lunes, 26 de diciembre de 2016

Perú (II) [CXXXVI]

Edgardo Malaver


Pizarro Going to Peru (1878), de Constantino Brumidi,
en el Capitolio de Washington



         A los niños siempre nos llama la atención que la lengua, que a nuestro juicio debería ser uniforme y regular, sea tan caprichosa y zigzagueante. A uno le enseñan en la escuela (o comienza a oír en casa) nombres como Francia, Colombia, Nigeria, y de repente comienza también a escuchar que algunas personas, de la nada, dicen “la India”, “los Países Bajos”, “el Perú”. ¿Por qué le sacuden a uno el mundo de esa manera?
         Más tarde descubre uno que no todos esos nombres que parecen requerir el artículo lo necesitan de verdad. Perú, por ejemplo, puede funcionar con artículo y sin él. Y después se descubre que algunos de estos nombres sólo en los lugares así nombrados tienen el artículo siempre. Perú, por ejemplo. En Venezuela no es frecuente, ni remotamente, que los hablantes digan “el Perú”, pero en Perú, no hay nadie, excepto los extranjeros, que diga nunca solamente, así, con desamparo, “Perú”.
         Este uso, por lo menos en el país de los incas, de ninguna manera es nuevo. En 1526, en su segundo viaje, Francisco Pizarro convenció a 13 de sus hombres de quedarse con él en la Isla del Gallo, en lugar de obedecer la orden de regresar que le enviaba el gobernador de Panamá, trazando con la espada una raya en el suelo, señalando al sur y diciéndoles: “Por aquí se va al Perú a ser ricos, por aquí se va a Panamá a ser pobres. Escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere” (Lorente, 2005, 107). Se decía así en tiempos fundacionales y así se dice ahora.
         Parece que pasa lo mismo en Argentina y en Ecuador. Hasta donde ha llegado mi oído, los ciudadanos de estos países sólo dicen, respectivamente “la Argentina” y “el Ecuador”. Yendo por ese camino, me percato de que América del Sur es como un manantial de lugares que tienen nombres a los que a veces les toca aparecer con artículo y otras sin él. Incluso existe una “regla” al respecto, en la que el uso del artículo “es natural” cuando el país lo lleva en su nombre oficial: República del Ecuador, República del Paraguay, República del Perú, República Federativa del Brasil, República Oriental del Uruguay. Curiosamente, el nombre oficial de Argentina es República Argentina. El Salvador, que no es sudamericano, no entra en el grupo porque el artículo forma parte del nombre en todos los casos.
         Estas “sacudidas” pueden contrariarnos un poco cuando comenzamos a aprender español, como nativos o como extranjero, pero no representan problema alguno para la lengua misma. Pizarro desobedeció aquella orden y a cambio consiguió la autorización del rey para conquistar Perú, es decir, para encontrar inmensa cantidad de riquezas. De igual modo, la lengua gana en matices, es decir, en riqueza, cuando en unos lugares se observa fielmente la “norma” y en otros lugares, a veces se hace lo mismo, y otras, otra cosa.

emalaver@gmail.com



Bibliografía
Lorente, S. (2005). Escritos fundamentales para la historia peruana. Lima: COFIDE-Universidad de San Marcos.





Año IV / N° CXXXVI / 26 de diciembre del 2016

lunes, 19 de diciembre de 2016

Hayaca [CXXXV]

Edgardo Malaver


De la página 643 de la 15ª edición
del diccionario de la Academia (1925)



         Una vez, en el año 2000, trabajando como corrector en una revista, hice una travesura. En la edición de diciembre se me estaba escapando un error inmenso en un reportaje sobre las comidas venezolanas de Navidad. La palabra hayaca aparecía en casi todos los párrafos y yo no me daba cuenta. Un minuto antes de devolver el material al jefe de redacción, mi ángel de la guarda se apoderó del control de mis ojos e hizo que mi vista cayera sobre la dichosa palabra que se agazapaba sobre el papel entre las demás, que, cómplices, la escondían.
         Me devolví, me senté de nuevo en mi escritorio y cogí el diccionario, dominado por una pregunta, más que por una duda: “¿Por qué Álvaro Melgarejo, el periodista más correcto del estado, habrá escrito hallaca con ye?”. Y el diccionario, mirándome con los ojos de mi madre cuando me increpa: “¡¿Esa es la educación que yo te he dado?!”, me respondió: “Pastel de harina de maíz relleno con pescado, carne en pedazos pequeños u otros ingredientes, que, envuelto en hojas de plátano, se hace en Venezuela, especialmente en Navidad”. O sea, Melgarejo, como siempre, sabía lo que estaba haciendo.
         Qué tentación. Si un día, en el Sol de Margarita, había despertado el escándalo de todos al poner tilde a la mayúscula inicial del apellido del gobernador, lo cual estaba respaldado por las reglas del español, ¿qué destino me esperaba si dejaba, en apariencia, mal escrita una palabra tan importante en diciembre en toda Venezuela? Pero qué delicioso iba a ser ponerle el diccionario en la cara al director cuando viniera a reclamar que yo había dejado escapar un error de aquel tamaño (que para mí se había reducido inmensamente al pasar por la conciencia de Melgarejo). Iba a ser placentero demostrarles a todos en aquella revista que nadie corregía a los correctores, excepto cuando eran los redactores quienes se equivocaban. Qué tentación.
         Además, había sostenido con Melgarejo conversaciones sobre la manía de la gente de creer que la Academia tiene siempre la última palabra y, a pesar de ello, no hacerle caso nunca. Todo desembocaba siempre en la idea de que nadie se fija en cómo se escriben las palabras... en los medios de comunicación, se entiende. Así que aflojé mi resistencia y me dejé tentar por el diablito de la travesura. No corregí el “error” y entregué la que aquella tarde fue la última prueba que debía leer.
         (Ahora que Internet lo permite, he descubierto que la palabra hayaca, aunque con una definición más amplia, ha estado en el diccionario desde 1925, que desde el 2001 aparece al mismo tiempo como cubanismo y venezolanismo y que en este último caso tiene, como ortografía alternativa, hallaca.)
         En la noche, según me contaron, llegó Melgarejo a la redacción y preguntó por mí. Y todos les respondieron que ya había terminado mi turno. La tarde siguiente fui yo quien preguntó por él. Y me respondieron que había salido a una rueda de prensa del gobernador. Cuando llegué a mi escritorio encontré una nota con su letra que decía: “Ganamos una. Buen trabajo, muchacho”. Nadie más dijo nada.

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Año IV / N° CXXXV / 19 de diciembre del 2016

lunes, 12 de diciembre de 2016

Perú [CXXXIV]

Edgardo Malaver


Núñez de Balboa descubre el océano,
de Tancredi Scarpelli (1866-1937)



         La de veces que sucede que uno cree que se está entendiendo con los demás, y resulta que está entendiendo algo radicalmente diferente. Y como les pasa lo mismo a ellos, todo queda bien, todos nos quedamos con nuestra equivocada versión correcta de las cosas y no nos lanzamos golpes, pero en realidad no nos hemos entendido. Ha sucedido incluso con los orígenes de los nombres de algunos países.
         El Inca Garcilaso de la Vega cuenta, en su célebre libro Comentarios reales, de 1609, que el nombre Perú no existía en la lengua de los indios del lugar, lo crearon los españoles. Poco después de 1513, Vasco Núñez de Balboa (1475-1519), que en ese año se había convertido en el primer europeo en encontrar el Océano Pacífico por su costa oriental, se fue a averiguar también cómo se llamaba aquella tierra que ahora era suya. Desde uno de los cuatro barcos que mandó construir para ello, sus hombres vieron a un indio que pescaba en la desembocadura de un río y lo atraparon para que les informara lo que deseaban saber. Le preguntaron: “¿Qué tierra es esta y cómo se llama?”. El indio entendió que le preguntaban su nombre y lo dijo: “Berú”. Ellos siguieron haciéndole señas y el indio creyó que le preguntaban dónde lo habían encontrado y respondió: “Pelú”, palabra con la que en su lengua se llamaba al río. Desde aquel momento, “que fue el año de mil y quinientos y quince, o diez y seis, llamaron Perú aquel riquísimo y grande imperio, corrompiendo ambos nombres, como corrompen los españoles casi todos los vocablos que toman del lenguaje de los indios de aquella tierra”, nos confía el poeta.
         El mismo Inca Garcilaso, en su Florida del Inca, de 1605, relata casi la misma historia sobre el origen de Yucatán. Y en Margarita Jesús Manuel Subero (¿o habrá sido Ángel Félix Gómez?) explica exactamente así la aparición del nombre Paraguachí en castellano. Ya no lo llamaríamos corrupción, pero son ejemplos suficientes para pensar que debe haber pasado en toda América... o dondequiera que un pueblo ha ido a conquistar a otro.
         La de historias nacionales que provienen de un “error” de esta naturaleza. Perú llegó a ser un virreinato, el mayor, de la corona española entre 1542 y 1824, representó la fuente más abundante de riquezas para el reino español, acumuló un patrimonio cultural que hoy en día aún vibra y deslumbra a los visitantes, y todo esto existió y existe siempre bajo un breve nombre que provenía de un error de comunicación, de una situación en que era casi imposible obtener el socorro de un intérprete. Parece, sin embargo, que fue un error afortunado.

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Año IV / N° CXXXIV / 12 de diciembre del 2016

lunes, 5 de diciembre de 2016

Expectativa y realidad ante las palabras (parte I) [CXXXIII]

Efraín Gavides Jiménez



Zumo, jugo o aguardiente de caña: guarapo 
(o warapu, del quechua)



Las palabras son abstracciones que “fijan” o “congelan” una realidad (y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento.

Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia

         Debo este rito a un creciente interés por asuntos etimológicos. Entre otras inquietudes he visto que son innumerables las veces en que las palabras nos llegan cuando somos ignorantes tanto de su origen como del rumbo que pueden imponernos, aunque las manejemos con cierta familiaridad. Lo que quiero decir es que la razón de ser primigenia de las palabras y su interpretación, el fundamento que tienen y su inmediata interpretación[1], aunque suelen ser arbitrarios, crean símbolos de uso cotidiano. Sabemos, por ejemplo, que nada tiene que ver la palabra bola (un cuerpo esférico) con la interjección ¡qué bolas! (expresar rechazo). De la misma manera, capacho (una espuerta; una planta, o su raíz) con la expresión peyorativa viejo capachero. Además sabemos que, en principio, las lenguas ejercen tal dominio por la necesidad que de ellas tenemos: la necesidad de un sistema de expresión y comunicación.
         He dicho que desconocemos el rumbo que pueden imponernos las palabras porque ante ellas, muchas veces, estamos en una situación de expectativa-realidad. Se ignora, se repele o se olvida una palabra debido a que no se logra conectarla con la experiencia como hablante. Sin embargo, no pocas personas (y en no pocas ocasiones) mantienen la esperanza de establecer la mencionada conexión, sea arbitraria o sea con una justificación conforme a la razón.
         Nuestra palabra guarapo (en rigor una bebida) denota algo cuya relación con su origen (warapu, del quechua) no nos desesperanza tanto: zumo, jugo o aguardiente de caña. Pero el símbolo guarapo (o warapu) es independiente a la imagen de la bebida. Un poco más cercana a la realidad (aunque compartiendo la suerte de las anteriores) está la sonora e iluminadora palabra traquetear, cuya mera articulación ya representa y recrea al objeto que refiere (¿una silla, una cama, un baúl?).
         La literatura, sobre todo la poesía y en general el lenguaje poético (desde la escritura y en la oralidad) es capaz de mitigar la arbitrariedad de las palabras como símbolo, como signo lingüístico[2]. Las razones de esto, en mi próximo rito.

gavidesjimenez@gmai.com





[1] Sigo aquí la definición de “etimología” del Diccionario de la lengua española: «origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma». Madrid: Real Academia Española, 2016. Diccionario en línea. Disponible en: http://dle.rae.es/?id=DgIqVCc. Consulta: noviembre, 08 de 2016.
[2] Cf. Saussure, F. Curso de lingüística general, Cap. I.



Año IV / N° CXXXIII / 5 de diciembre del 2016



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