la Venezuela anterior al caos, Chacao, como Los Palos Grandes, eran los barrios europeos de Caracas, donde cualquier español, italiano o francés, se reconocía en su pueblo o en su ciudad, con la panadería, la peluquería, el café, el supermercado, las tiendas de cualquier cosa, a un paso de su casa, el sentido de vecindario, e, incluso, en Los Palos Grandes, con la licorería y el burdel frente a la funeraria. Hoy Chacao padece más plagas que las bíblicas de Egipto: meses sin agua, teléfono incógnito, luz que va y viene, más va que viene, y ahora para colmo, las largas y escandalosas colas de autos y motos desde la madrugada con la esperanza de cargar gasolina en la única bomba de la zona, con gritos, discusiones con los policías para pagarles el importe en dólares para poder hacer esa cola, etc. Pues bien, el otro día mi colega me envió un wasap en el que me decía que con un poco de agua fría que le quedaba en un tobito “se había podido lavar el pendrive, los dongles y el USB”. No sé si estas metáforas perdurarán, pero a mí me parecieron graciosas y oportunas y por eso las comparto.

luisroberts@gmail.com





lunes, 11 de mayo de 2020

El extraño caso de la ‘y’ que es más latina que griega [CCCIII]

Daniel Avilán



La colección de trajes de una conjunción




         Hace algún tiempo ya, escribí para Ritos de Ilación este breve artículo sobre el pronombre de lugar y en francés y la evidencia de su uso en los primeros pasos del castellano, así como su presencia morfosintáctica en el ADN de nuestra lengua. Si ya lo leyeron, probablemente se preguntarán, como muchos de mis alumnos y colegas lo hicieron: ¿Y qué tiene que ver la conjunción y con dicho pronombre? Mi respuesta es: nada.
         Verán, la y ([ye]) o “i griega” viene de la grafía del YPSILON, una letra griega cuya realización fonética corresponde con la i del latín (la i latina) y ha ido adaptándose, desgastándose y reformándose con la evolución del idioma. Es muy flexible y ha asumido formas, o como diríamos, actualizaciones, muy variables en lo fonético (hay versus haya) y en lo morfológico (me caigo versus me cayera). De todo esto debe haber explicaciones incontables en todas las disciplinas de la lingüística. Yo, en mi mente un poco naïve, pienso que, por ser una letra foránea en la niñez del castellano, como ocurrió con la j, la x o la z, fue una especie de comodín que estaba dispuesto a asumir riesgos de todo tipo que las inflexibles letras latinas no podían (hasta pronombre de lugar pudo haber sido en algún tiempo).
         La y se ha podido convertir en muchas cosas, pero, ojo, nunca en conjunción. De hecho, me acaba de decir Edgardo que grandes escritores y académicos de principio del siglo XX usaban aún la i como conjunción coordinadora. Más bien me parece que la conjunción de coordinación se transformó en la forma gráfica y y ya voy a explicar cómo y por qué.
         En latín (de donde el castellano saca la mayor carga genética) la conjunción de coordinación se escribe et y ésta ha pasado a la mayoría de las lenguas herederas como e, et, i, è, pero se siguió usando et en ámbitos jurídicos, administrativos y académicos por muchos siglos. Recuerdo que, para una investigación que tuve que hacer en la Academia de la Historia en Caracas, me topé con manuscritos viejísimos, unos más que otros, en los que figuraba, en perfecto castellano, la conjunción et, a veces en su forma ligada &. Ésta última se usa actualmente en muchos idiomas porque resulta más económico; en inglés, por ejemplo, es mucho más corta que la conjunción and. Pero en castellano la y es más fácil de escribir y, por lo tanto, más económica. Lo que me lleva a observar que, en la caligrafía, la escritura a mano, ese garabato que significa et fue cambiando convenientemente a una grafía más fluida, similar a la y.
         Yo me atrevo a concluir, y quedo abierto al debate, que la conjunción y es una deformación gráfica de &, que es a su vez la ligadura de et y que todo su recorrido se debe puramente a la necesidad de rapidez en la escritura a mano. Entonces, la conjunción y en castellano parece griega, pero es tan latina como la i.

daniel.avilan@gmail.com



Año VIII / N° CCCIII / 11 de mayo del 2020



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miércoles, 6 de mayo de 2020

La RAE y el coronavirus [CCCII]

Luis Roberts



La Cúpula Genbaku (1915) de Hiroshima resistió
el bombardeo atómico de 1945



         Recuerdo que cuando la enfermedad terminal de Chávez, todos los taxistas, al menos los de Caracas, se convirtieron en expertos oncólogos, que, en cuanto abordabas el taxi, te ponían al día, te daban diagnóstico, origen, ubicación del psoas, etc. Hoy, por varias y lógicas razones, los taxistas han sido sustituidos por las redes sociales, esas corralas donde la gente se desgañita, se pavonea o se insulta, y en plena pandemia, sobre todo, opina. Hay miles de científicos especialistas, virólogos, epidemiólogos, etc., trabajando, tanteando, por ensayo y error, como se avanza en la ciencia, pero en las redes sociales, hay miles de “expertos”, “enteradillos”, que todos los días nos recomiendan la sangre de Cristo, el secador de pelo, la lejía con vainilla, o el whisky a todo dar. Las redes sociales del siglo XXI son como la energía nuclear del siglo XX: sirve para curar el cáncer o para destruir Hiroshima. Y, claro, en plena cuarentena, para matar el rato los tontos se dedican a decir las mismas tonterías que siempre han dicho los tontos, pero ahora con eco digital.
         Pues resulta que los dignos miembros numerarios de la Real Academia Española, por quienes por el hecho de serlo siento un profundo respeto, excepto por uno, que no lo merece, han decidido reunirse para, “con urgencia”, encontrar “una posible definición y sus consecuencias” del coronavirus, palabra que no aparece en el DRAE. Ya han tenido la primera reunión telemática y la segunda ya se habrá dado cuando se publiquen estas líneas. Con todos mis respetos, insisto, no creo que sea tan difícil definir un virus que tiene un círculo protector-agresor de proteínas en forma de corona, de ahí su nombre. Lo de las consecuencias, no creo que los doctos académicos estén en medida de definirlas sino muy someramente, pues ni siquiera los epidemiólogos las conocen aún en su totalidad. Tanta urgencia viene dada porque desde el inicio de la cuarentena ha habido 84 millones de consultas a la RAE de palabras que sí existen, como pandemia, cuarentena, confinar, resiliencia, epidemia, virus, triaje...
         Dicho esto, hay una segunda discusión entre los académicos, en la que, ahora sí, me atrevo a participar, y esta es sobre el género de ciertas palabras relacionadas con el virus. El idioma inglés no tiene este problema y lo sabemos los traductores que traducimos un relato de un asesino en serie, depredador sexual y ladrón, y a mitad del relato aparece un she, ella, y hay que cambiar todo pues se trata de una asesina, depredadora sexual y ladrona. El alemán se defiende con sus neutros, que hacen tan complicado que un alemán atine con el género cuando habla español, pero las lenguas romances tienen todas su género bien definido, donde el pronombre es obligatorio en francés y en español mucho menos, pues casi siempre la terminación define su género. Parece ser, por la información filtrada, que no hay discusión alguna sobre el hecho de que el virus, masculino, el SARS-COV 2 —el 1 ya fue descubierto en 2002— es un acrónimo de severe acute respiratory syndrome (coronavirus 2), o síndrome respiratorio agudo grave, producido por un conavirus, el segundo que se detecta. Virus y síndrome son ambos masculinos, por lo que en español el virus que nos flagela es el SARS-COV 2, si queremos respetar el acrónimo en inglés.
         La discusión viene por la COVID-19 —sí, la— porque este es un acrónimo del inglés CORONAVIRUS DISEASE (enfermedad) 2019. Es decir, el virus SARS-COV 2 produce una enfermedad que es la COVID-19. Pero hay un grupo de académicos que arguye que por tratarse de un “sustantivo” debe ser masculino. Lo lamento, pero no puedo estar más en desacuerdo, es un acrónimo de una enfermedad, como la malaria, la tosferina, la diabetes o la hepatitis. Si algunos acrónimos de enfermedades se han sustantivado en masculino, como el sida, es sencillamente porque cuando apareció no se sabía exactamente lo que era, era un síndrome, y ese masculino del síndrome prevaleció a la hora de sustantivarlo. Así, que, cuídense mucho, que nadie les contagie el virus, ni se lo contagien a nadie, y así se libren de la COVID-19.

luisroberts@gmail.com



Año VIII / N° CCCII / 4 de mayo del 2020





Otros artículos de Luis Roberts:

lunes, 27 de abril de 2020

Libros análogos o digitales, o La lectura cuando no disponemos de libros [CCCI]

Sérvulo Uzcátegui Gómez


 
En la ciudad de la mitad del mundo no abundan
los libros venezolanos


 

         Mi reciente estadía en Venezuela en la Navidad pasada volvió a despertar en mí la nostalgia de leer mis autores predilectos, venezolanos muchos de ellos, los cuales no pueden hallarse en las librerías de Quito. Pero una serie de desafortunados sucesos (que serían muy largos de explicar aquí) me impidieron llevarme mis libros. Y así fue el caso que, aunque volví a mi apartamentico alquilado con un montón de vivencias, ropa de invierno de mis años en Alemania que ha resultado ser de gran utilidad aquí y un montón de documentos que pude rescatar oportunamente, una vez más volví sin libros de autores venezolanos.
         Esa circunstancia me hizo retomar mis lecturas en formato digital, es decir, en los formatos .doc, .docx, .epub y .pdf, a los que ya estaba recurriendo. A esa situación debo añadir ahora la circunstancia por todos conocida y padecida del confinamiento involuntario producto de la pandemia, que me ha hecho tomar conciencia de cuán necesarios (y a veces hasta indispensables) se han vuelto esos soportes digitales, aun cuando para mis adentros sigo siendo un hombre de libros, de los libros de toda la vida.
         Porque el libro ha sido nuestra principal fuente de acceso al conocimiento a lo largo de los siglos, y de pronto, en apenas un parpadeo del tiempo de la historia humana, aparecen los llamados libros digitales, una evolución del formato del libro que surgió con el advenimiento de las computadoras personales (en las que empecé a trabajar hace algo más de veinte años), potenciado luego por la llegada del Internet, y aún más en los últimos diez años, con el boom de los smartphones. Un hecho tan transcendente como ése volvió analógicos (o análogos, una expresión que viene del campo de la electrónica) a los viejos libros, en contraposición con los nuevos digitales. Estos últimos son los que ahora estoy leyendo. Aquí en Quito solo tengo algo más de una docena de mis viejos libros analógicos casi todos en alemán, pero una verdadera montaña de libros .docx, .epub y .pdf se agolpan en el disco duro de mi laptop, dos discos duros externos y numerosos CD y DVD de datos, en gran parte respaldos de los archivos de mis hermanas, humanistas, intelectuales y ávidas lectoras las dos, con obras de autores tan diversos como Michel Foucault, Gaston Bachelard, Maurice Blanchot, Étienne Gilson o George Steiner, y narradores tan dispares como J.R.R. Tolkien, Antonio Tabucchi, Sandor Márai o Henning Mankell. Y eso sin contar mis propios libros, autores e idiomas.
Debo confesar que, ante semejante avalancha de libros, pido a Dios que dé un empujoncito a mi disciplina personal para poder leerlos todos. Esta cuarentena de desenlace abierto es una gran oportunidad para ello, y al mismo tiempo es una situación que, al menos en lo que al ámbito personal se refiere, resuelve a modo de hecho consumado el conflicto entre lo análogo y lo digital en la lectura a favor de lo digital.

suzcategui2012@gmail.com




Año VIII / N° CCCI / 27 de abril del 2020




Otros artículos de Sérvulo Uzcátegui Gómez

jueves, 23 de abril de 2020

La eterna riña de dos hermanas siamesas [CCC]

Ninson Mora



¡FELIZ DÍA DEL IDIOMA!

 
Batalla Naval del Lago de Maracaibo (1823)



         Por un lado, la lengua, que refleja y defiende con profundo rigor las convenciones sociolingüísticas: todo aquello que ayuda a evitar el surgimiento de una cataclísmica Torre de Babel dentro de un mismo sistema de comunicación. Suele ser más cerrada y estricta, sobre todo en lo relativo a los preceptos gramaticales, pero (aunque muchas veces reacia) no cohíbe ni mucho menos prohíbe la evolución léxica, siempre y cuando esta responda a una necesidad sociolingüística real.
         Por el otro, el habla, que aunque en términos generales suele seguir a su hermana más tradicional y comedida, tiende a ser rebelde, se inclina más hacia lo informal, hacia lo sabroso de la expresión natural, pero lamentablemente también suele emplearse como excusa superficial para justificar invenciones léxicas que más que evolución (proceso al que suelen atribuírsele) parecen reflejar indolencia, descuido o incompetencia del individuo o grupo de individuos que las proponen, conduciendo ineludiblemente al empobrecimiento del medio de expresión.
         Por lo general, cuando levantamos la ceja al leer un texto, solemos evocar con marcada suspicacia y poco cariño y respeto a dos consagrados villanos de las producciones lingüísticas: el descuidado, flojo o incompetente traductor que escribe pero no traduce y la conveniente y discrecionalmente desacertada Real Academia Española.
         Palabras como compleción (hasta hace poco, la única entrada del DRAE para denotar la acción y el efecto de completar), cumplimentar e incluso compartición están registradas y debidamente expuestas en el “Libro Gordo de Petete” panhispánico, pero en realidad parecen ser muy pocos los hablantes (si es que los hay) que emplean naturalmente la palabra compleción para referirse al proceso o al efecto de completar y, en su lugar, prefieren el uso de completación, lo que por simple lógica evolutiva condujo a la reciente inclusión de este lema en el odiado pero siempre consultado diccionario de la lengua española. Siempre sentí que compleción lamentablemente había nacido con algún defecto congénito, algo pareciera faltar en esa inflexión tratándose de un término que aparentemente proviene del verbo completar. Completación, por su parte, pareciera gozar de mayor integridad morfológica y etimológica, aunque muchos sigan sintiendo que su salud fonética dista mucho de lo agradable y más aún de lo perfecto. Otro vocablo relacionado es completitud: lo defiende la lengua, lo detesta el habla. Por lo general, recurrimos a fórmulas o voces “salvadoras” como lo completo de o integridad para evitar ese completitud que nos convertiría en los hazmerreír o en los “malhablados” del grupo.
         En el caso de cumplimentar, aunque su primera acepción en el DRAE nos dice que tiene que ver con ‘hacer un cumplido’ (o algo por el estilo), suele figurar en los diccionarios bilingües como una opción para fill in, pero en realidad creo que nunca me atrevería a usar este verbo para denotar algún cumplido y muchísimo menos para dar la idea de llenar o rellenar (un formulario, por ejemplo).
         Por otra parte, compartición comparte con completación su salud lingüística, pero lamentablemente también parece producir la misma aversión fonética, lo que causa la impresión de que su uso habitual y masivo está proscrito entre los hispanohablantes. En general, desconozco la causa, porque si de la fonética dependiera, no se utilizaría tanto en Maracaibo la expresión vergación (que más bien funciona como una interjección para denotar gran asombro, sorpresa o indignación) y, sin embargo, es una palabra de uso muy común en esta ciudad del extremo occidental venezolano. El hecho es que muchos prefieren incluso usar compartir (la nominalización del infinitivo) antes que aceptar la justa pero “indigna” validez de compartición. “Este viernes tendremos un compartir en la empresa” (¡Vergación!).
         Es tan avasallante e implacable el escrutinio al que es sometida la RAE a diario por sus desaciertos, o supuestos desaciertos, que me atrevería a basar en ello la explicación para que hayan incluido recientemente en su diccionario general el adefesio lingüístico accesar, triste invención del campo de la informática (sí, muy probablemente con la decisiva ayuda del traductor descuidado, flojo e incompetente) que prefirió crear un monstruo antes que reconocer que ya existía y existe en la lengua española un verbo que puede denotar perfectamente la acción de ‘obtener acceso a’, aunque su primera acepción haya sido tradicionalmente la de ‘consentir en lo que alguien solicita o quiere’, que es el verbo acceder. “Pudo accesar el sitio web luego de varios intentos”, “Pudo acceder al sitio web luego de varios intentos”. ¿Cuál de esas dos expresiones infringe de manera subyacente la norma de la economía del lenguaje? Afortunadamente, el Diccionario Panhispánico de Dudas, de la misma RAE, sigue proscribiendo enfáticamente el uso, según ellos, del americanismo, accesar.
         Propuestas como millardo o implementar, con los infaltables pros y contras lingüísticos y extralingüísticos, parecieran responder decentemente a la tan aludida economía del lenguaje al permitir expresar con una sola palabra conceptos que (a diferencia del idioma inglés, por ejemplo) solían requerir el uso de frases nominales o verbales para su comunicación efectiva. Ahora bien, en casos como accesar y voces similares como aperturar (ámbito financiero), significancia (ámbito estadístico) y app (ámbito informático-publicitario), pareciera que la genuina necesidad lingüística inexplicablemente pierde terreno ante la indolencia del hablante y la terrible indiferencia indiscriminada del autor, el especialista o el traductor que tratan de solventar sus dificultades de expresión o comunicación con semejantes invenciones que lejos de contribuir al enriquecimiento del léxico español, parecieran empujarlo irremediablemente hacia el enorme y aterrador agujero negro de los sinsentidos.
         Otro ejemplo que ilustra claramente el constante “tira y encoge” entre la lengua y el habla, y que aprovecho para traer a colación en esta oportunidad debido a su ya frecuente y masivo uso impulsado por la ingente expansión de los servicios de mensajería instantánea y las redes sociales, es el término emocicono, perfecta contracción española de las voces emoción e icono, y las pobres traducciones emoticón o emoticono, siendo sorprendentemente este último el único de los tres vocablos que registra el DRAE hasta la fecha, con la definición de ‘representación de una expresión facial que se utiliza en mensajes electrónicos para aludir al estado de ánimo del remitente’. Aparentemente, la lengua tendría sobrados argumentos para declarar que emocicono goza de plena salud lingüística, pero caprichosamente el habla parece haber desahuciado este término en favor de sus poco evolutivas y muy revolucionarias alternativas, algo que podemos comprobar fácilmente al “googlear” (¡y vaya que es traviesa el habla!) estas tres voces.
         Ahora que lo pienso mejor, el habla podría defender a aquella tarada o perversa persona del registro civil que dio al niño el nombre oficial de “Ro-ro-roberto” en lugar de Roberto, que era como quería llamarlo originalmente su padre tartamudo (a quién la lengua literalmente le jugó una mala pasada, ¡y más aún al niño!).

eventum2006@gmail.com



23 de abril del 2020 / Año VIII / N° CCC




Otros artículos de Ninson Mora:

lunes, 20 de abril de 2020

El drama de un lector en tiempos del virus [CCXCIX]

 Luis Roberts




 
James Joyce a la vista de todos en una calle de Dublín.
Escultura de Marjorie Fitzgibbon (1990)





         Sólo raras y justificadas veces me ha gustado escribir sobre experiencias personales, pero en el momento que estamos viviendo todo es raro y todo, en este sentido, está justificado. Los que me quieren me animan desde hace años a escribir una novela con contenido autobiográfico o una autobiografía novelada, pero o por miedo, o por esperar a vivir más y así tener más que contar, no lo he hecho, pero me da la sensación de que después de esto, de esta guerra que estamos viviendo, ya todo será otra novela para mí y para todos, así que igual me animo, si sobrevivo. Este introito no es más que una justificación de lo que voy a contar.
         Cuando yo tenía 18 o 19 años, y ya desde los 14 era un ávido lector, me arriesgué a leer el Ulises de Joyce y, para mayor inri, en inglés. Mi nivel de inglés y mi edad no daban para Joyce, así que abandoné a las pocas páginas el proyecto. Conseguí una traducción argentina, pero tampoco mi nivel de argentino era suficiente para superar la barrera de Joyce y también tuve que abandonarlo. Años, pocos, más tarde, se publicó una traducción decente y por fin conseguí leer esa maravilla.
         Esta cuarentena, que a mí en la faceta del enclaustramiento no me afecta tanto, pues mi vida normal es muy parecida: con las salvedades de la ida a la universidad y a hacer compras de alimentos, la dedico a pensar, a escribir, a corregir y, sobre todo, a leer. Hay un libro que hace años que quiero leer por mi admiración a su autor, Richard Dawkins, The God Delusion, que en Amazon vale sólo 20 euros, pero pedir hoy algo de fuera es un verdadero espejismo, porque si no nos mata el covid, nos puede matar la falta de gasolina y por lo tanto el hambre o el aburrimiento. Así que busqué en Internet (a veces me funciona), encontré y descargué una traducción española. Son 330 páginas, de las que llevo leídas 120, así que sé de lo que hablo. Es la traducción más espantosa que me he encontrado en mi vida, bueno, de las más espantosas, y lo peor es que el “traductor ad honorem” es venezolano; me di cuenta ya en la segunda o tercera página, con traducciones de un Oh, yeah!, como Sí, Luis, o con lindezas como escoñetao, entre otras huellas digitales. No digo el nombre por si alguien lo conoce y le hace pasar vergüenza. El hecho es que por masoquismo o por apego a mi oficio de corrector, no he dejado el libro a pesar de que, a veces, paso más tiempo juzgando los horrores de traducción, sintácticos, ortográficos, de puntuación, etc. que oyendo lo que me dice Dawkins, lo que me obliga a releer varias veces.
         Paradójicamente, siento por este traductor una cierta admiración: un hombre que, obviamente, sin ser traductor, ha dedicado ¡vaya usted a saber cuántas horas de su vida! a traducir un libro para subirlo a Internet con el solo objetivo de hacer llegar el mensaje de Dawkins, el mayor representante actual del ateísmo científico, a todos aquellos a quienes les interesa pero que no pueden comprar el libro. Es como los fansubs, los que suben a Internet subtítulos de series y películas “gratis et amore”, sin ningún parámetro de calidad, por supuesto, algo que es un trabajo por el que se cobra y del que vivimos miles de traductores.
         Afortunadamente tengo muchos libros físicos y virtuales con los que llenar mis horas de cuarentena, pero este, el de Dawkins, a pesar de los pesares, lo terminaré. Sí, Luis Roberts.

luisroberts@gmail.com



20 de abril del 2020 / Año VIII / N° CCXCIX



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