sábado, 31 de julio de 2021

IVLIVS [CCCLX]

Edgardo Malaver

 

 


Cleopatra y Cesarión, hijo suyo y de Julio César, 

en el templo de Dendera, Egipto

 

 

 

         Plinio el Viejo se fue a dormir deseando que los dioses introdujeran en su sueño la cadeneta de acontecimientos que habrían conducido a Sosígenes a la presencia del mismísimo Julio César en Roma. Y entonces soñó que Cleopatra le ofrecía a su amante una solución que había buscado desde tiempos remotos para acabar con el problema de que en Roma abundaran los calendarios y que, por tanto, hubiera tanto desacuerdo sobre las fechas importantes y tanta confusión acerca del tiempo en la vida cotidiana. En el sueño, Julio César entraba en los aposentos romanos de la faraona como conteniendo en la garganta una resolución que despertaría su furia femenil; cuando ella lo vio aparecer, curiosamente no recordó la escena de celos de la tarde anterior sino la oportunidad de jugar la carta que acababan de llegarle de Alejandría. Hizo una señal a uno de sus sirvientes, y este salió de la habitación.

         Mientras tanto, de pie junto a la columna del centro, Julio César no hacía más que observar a la mujer que le había alterado el camino y en cuyo camino, de haber sido ambos un hombre y una mujer comunes, habría caminado sin turbación alguna hasta el día de entregar la moneda a Caronte. Había decidido que no era justo seguir intentando arrancarla del trono para que fuera solo suya, compartirla con Egipto ni con aquella familia suya, en la que todos eran al mismo tiempo hijos y hermanos de todos o en igual medida tíos y primos de sus propios padres. Considerando el número y los pocos escrúpulos de sus enemigos, los de él y los de ella, Cleopatra debía partir de Roma, pero sería difícil calmarla una vez que...

         Ella, sentada junto a una ventana, interrumpió sus pensamientos diciendo con voz tierna:

         —Amo cuando tan solo me miras, como la primera vez, en silencio, como si no existirán la política, la guerra ni el poder.

         Él iba a acercarse cuando entró el sirviente y ella le hizo una señal de asentimiento para que hiciera como le había instruido. El muchacho salió e inmediatamente entró con él un anciano que bajó la cabeza al ver al hombre con traje de soldado de altísimo rango en mitad de la habitación. Este reconoció al instante que el anciano era griego. Cleopatra dijo, sin mirar a ninguno de los dos, para que cada uno de los dos pensaran que se dirigía a él:

         —¿No reconoces a este hombre?

         Ambos hombres iban a responder, pero se interrumpieron al ver que el otro comenzaba a hacerlo también.

         Julio César hizo uso de su prerrogativa de romano y de dictador para responder.

         —No. ¿Quién es?

         —¿Y tú? —preguntó ella mirando al anciano.

         —No, señora.

         —Julio César —dijo ella mirándolo, e inmediatamente miró al otro—, este es Sosígenes, un sabio de Alejandría.

         Ellos se miraron con expresión de sorpresa. Los dos habían oído hablar del otro y se sintieron honrados de estar, repentinamente, bajo el mismo techo.

         La mujer se levantó y se dirigió a la puerta. Les dijo: “Ustedes tienen mucho que conversar”.

         Y se fue.

         —La reina me ha llamado a Roma —dijo Sosígenes— para hablarte sobre el calendario que necesita la ciudad. Yo he hecho algunos cálculos.

         —Sentémonos —dijo Julio César—. Háblame de tus cálculos.

         —El calendario civil, señor, tiene un desajuste de unos tres meses con respecto al calendario astronómico. Desde hace muchos años, debido a que febrero tiene apenas 23 días, en cada año romano se cuentan en realidad casi noventa días menos de lo que sucede en la naturaleza.

         —¿Siguiendo el movimiento de la luna?

         —No, del sol.

         —¿Cuántos días tiene el calendario en la naturaleza?

         —En mis observaciones, 365 y cuarto.

         —¿Cómo puede solucionarse ese desajuste que dices?

         —A mi juicio, señor, lo más sencillo sería que el año tuviera doce meses definitivamente y que para atajar ese cuarto de día del ciclo natural, se agregara un día más cada cuatro años.

         —¿Tan sencillo sería?

         —Sí, señor.

         —¿En qué mes crees que habría que agregarlo?

         —En febrero, lógicamente, que siempre es el más breve.

         —¿Y los meses, o años, de retraso?

         —Pueden agregarse al principio del nuevo calendario, si se adopta, para que el primero de los años nuevos sea el último de la era confusa.

         —Ese primer año tendría unos cuatrocientos días, entonces, ¿no?

         —Cuatrocientos cuarenta y cinco, para ser exactos, señor. He calculado que con esta medida se ajustaría con bastante precisión el desfase... si se pone en marcha ahora.

         Julio César se levantó sin decir palabra. Se paró frente a la ventana mirando hacia afuera. Sosígenes lo miraba a él. Los dos callaban y pensaban.

         Cleopatra entró en la estancia como segura de haber dado un paso ingenioso, y preguntó, simulando hacerlo con descuido, si había avanzado la conversación, pero antes de que los hombres respondieran, un rayo de luna se detuvo en los párpados de Plinio. Aún entreoyó algunas palabras más de la reina egipcia, pero de buena gana abrió los ojos. Se convenció de que despertaba cuando el sueño lo conducía a lo que ya sabía y que no deseaba ver con sus propios ojos, ni siquiera en medio de una pesadilla: que viéndose acorralado entre las armas y el amor, el poderoso Julio César, otra vez, se equivocaba de camino.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año IX / N° CCCLX / 31 de julio del 2021

 

 

 

Nota de la editora:

    El calendario conocido a lo largo de la historia como juliano debido a que lo introdujo Julio César, entró en vigor en el año 45 antes de Cristo. Al año siguiente, cuando César fue asesinado, para homenajearlo, se le puso su nombre al mes QVINTILIS.

 



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