lunes, 28 de enero de 2019

Tiros que salen por la culata [CCXLV]

Edgardo Malaver



Rin Tin Tin y Rusty resolvían todos los misterios



         Cuando era pequeño, no me cabía la palabra culata en la cabeza. Es decir, oía decir, por ejemplo, Al gobierno le salió el tiro por la culata y no me quedaba claro lo que era la culata. Se me parecía remotamente a otra palabra que no había que decir, pero ni siquiera así me insinuaba la musa su significado. Un día, sin embargo, viendo un capítulo de Rin Tin Tin —puede haber sido también de El Zorro o de Jim West—, un soldado dispara un arma larga y la bala le sale por detrás, le roza el hombro y él queda confundido. Minutos después se descubre que los muchachos buenos han alterado todas las armas de los malos “para que se disparen por la culata” y poder escapar de ellos. O sea, ¡la parte del rifle que se pone en el hombro era la culata! ¡Qué descubrimiento!
         La escena se grabó sólo para que yo entendiera la dichosa expresión —porque no recuerdo ni un segundo más de aquel capítulo—, pero a mí me molestaba el hecho de que el ahora evidente origen de la expresión fuera militar. Lastimosamente, en la historia del mundo, especialmente cuando los países son jóvenes como por este lado del mundo, pululan los capítulos militares y, de manera natural, estas historias desembocan en la lengua. La historia particular de Venezuela, como lo demuestra el español que habla, está salpicada de episodios en que, individual o colectivamente, algunos tiros ha salido por la culata.
         En 1810, cuando los “niñitos de papá” de Caracas decidieron tomar por el brazo al entonces capitán general de la colonia, Vicente Emparan, se produjo quizá el primer episodio de la historia de Venezuela en que un personaje hizo un tiro que le salió por la culata. Emparan, acorralado por los burgueses, los intelectuales, los comerciantes y demás “influencers” de la época, en cuestión de minutos vio su territorio reducido a los límites de su despacho frente a la Plaza Mayor. De repente, debe haber pensado que el balcón era la salida. Así que se asomó. El padre Madariaga debe haber pensado que se iba a lanzar al pavimento y lo siguió. Pero el debilitado Emparan pretendía en realidad apelar al espíritu democrático del pueblo, que nunca le había importado, para zafarse de aquel atolladero. Vio en la plaza a la gente que acaba de salir de la misa de Jueves Santo a que los hermanos Salias le habían impedido asistir, y disparó: “¡¿Ustedes quieren mi mando?!”. Ya sabemos que, a la señal de Madariaga, la gente contestó con un no que fue como un proyectil que derribó a Emparan con culata y todo.
         En 1957, el dictador Marcos Pérez Jiménez, comprendiendo que sería imposible ganar las elecciones que la ley lo obligaba a convocar en diciembre de ese año, decidió cambiar la convocatoria para un plebiscito. Es decir, la votación sería a favor o en contra de su continuidad en el poder. En la mañana siguiente a la consulta, hasta llegaron a publicarse cifras iniciales de conteo de votos que daban como ganadora la opción del no, pero Pérez Jiménez ordenó invertir los resultados y se proclamó presidente para un segundo período, hasta 1963. Ese fue el tiro; la culata por la que salió fueron los militares que no se sintieron contentos con la trampa, y un mes después, las cosas se le pusieron tan difíciles, que huyó de Venezuela en mitad de la noche.
         Un tercer ejemplo puede ser el de 1998, en que el tiro lo dio una multitud de votantes fascinados por la lengua de capataz de un militarcillo que, creyéndose un cruzado de la antigüedad, seis años antes había intentado llegar al poder a bordo de un tanque de guerra. Con la falacia de la revolución pacífica pero armada, ganó las elecciones y 20 años más tarde, hay gente comiendo de la basura. El tiro de aquellos ilusos nos salió por la culata a todos.
         En los últimos días, muchos de los herederos de aquel personaje han estado disparando palabras que inmediatamente se les devuelven. Y, obedientes como Rin Tin Tin, no han perdido la costumbre de disparar además balas de verdad, que, aunque tardan más que las palabras, como todos los actos humanos, también suelen devolverse.


emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLV / 28 de enero del 2019

lunes, 21 de enero de 2019

La pragmática de la abuela [CCXLIV]

Daniel Álvarez


¿La Luz de los Andes no habrá sido afásica? Monumento
a la loca Luz Caraballo, en Mérida, Venezuela



         Siguiendo el rastro del profesor Edgardo, me topé con un rito que despertó un deseo que yacía acobijado en lo más profundo de mi mente. Desde hace tiempo tenía la intención de escribir un rito dedicado a esos “regalos” que el profesor Edgardo define como “un padre en menor grado”. Esa “aviola”, dicho en latín, que para más de uno fue, o aún es, como una segunda madre. Esas personas que tienen tanta historia para contar, tantos cuentos interesantes, tanta sabiduría de la vieja escuela. Algunas llegan a una etapa, en la cual entenderlas se torna un juego de acertijos y adivinanzas.
         ¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de la competencia pragmática? ¿Cómo entenderíamos a aquella abuela octogenaria, que, para hablarte de una cosa, te nombra otra? ¿Cómo entenderíamos a esa fruta arrugadita, a esa viejita que va por el octavo o noveno piso y aparenta tener la fuerza para seguir subiendo más escalones? ¿Cómo saber qué quiere decir ella con el calentador, o el reloj, o el teléfono, cuando te está hablando de un aparato diferente?
         A veces, pareciera que, para estos sabios veteranos, la tecnología es un aparato multifuncional que puede ser denominado con múltiples nombres que siempre representan el mismo objeto. Muchas otras veces, creo que toman uno de los semas que componen el significado de una palabra y lo usan en lugar de ella. Algo así como denominar un todo por un algo que lo caracteriza. De allí que le digan calentador al microondas, solo porque calienta. En otras ocasiones, solo pareciera que seleccionan, de manera aleatoria, una de las palabras de un mismo campo de significación y la utilizan para representar cualquier otro objeto perteneciente al mismo campo.
         No obstante, me topé con un concepto que, a mi opinión, representa lo que les sucede a nuestros queridos abuelitos. Se trata de un trastorno lingüístico (afasia) conocido como anomia o afasia amnésica o afasia nominal. Wikipedia lo define como “un desorden neuropsicológico, caracterizado por la dificultad para recordar los nombres de las cosas”. Dicho de otro modo, es una incapacidad selectiva para usar determinadas palabras, un trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre. Suele producirse naturalmente alcanzada cierta edad, a partir de la cual la persona comienza a sufrir un grado leve o moderado de anomia. Anatómicamente, es un fenómeno asociado a la “zona de mediación”, aquella parte del cerebro relacionada con los significados léxicamente codificados y con las representaciones de las imágenes acústico-articulatorias.
         Así pues, me di cuenta de que mi abuela no se estaba volviendo loca, y descarté la posibilidad de una enfermedad más grave. Solo se trata de un olvido selectivo y no persistente, que nos hace poner en marcha nuestros procesos inferenciales para lograr determinar a qué se quiere referir con su léxico particular. Gracias a aquellas marcas ostensivas, a aquellos factores extralingüísticos que maquillan el habla, es que logramos entender a ese viejito, que ha visto pasar tantas décadas, tantas modas, tantas evoluciones tecnológicas, en fin, tantos cambios, que los han hecho sentir extranjeros en su propio mundo.
         Nosotros jóvenes vamos pa esa. ¿cuántos de nosotros ya no padecemos de una afasia anómica prematura?

danielalejandro.alba@gmail.com



Año VI / N° CCXLIV / 21 de enero del 2019



  
Otros artículos de Daniel Álvarez:

martes, 15 de enero de 2019

Ah, su madre [CCXLIII]

Edgardo Malaver Lárez


Carlos Alcántara, en la realidad y en la ficción
protagonista de la serie
Asu mare



         Otra vez me encuentro rodeado del español de Perú... o como dicen aquí, del Perú. Bueno, en realidad no sé. Hace dos años, cuando viene por primera vez, sí me sentía mucho así, pero ahora en todas partes me voy encontrando también lo más bonito y lo más repugnante del español de Venezuela. Pero pretendo hablar de lo que es nuevo para mí, que es el español... del Perú.
         Hace dos años, me llamó la atención una especie de interjección que usaba todo el mundo y que al principio a mí, neófito en la música de esta habla nueva, me sonaba sólo como “¡Asu...!”, que algunas veces era sucedida por un casi ininteligible “¡mare!”. Después de unos días la vi escrita en la televisión como título de una comedia: “Asumare” y después comencé a oír “Asumadre”. Entonces lo comprendí todo. Querían decir: “¡Ah, su madre!”. Era una simple mentada, pero guardando las formas, una vulgaridad decente para expresar sorpresa o asombro.
         También hace dos años, me explicaba mi amigo Douglas Méndez que observaba que la gente de cierto nivel educativo podía darlo todo con tal de no decir “lisuras”, que es como llaman los peruanos las groserías. Los dos pensamos que eso podía ser un vestigio de la conducta colectiva de virreinato, pero tiene que haber otras causas. Por ejemplo, entro en el ascensor de un edificio de residencias y leo: “Está prohibido miccionar en el décimo piso”. Los niños en edad escolar no acostumbran decir siquiera orinar, pero los mayores de 35 años me dicen que cuando ellos estaban en primaria no decían miccionar.
         ¡Ah, su madre! Hay entonces, como en todas partes, gente queriendo cambiar las cosas de la lengua desde arriba o desde la derecha o desde afuera, en lugar de disfrutar lo que viene de adentro. Alguien anda por ahí, también aquí, diciéndoles a los demás, sin sustentación sólida, lo que no deben decir. Gracias a Dios, no todo el mundo obedece. A veces parece más que otras veces que el arbitrario fuera el hablante más que el signo.
         La economía del lenguaje un día hará que no se diga la expresión ¡ah, su madre! completa sino simplemente ¡asu! Algo así ha sucedido en Venezuela con naguará, por ejemplo. Lo fascinante de todo esto es que no importa dónde uno vaya, siempre va a encontrarse con la lengua, y siempre será ella la que le enseñe a uno el rostro el pueblo al que fuere.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLIII / 15 de enero del 2019



Otros artículos de Edgardo Malaver:

lunes, 7 de enero de 2019

Y parió la abuela [CCXLII]

Edgardo Malaver



Fernando Fernán Gómez en El abuelo, película
basada en la novela de Pérez Galdós



         Vamos en un taxi de noche y mi niña de cinco años conversa en el asiento de atrás con su prima de cuatro. Les llaman la atención las luces, los carros, los peatones; no atiendo mucho lo que dicen porque yo voy viendo los letreros. De repente, mi oído se detiene en la palabra abuelo, que ha dicho una de ellas. Mi niña pregunta: “¿Por qué se dirá abuelo? ¿De donde vendrá esa palabra?”. Se asoma al asiento de adelante y me pregunta: ¿Tú sabes, papi?”.
         La de años que he vivido yo con la intención de verificar mi hipótesis sobre la palabra abuelo. Le digo que abuelo parece provenir de la palabra aramea Abba, que equivale a Padre. “Jesús usa esa palabra cuando habla con Dios, que es su papá”. Además, continúo (simplificando el lenguaje de la gramática), el sufijo -uelo significa ‘pequeño’. Entonces, Abba más -uelo da abuelo. Un abuelo es un padre en menor grado, o sea, con menos responsabilidades, que hace menos trabajo con el niño. Aquí salta ella y dice: “Pero mi abuela tiene bastante trabajo conmigo”. Antes de que ella lo diga, yo me doy cuenta, pero sólo me queda exclamar: “¡Ah! ¡Es verdad!”. El taciturno taxista termina sonriendo. Todos en el taxi nos reímos. “Pero el padre es el que nos ama y nos protege en primer lugar y después, como de regalo, viene el abuelo”. Sé que le ha quedado claro, pero le prometo que al llegar a casa lo investigaré.
         Y resulta que ciertamente esa es una de las hipótesis que existen para explicar el origen de la palabra. Otras lucen más probables, a mi pesar. El profesor José Enrique Gargallo, por ejemplo, explica que en realidad la palabra “original” es aviola, en latín, que equivale a abuela (o más bien abuelita). Resulta muy convincente porque no logra uno imaginarse que los romanos de la antigüedad, los varones, hayan sido tan tiernos y cálidos con sus nietos como deben haberlo sido, en Roma y en todas las épocas y en todas partes, las abuelas. Además, los ciudadanos de Roma —y sus esclavos y sus soldados y sus poetas— no debían ser tan longevos como sus mujeres. De modo que hace miles de años, ante el desapego y la desaparición prematura de los padres, la abuelitud debe haber sido con mucha más frecuencia un rasgo más bien femenino que masculino.
         Gargallo no se detiene mucho a explicar cómo cambió la ve por la be en el salto del latín al español, que es quizá el único de la zona románica que lo escribe así. (En ese detalle, mi hipótesis —que, como acabamos de descubrir, en realidad no pensé yo primero— es más convincente.) Si pensamos en el origen arameo, aunque puede traducirse perfectamente a los demás idiomas (porque en todos los idiomas existen los abuelos), es probable que esta palabra tan lejana en la genealogía lingüística haya influido en el español porque el texto del Evangelio, escrito en griego, la conservó en su forma original y luego lo hizo también la traducción al latín.
         El diccionario de la Academia pone una acepción de abuelo, la cuarta, que me parece encantadora: “Cada uno de los mechoncitos que quedan sueltos en la nuca cuando se atiranta el cabello hacia arriba”. Quedan sueltos, se quedan atrás, quedan solos, como los ancianos cuando todos sus hijos se casan, tienen hijos o se van de su lado. El pueblo también suele ironizar cuando una situación empeora o se intensifica, diciendo: “Éramos pocos y parió la abuela”. Son éstas, y otras que no caben aquí, señales del contenido profundo de una palabra que nos acompaña desde la antigüedad porque palpita en nuestras emociones y en la historia de cada familia. Y precisamente la historia de una familia, de un linaje, de su nombre, puede nombrarse por medio de una palabra que deriva de abuelo. Así que ella misma es una palabra con mucho abolengo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLII / 7 de enero del 2019