lunes, 29 de octubre de 2018

Al alimón, al alimón, el puente se ha caído [CCXXXII]

Edgardo Malaver



Ilustración del dibujante Daniel Perea para un reportaje
de la revista
La Lidia, de 1886



         En medio del jardín de la escuela, jugando con otros niños, dominados como estamos por el ímpetu de gritar más alto, de correr más rápido, de jugar, jugar, jugar hasta que se extinga el mundo y todo lo que en él existe, no nos percatamos —ni pretendemos percatarnos, ni en ese momento ni nunca más—, de lo que dicen las canciones que cantamos y que cantamos siempre con la prisa de terminar de pronunciarlas antes que los demás, fantaseando con la dulce ilusión de que nos las sabemos mejor que todos nuestros amigos. A menos que seamos Funes el memorioso —o el propio Jorge Luis Borges— en aquella edad ideal, todo es imagen y sonido... aunque observar y escuchar no es precisamente lo principal.
         A esa edad, diría C.S. Lewis (el de Narnia, sí), nos pasa como a los falsos amantes de música: no nos interesa más que poder tararear la melodía, y como a los malos lectores de narrativa: no nos interesa más que la anécdota. En el preescolar —cuando yo era niño se llamaba, con una sonoridad mucho más alegre, kínder—, repetíamos, por ejemplo: “Alelimón, alelimón, el puente se ha caído...”. No sabíamos lo que decíamos y no lo sabemos ahora, pero está impreso en nuestra memoria más entrañable. Sólo al tropezar, en otro tipo de discurso, la locución al alimón, que es bastante formal, llega uno a comprender cómo estaba íntimamente conectado lo que hacíamos con lo que cantábamos al jugar.
         Todos los diccionarios que incluyen esta construcción dicen que equivale a ‘conjuntamente’, ‘en cooperación’, ‘uniendo fuerzas’. El de la Academia, que en el caso del juego infantil lo escribe como una sola palabra, alalimón (claro, es sustantivo), lo define, curiosamente en pasado, así:  “Juego de muchachos que, divididos en dos bandos y asidos de las manos los de cada uno, se colocaban frente a frente y avanzaban y retrocedían a la vez cantando alternadamente unos versos que empezaban con el estribillo Alalimón, alalimón”. Pues sí, eso es, aunque lo escriban con a y no con e, pero...
         ¿Y de dónde viene, entonces, al alimón? Es un lance taurino. Se hace ‘asiendo dos lidiadores un solo capote, cada uno por un extremo, para citar al toro y burlarlo, pasándole aquel por encima de la cabeza’. ¡Lo que hacen los niños que juegan alelimón! Pasar por debajo de algo. En el caso de los niños es un puente que al instante termina cayéndose. El “puente” que construyen los toreros para atraer al toro también se desvanece cuando él embiste. Y a inocencia del animal en la lidia se parece a la nuestra en el juego cuando cantamos sin reparar en el artilugio de nuestras propias palabras.
         El encanto más notable de la literatura oral es que hoy puede tener una forma y mañana ser otra cosa; aquí puede ser sangre y más allá, canción. Entre más formas y versiones nacen de ella, más rica es, y estando hecha de lengua humana, el cambio garantiza su permanencia. Las diferentes versiones de esta cancioncilla (y nuestro supuesto error en la pronunciación del primer verso) en España, en Cuba, en México, en Venezuela sólo indican que su belleza y su sentido entre más crecen más nos identifican,  dondequiera que la aprendamos... porque nadie acepta convertir lo que cantó, lo que aprendió, lo que vivió en el jardín de infancia en cáscaras de huevo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXXXII / 29 de octubre del 2018


lunes, 22 de octubre de 2018

Diáspora e intertextualidad cotidiana [CCXXXI]

Isabel Matos



Angelina Jolie, embajadora de ACNUR, se reunió en Lima 
con embajadores lingüísticos de Venezuela (foto: EFE)




         Cuando algún miembro de mi familia más cercana empieza a decir: “Chico, sabes que estaba pensando…”, casi inevitablemente otro de nosotros lo interrumpirá y añadirá: “Sano ejercicio,doctor”. Luego de algunas risas compartidas, el relato continúa sin problema. Se ha convertido en un chiste familiar algo, que nos enseñó Les Luthiers en uno de los tantísimos números de comedia (si no los conoce vaya ahora mismo a Youtube y busque cualquiera de sus videos, le encantarán). Al día siguiente la tía divertida llamará a cualquier sobrino a la cocina al grito de “¡Rosendo, ¿te monto la arepa?!”, mientras que en la casa del vecino parece que se va la luz y alguien le reclama a los “espíritus chocarreros”. Y es que la intertextualidad cotidiana compite con la arepa por su puesto en la mesa diaria.
         Pareciera que encontramos en otros textos esas palabras exactas para nuestro sentir y sin vacilar las usamos, seguros además de que el otro entenderá nuestro mensaje. Cuando el interlocutor no encuentra el referente original, ocurre la catástrofe. “¿Cómo no sabes cuáles son los espíritus chocarreros? Tú como que nunca viste televisión”. Comprender esa relación intertextual tiene mucho que ver con la cultura que manejan los hablantes. Tiene que existir un punto de encuentro cultural, ya sea contemporáneo o histórico, para que la relación fluya correctamente. Los ejemplos que escogí para este artículo muestran ciertos puntos de conexión que van más allá de las fronteras venezolanas. México, Argentina y Venezuela se encuentran unidos intertextualmente en pequeños chistes en mi familia.
         Sobre el tema del encuentro cultural. ¿Cómo se estarán manejando los tantísimos venezolanos en el extranjero con sus referencias en la maleta? ¿Cuántas de estas referencias serán comprendidas por el país de llegada? El poco tiempo que he pasado fuera del país he sentido cómo mi vocabulario se parecía un poco al de Dora la exploradora. Tratando de minimizar los malentendidos y mantener el canal abierto. Pero, ¿y las referencias?
         Será ya trabajo de los institutos de lingüística, filología o cultura de cada país estudiar la influencia intertextual de la diáspora venezolana en la literatura, en la cotidianidad y el habla local. ¡Gracias a Dios la intertextualidad no es algo exclusivo de la literatura! Tendríamos que buscarle un nombre nuevo a este hermoso e interesante aspecto en la oralidad. Es curioso que estudiemos, casi como a bichos raros, algo sin lo que no sabemos hablar.

isabelmercedes@gmail.com



Año VI / N° CCXXXI / 22 de octubre del 2018




Otros artículos de Isabel Matos:

lunes, 15 de octubre de 2018

El ADN venezolano [CCXXX]

Laura Jaramillo



Los zulianísimos huevos chimbos también son parte
del ADN venezolano



         Creo en las malas energías. Los seres humanos somos un imán, porque todas las energías se nos pegan. ¿No les ha pasado que a veces pueden sentir un corrientazo cuando tocan el pomo de la puerta o cuando tocan a otra persona? Es porque están cargados. De hecho, el técnico de la computadora me dijo que uno podía descargar la propia energía y quemar una pieza.
         Yo, pa limpiarme lo malo y que se me pegue lo bueno, me baño con jabón de coco. Hace días fui a comprar un jaboncito de esos, y al chamo que atiende le hago varias preguntas:
         —Buenos días, ¿tienes jabón de coco?
         —Sí.
         —¿A cómo?
         Cuando me da el precio, pelo los ojos como Homero Simpson. Y le pregunto dos cositas. La primera es que si el precio es en soberanos o en yuanes. La segunda es que si, al menos, es grande, y él me hace seña con la mano como pa dibujarme el tamaño del jabón. Luego, con mi más suprema inocencia, le pregunto:
         —Pero ¿es grueso?
         Ahora es el muchacho el que pela los ojos.
         Alguna vez recuerdo también que en una ferretería el vendedor echando vaina dijo: “No lo llame pega, llámelo pego”, haciendo referencia al pego con el que se pega la cerámica.
         En otro caso similar, una señora llama a mi casa y me pregunta que cómo estoy, yo le respondo que bien y le pregunto que quién es. Ella se queda callada, y a los segundos me dice: “Ay, como que metí el dedo donde no era”.
         Hace tres días, una profesora, muy querida ella, me pregunta: “¿Tú vas vía metro?”, y le contesto que sí, y ella me dice: “Ah, bueno, voy a aprovechar pa agarrarte la cola”. Gracias a Dios no fue literal.
         La respuesta del chamo al yo preguntarle por lo grueso del jabón fue:
         —Ay, señora (aunque prefiero doña), eso sonó feo. En Venezuela, hay cosas que no se pueden decir porque después el chaleco es grande.
         Yo solté una carcajada y le respondí:
         —No, chico, no hay palabra mal dicha, sino mal interpretada.
         Lo que sucede es que los venezolanos hablamos siempre con el doble sentido por delante, y eso es así porque lo llevamos en el ADN. Es supremamente imposible deslastrarnos de ese instinto, pues perderíamos algo tan importante como es la cultura, la idiosincrasia venezolana.
         Nuestras creencias nos definen, pero nuestro lenguaje también. Nuestras palabras, nuestras expresiones, nuestra verborrea, nuestro regionalismo, todo nuestro hablar es único. Como dicen por ahí: solo en Venezuela.

laurajaramilloreal@gmail.com



Año VI / N° CCXXX / 15 de octubre del 2018




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lunes, 8 de octubre de 2018

No volveré a ser joven [CCXXIX]

Luis Roberts


Mientras todos se escondían de las balas, Adolfo Suárez
conserva su firmeza ante los golpistas españoles de 1981



         Mi madre, católica, en vez de colgar sobre mi cama de niño un crucifijo, como era habitual, colgó un cuadro que enmarcaba un pergamino con el poema de Rudyard Kipling “Serás un hombre, hijo mío”. Lo sabía de memoria, a fuerza de leerlo esperando que me apagasen la luz, pero el primer cuarteto se convirtió para siempre en mi leitmotiv, mi mantra, mi aliento, en los momentos más duros de mi juventud, y los hubo en cantidad:

Si puedes mantener intacta tu firmeza
cuando todos vacilan a tu alrededor
Si cuando todos dudan, fías en tu valor
y al mismo tiempo sabes exaltar su flaqueza...

       Y el último remate, el último cuarteto, el colofón:

...Y si puedes llenar el preciso minuto
en sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
tuya es la tierra y todo lo que en ella habita
y lo que es más, serás un hombre, hijo mío.

       Hoy diríamos, la natural inclusión: “Serás una persona valiosa, hijo mío”. Nada de “hombre”, arrobas ni “X”.
       Mucho más adelante, descubrí y conocí a uno de los más grandes poetas de la generación del 50 en España: Jaime Gil de Biedma. Su retrato ya es surrealista, aunque él huyó del surrealismo en poesía: castellano reciclado en Cataluña, millonario y máximo ejecutivo de su empresa familiar, comunista y homosexual. Murió en 1990 de sida junto a su pareja y ambos fueron incinerados juntos. ¿De película? Sí, y hay una. Pero uno de sus poemas está esculpido en una pared de la entrada de la Facultad de Filosofía de Madrid. Se titula “Nunca volveré a ser joven” y lo escribió en 1968.

No volveré a ser joven
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
—como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
—envejecer, morir, eran tan solo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

       No he olvidado a Kipling, pero, lógicamente, el paso del tiempo, ya mucho, me obliga a mirar en silencio a los ojos de Jaime Gil de Biedma y sonreírle.
       Por cierto, esto no es un onanismo estético, aunque también, es, o intenta ser, un mensaje a nuestros jóvenes, a los que sufren, a los que se desesperan por no ver futuro, a los que huyen espantados, a los que no pueden huir y se rinden, este es mi humilde consejo: no pierdas la perspectiva final de Gil de Biedma: “...envejecer, morir, es el único argumento de la obra”, pero hasta ese momento repite como un mantra el verso de Kipling: “Si puedes mantener intacta tu firmeza cuando todos vacilan a tu alrededor...”.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXXIX / 8 de octubre del 2018



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