lunes, 26 de septiembre de 2016

De Cervantes y aquel no acordarse [CXXV]

Edgardo Malaver




En un lugar de Caracas... Busto de Cervantes (1920), de Cruz Álvarez
García, en el Paseo de El Calvario



         Dentro de tres días cumple años el escritor más celebrado de la lengua española, el autor de la novela más fascinante de la historia. Miguel de Cervantes cumple 469 años, y entre más tiempo pasa, más presente lo tenemos en la memoria. La última noticia que tuvimos es que, después de muchas pruebas, se logró identificar sus restos con alto grado de certeza. Hasta apareció hace dos años un documento notariado, fechado en 1593, en el que el escritor otorga un poder a una mujer desconocida de Sevilla para que cobrara sus honorarios. ¡Qué de revelaciones!
         Un detalle que probablemente nunca se revele es dónde vivía su personaje más conocido. El texto dice: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. Hay quienes, desde el siglo XIX, han argumentado que Cervantes “no quiere acordarse” porque ahí estuvo en la cárcel, ambiente que el autor frecuentó más de lo deseable.
         La razón, sin embargo, puede ser más sencilla. Primero, habría que pensar que quien dice esto en la novela es el narrador, no el autor. Y el narrador, que en Don Quijote cambia cada cierto número de páginas, es, como todo narrador, un ser de ficción. No hace falta buscarle acomodo a este detalle en la vida real de Cervantes, pero si quisiéramos hacerlo, bien podría tratarse de un recurso expresivo, más que se un dato biográfico.
         ¿Qué estaba pensando, entonces, el narrador de Don Quijote, quienquiera que sea, al decir que “no quiere acordarse” del lugar donde vivía el protagonista? ¿Y si no fuera que no desea recordar sino que no lo logra? No es extraño encontrarse en la situación de insistir mucho en hacer algo, abrir un frasco, una puerta, por ejemplo, y, al desistir, lanzar la queja: “¡No se quiere abrir!”. Con esto no queremos decir que el frasco o la puerta hayan adquirido voluntad de seres animados y, de repente, libremente, se han negado a abrirse o a permitir que se les abra. Se trata de una hipérbole en que expresamos la inmensa dificultad de hacer algo o, por lo menos, nuestro momentáneo fracaso en el intento. Es tan difícil, que pareciera que estos objetos se hubieran despertado y se opusieran conscientemente a nuestras fuerzas, como si “no quisieran” abrirse.
         Todos hemos dicho: “El carro no quiere prender”, “La fiebre no quiere bajar”, “La impresora no quiere imprimir”. A veces incluso decimos: “Quiere llover”, cuando la atmósfera da señales de ello. Jesús Ávila dice en la canción “Rauda, rauda” que el viento “se negó a soplar”, como si el viento pudiera decidir cuándo soplar y cuándo no.
         Entonces, así como atribuimos ese poder, esa libertad, esa capacidad de decisión a objetos inanimados, así como les atribuimos esa autonomía más bien humana, es posible entender que Cervantes —o el narrador o quien nos cuente la historia en la novela— más bien quiera indicar que, a pesar de los esfuerzos que hace por recordar dónde fue que sucedieron aquellos hechos, hechos de ficción, no lo consigue, no le es posible obligar a su memoria a recordarlo: es como si él mismo no quisiera recordar.
         Unas frases más adelante, en el mismo primer párrafo, el narrador explica que algunos “quieren decir” que el hidalgo se llamaba Quijada o Quesada, “pero eso importa poco a nuestro cuento”. La función principal de la memoria es olvidar, y ese parece ser el fenómeno que nos ofrece las primeras palabras de una novela que, por los vientos que soplan, no ha de ser olvidada.

emalaver@gmail.com




Año IV / N° CXXV / 26 de septiembre del 2016

lunes, 19 de septiembre de 2016

Septiembre en Venezuela [CXXIV]

Edgardo Malaver


En la antiescuela se aprende viviendo, dice Úslar Pietri.
Los hijos de los barrios (1967), de César Rengifo



Y hoy, al volver la excursión
de niños a la mañana,
yo he vuelto a oír tu campana
cantando en mi corazón.

Glosa para volver a la escuela”, Aquiles Nazoa

         El artículo de Ritos de esta semana fue escrito en el 2008. En junio de ese año, me dejé convencer de participar en una serie de talleres sobre herramientas metacognitivas para el análisis textual que ofrecía la Universidad Simón Bolívar para profesores de secundaria. Entre los textos incluidos en el programa estaba aquel magnífico artículo de Arturo Úslar Pietri titulado “Escuela y antiescuela”, publicado en 1974 en “Pizarrón”, la célebre columna del autor en El Nacional. La discusión que nació durante la sesión dedicada a este artículo fue hermosa y enriquecedora, porque todos los presentes en algún momento habíamos sentido la frustración de que la escuela, para decirlo con brevedad, suele conseguir resultados menos inmediatos que la calle, es decir, la antiescuela, y casi siempre menos deslumbrantes para los muchachos.
         Esa noche, al llegar a casa, les escribí a las participantes —sí, todas eran mujeres—:

Hola, muchachas.
Esta mañana, una de las miles de cosas que me faltó mencionar en el taller fue la etimología de la palabra escuela. En La fascinante historia de las palabras (2004), de Ricardo Soca, encuentro esto:

En la Grecia antigua, el vocablo skolastikós no guardaba ninguna relación con la enseñanza ni con el estudio, sino que se refería al individuo alegre y feliz, que vivía como le gustaba. Probablemente debido al amor de los griegos por el estudio y el conocimiento, la palabra skolé, que inicialmente significaba ‘recreación’, ‘distracción’, ‘ocio’ o, simplemente, ‘tiempo libre’, pasó a ser usada más tarde para denominar el lugar donde los niños aprendían, significado que fue tomado por los latinos en la palabra schola con el mismo sentido que nuestra escuela.

Otra vez los griegos tenían razón: si tenía que existir la escuela, que fuera un lugar para la recreación, para el tiempo libre. Y si había que aprender algo en ella, que fuera con placer. No hay mejor manera de aprender lo que sea... el método que usa ahora la “antiescuela”. ¡Con razón tiene tanto éxito! [...]
Bueno, las dejo en paz para que lo disfruten.
Hasta luego.

         Hoy regresamos a clases en la Escuela de Idiomas Modernos. Es inevitable para mí pensar en aquel dulce poema de Aquiles Nazoa en que se acuerda de su niñez y dice: “Comienza el año escolar / y septiembre en Venezuela / vuelve a ser como una escuela / que se abre de par en par”. La experiencia de la escuela tiene que ser feliz porque ella tiene algo que todos queremos. Sea con alegría que lo busquemos.
         Nos vemos en clase.

emalaver@gmail.com





Año IV / N° CXXIV / 19 de septiembre del 2016

lunes, 12 de septiembre de 2016

Allende [CXXIII]

Edgardo Malaver


Allá, más allá, allende. Monumento a Colón
en Barcelona, España (foto: R. Villalobos)



         Nada como el luminoso momento en que uno logra ver —ver, sí, porque es una percepción visual— el parentesco entre algunas palabras que antes pensábamos lejanísimas. Darse cuenta de que la simple apariencia de una palabra nos da señales de su significado porque, aunque lo creamos descabellado, se parecen muchísimo a otras que conocemos bien... ese momento es un tesoro.
         Pienso, por ejemplo, en el momento en que uno se percata —habitualmente es por accidente— de que allá, aunque parezca que no, tiene desde antiguo su relación consanguínea con allende. Lo mejor de todo es poder entender una a partir de la otra. Y después, poder entender otras a partir de estas dos... porque una vez que se entiende esto, uno se pregunta: ¿y cuál corresponde a acá? Pues aquende. Aquí, donde está uno; allá, un lugar lejano donde uno no está. Aquende, más acá. Allende, más allá.
         Y por ese camino, llego al punto de que acá y aquí, que parecen tan diferenciados, en realidad se forman casi con los mismos sonidos. La diferencia es la caprichosa escritura que les da el castellano. ¿Y allá y allí? Dos formas literalmente gemelas, que crecieron y se volvieron mínimamente distintas. ¿Y la leve, levísima, diferencia que uno siente —siente, sí, porque es dificilísimo verla— entre allí y ahí? También hay esa ínfima diferencia, quizá más ínfima, entre aquí y acá. “Yo vivo aquí” no puede ser exactamente equivalente a “Yo vivo acá”, y, aunque muchísimo menos visible, puede sentirse una diferencia entre “Ven acá” y “Ven aquí”. Si a uno le preguntan “¿Dónde está la silla azul?”, para muchos —digo muchos para no sentirme tan solo— resulta casi imposible responder “Acá”. Digan lo que digan los autores de crucigramas, no son uno solo y el mismo.
         Acá, allá y acullá, que en conjunto parecen, a primera vista, una gradación de distancia, mirándolas mejor revelan una creatividad harto sencilla que, por tanto, es harto efectiva. La curiosa palabra acullá está formada, como se ve ahora que la reexaminamos, por acá y allá. Digamos que la suma de la una y la otra da una distancia mayor a lo cercano y a lo remoto, un más allá.
         Quién sabe, seguramente se me escapan ideas. Ver aquende nuestras narices puede ser tan fatigoso como ver allende los mares, ya lo confirmará el Almirante. Sin embargo, es cierto que después de descubrir una isla por aquí y una bahía más allá, comienza uno a colegir que allende esas playas puede haber territorios más generosos, más fértiles, más lujuriosos para la vista... y allende la vista.

emalaver@gmail.com




Año IV / N° CXXIII / 12 de septiembre del 2016

lunes, 5 de septiembre de 2016

De pseudónimos [CXXII]

Ariadna Voulgaris


Busto de Teresa de la Parra (M. de la Fujite, 1989)
en la sede de la OEA, en Washington


         Al principio refunfuñé, pero ya lo entendí. A los que en la infancia hemos deseado ser tan inteligentes como Mafalda, nos sorprende descubrir que el autor de tanta risa del pensamiento no se llamaba Quino. A mí, en realidad, casi me molestó. Que ese señor no se llamara como decía en la portada de los libros equivalía a que se pusiera una máscara para hablar conmigo. Pero ya lo entendí.
         Los pseudónimos —perdone el respetable que insista en escribirlo a la antigua, pero aquí hace falta— me han llevado por un camino espinoso desde aquellos días de mi temprana juventud. Cuando me enteré del de Quino, quise saber si mi amiga Alejandra (en cuyo apellido no pensaba yo nunca) no me había engañado al decirme su nombre, si mi profesor de Castellano verdaderamente se llamaba como decía llamarse, si mi abuelo, si las amigas de mi mamá, si el electricista, si Pulgarcito, si Franco De Vita, si Rafael Caldera, ¡el presidente de la república!, también usaban pseudónimos.
         Ellos no, pero resultó que Cantinflas sí, y Madonna y Kiara y Juan Gabriel y Shakira y Yordano y Lucero y Bono y Chayanne. Y Doris Wells, Rocío Durcal, Alfredo Sadel, Ilan Chester, Oscar D’León, Ricky Martin. Y más allá del mundo del espectáculo, Tirso de Molina, Georges Sand, Mark Twain, George Orwell, Pablo Neruda, Teresa de la Parra, Samuel Robinson. Y más allá, Rembrandt, Molière, Voltaire, Novalis, Stendhal, Clarín, Lenin, Saki, Azorín, Colette, Stalin. Y más allá y más allá...
         Me llaman la atención de manera especial los que son un solo nombre. Son tan poderosos, son tan atractivos, que logran (sin duda en la actualidad con un conveniente empujón de la publicidad) entrar y sentarse cómodamente en la mente de las mayorías. El truco parece que fuera el hecho de que uno sólo conoce por un solo nombre a la gente más cercana, a los que pertenecen al mismo mundo que uno. Los que incluyen nombre y apellido, sobre todo cuando son dos apellidos, son para gente que está muy lejos, que es muy importante o que uno concibe como inalcanzable.
         Esta tiene que ser una costumbre de la modernidad. En la época en que no existían los apellidos no tenía sentido ponerse otro nombre, o cambiarse el nombre tiene que haber sido como cambiarse cualquier otra característica de uno. O más bien, era un cambio de vida, no un escondite de la vida verdadera. O sea, el nombre del apóstol Pedro no es considerado un pseudónimo de Simón, su nombre original. Su nombre fue cambiado cuando cambió su vida. Y Cassius Clay se convirtió en Muhammad Alí cuando cambió su actitud política ante la situación de los negros en Estados Unidos. En las dictaduras, los opositores suelen utilizar pseudónimos para salvarse de los riesgos y para seguir la lucha.
         Algunos tienen razones algo vanidosas para usar pseudónimos. Isaac Asimov, por ejemplo, pretendía mantener su verdadero nombre alejado del mundo de la televisión cuando escribió las aventuras de Lucky Starr. J.K. Rowling deseaba escribir sin la presión de tener que superar los vuelos de Harry Potter. Un récord personal es el que sedujo a Stephen King, que deseaba poder escribir dos libros al año.
         También supe hace algún tiempo que casi todos, cuando somos muy, muy jóvenes soñamos con ser famosos y secretamente nos ponemos pseudónimos y hasta escribimos poemas, canciones, nos ilusionamos haciendo películas inventadas por nosotros mismos, que olvidamos una vez que llegamos a la adultez. Pero es en la adultez cuando nuestra propensión a ocultarnos detrás de una palabra tiene mayor potencial de permitirnos crecer e, idealmente, influir en los demás.

ariadnavoulgaris@gmail.com






Año IV / N° CXXII / 5 de septiembre del 2016