lunes, 25 de diciembre de 2017

Jao [CLXXXVI]

Laura Jaramillo


Leonard Nimoy y su imperturbable personaje también
se han convertido en claves para la comunicación



         Por lo general, somos muy informales con las personas que conocemos. Nos valemos de la amistad o de la familiaridad para quizás irrespetar o alterar los códigos de comunicación. Esto se puede observar, incluso, entre desconocidos. Quizás sea por aquello de que somos un país tropical y tratamos a cualquiera con confianza. Sin embargo, como dicen los hermanos colombianos, jalarle al respetico no está mal de vez en cuando; ya luego podemos relajarnos. Esto lo digo a propósito de los artículos sobre los saludos.
         Malaver dice que “es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea ‘La bendición, mamá’”. Será él, porque yo a mi cucha le hago un saludo a lo indio, es decir, le levanto la mano y le digo: “Jao”, porque yo me levanto con sueño y no tengo fuerzas para decirle: “Hola, mamá, buenos días”. Cuando visitaba a mi abuela, y como ya casi no oía, al verla en las mañanas solo tenía que cruzar los brazos en señal de bendición, y ella me hacia todas las cruces que pudiera. Una maravilla.
         Lamentablemente, cuando hay visitas en la casa, me veo obligada a emitir esas palabras tan tediosas: “Buenos días, fulano”, y lo peor es seguir el saludo preguntando: “¿Cómo amaneces?”, o “¿Cómo dormiste?” Y por ahí se va la primera conversación del día. Una vez más, como dicen mis hermanitos colombianos, ¡qué jartera!
         En el mismo artículo, se dice: “a mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: ‘Buenos días, vírgenes impolutas del silencio’”. Me parece muy bien, porque yo tampoco insulto a mi hermano. Nosotros nos saludamos como los antisociales, con los puños. No es que me agrade emular esas actitudes, pero prefiero eso a tener que hablar al levantarme. A veces, muy rara vez, se me escapa un “¿Qué hubo?”, con su respectivo movimiento de cabeza, pero eso pasa cuando me levanto “happy” por haber soñado con George Clooney.
         Es curioso cómo la gente aprende a conocerlo a uno. Recuerdo que la puerta de la oficina donde trabajaba tenía un vidrio, y todas las mañanas dos compañeras solo se posaban en la puerta y me hacían el saludo de Mr. Spock. Otra maravilla. Pero cuando llegaba la jefa, lo arruinaba todo.
         Como verán, las manos son muy útiles; y más en estos tiempos en los cuales hay que ahorrar hasta la saliva.
         Ahora sí, hablando ¿en serio?, me parece que la buena educación está subestimada. Nos cuesta mucho saludar respetuosa o diplomáticamente a las personas. Yo sé que hay ciertos especímenes que nos caen como una patada en una pucheca, y preferimos voltear la cara, ver pal piso o simular que revisamos el celular, pero con alzar la mano como los indios y dibujar una sonrisa de Mona Lisa es más que suficiente. Como dicen por ahí, lo cortés no quita lo valiente.

laurajaramilloreal@yahoo.com

  


Año V / N° CLXXXVI / 25 de diciembre del 2017




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lunes, 18 de diciembre de 2017

De ‘pseudo-’ y otros prefijos [CLXXXV]

Ariadna Voulgaris


 
Amélie (Audrey Tatou) intenta comprender
la fascinación de su padre por los gnomos



         En mi artículo del 5 de septiembre del 2016 (Ritos CXXII), me disculpaba con los lectores por escribir la palabra pseudónimo “a la antigua”; afirmaba que existía una razón para ello, pero nunca la revelé. Hoy les confieso que no deseaba hablar de los pseudónimos, sólo era la introducción a mi verdadera intervención, que trataba de esos prefijos griegos que más parecen errores de tipeo que pedacitos de palabras.
         Con lo difícil que resulta aprender a leer y escribir y además tiene uno que apechugar con estos bichitos raros que llevan letras entrometidas donde no es lógico que aparezcan. Pseudo- es uno de ellos. En griego, literalmente, significa ‘falso’. Muy bien, si tenemos pseudónimo, sabemos que ese nombre no es el verdadero; si tenemos pseudopolítico, pensamos en algunos enanos que se visten de gigantes para entrar en los palacios de gobierno. El problema es la ortografía (palabra griega también, pero harto más recatadita): esa pe que se atraviesa antes de comenzar la palabra. Pasa con el prefijo ‘psico-’, que uno sabe que se refiere a todo lo de la mente, pero ¡¿por qué trae esa molesta pe delante?!
         Y el 16 de octubre de este año, Luis Roberts escribió, en la sexta entrega de su “Viaje a la RAE” (Ritos CLXXIV), que algunas palabras, principalmente griegas, que el español ha conservado, que él llama “grupos consonánticos cultos, pero silenciosos”, han mantenido “grupos de consonantes [que] son impropios del español: ftalato, gnomo, ptialina, psicología, psoriasis, dismnesia, ctenóforo, tsunami”. El profesor Roberts no ha hecho más que ahorrarme trabajo. Los ejemplos son, como dicen los españoles, impagables. Apenas si se me ocurre agregar ctónico, que aprendí un semestre que cursé Literatura y Vida en la Escuela de Letras, y mnemotecnia, que se ha estudiado aquí en Ritos.
         La explicación no puede ser más sencilla: los pueblos y las culturas de las que provienen esas raíces y prefijos asignan importancia y significación a tales sonidos; en cada lengua las sílabas se dividen de formas diferentes; en la oscura noche del origen de esas palabras, que bien puede ser el origen de esas lenguas, existía para los hablantes una identidad total entre esos sonidos y la cosa mencionada. Que tales combinaciones de sonidos hayan cruzado las fronteras de aquellos pueblos es señal de éxito, y que otros grupos humanos hayan adoptado tales significantes es señal de fortaleza del signo.
         Por otro lado, los cambios en la ortografía son pasos en la evolución de las lenguas vidas, de modo que no hay duda de que un día nadie recordará esas consonantes impertinentes que hoy todavía se atraviesan en algunas de nuestras palabras cotidianas. No hay que sorprenderse, aunque no es para nada despreciable el esfuerzo por conservarlas como parte de una tradición que hemos iniciado nosotros mismos. Todo lo que aprendemos a decir de niños y lo que aprendemos después es resultado de esa dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo. Más vale aceptarlo, porque lo que pasó no se puede cambiar, porque todo eso representa belleza y riqueza para la lengua, y porque la lengua es indetenible.

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año V / N° CLXXXV / 18 de diciembre del 2017



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lunes, 11 de diciembre de 2017

Más allá de un ritmo, una denigración [CLXXXIV]

Luis Camacaro


 
Antes del reguetón, la literatura y el cine habían encumbrado
a las
femmes fatales. Sue Lyon en Lolita (1962)



         No importa lo que se haga, las probabilidades de huir de él son nulas. Aunque no sea de agrado, en algún lugar llegará a los oídos sin querer, entonces solo queda acostumbrarse a su ritmo y seguir su son. Ese es el reguetón, un género musical producto de la mezcla entre el reggae jamaiquino y el hip-hop latinoamericano, con un puesto en la cultura general y altamente escuchado por todo tipo de personas, sobre todo, por los jóvenes.
         No se puede negar que el reguetón es pegadizo, pues las personas de una u otra forma terminan moviéndose a su ritmo o tarareando sus letras. El problema radica en que esas personan no se percatan de que más allá de ese “tucutún” contagioso existen palabras con significados denigrantes sobremanera y, lo peor, dirigidas hacia la mujer, la principal afectada.
         La imagen de la mujer en el reguetón es dejada por el piso cuando la describen con calificativos despectivos. En vez de usar un vocabulario que apueste por embellecer y dejar en alto lo que representa el sexo femenino, el reguetón se vale de palabras que, si bien a simple vista parecen inofensivas, al ser relacionadas con el resto de la letra cobran un significado realmente ofensivo y hasta ridículo.
         Ese es el caso de las siguientes palabras: felina, canina, zorra, gata y cachorra. Nombres de animales, nada que temer, pero ¿qué quieren decir realmente los reguetoneros?, pues que la mujer es comparable con todos esos animales porque se comporta como ellos (son infieles por naturaleza). Además, son usados otros términos como chapiadora (mujer que hace lo que sea por dinero), asesina (que tiene relaciones sexuales de forma agresiva) y abusadora (sin modales, brusca). No conforme con eso, en el reguetón se emplean calificativos que siempre han sido usados por la figura masculina para piropear a la mujer, como mami, mamacita, mamita o baby.
         Lo anterior guarda estrecha relación con lo siguiente: la mujer como figura netamente desinhibida y provocadora. Para el reguetón es muy claro: las féminas no tienen vergüenza, son fiesteras y excitadoras del deseo sexual. Algunos de los enunciados que dejan en claro esta idea son “no se pierde ni un party”, “perrear no escatima”, “le encanta la ropa atrevida”, “lleva mirándome toda la noche”, “a ella le gusta la gasolina (el alcohol)”, etc.
         El hombre también cumple un papel importante en las canciones reguetoneras, aunque quizá menos peyorativo, pues se presenta como la figura superior, el que manda sobre la figura femenina y la vuelve inferior. “Te vas a ir conmigo”, dice la letra de una canción; “soy yo quien mando”, dice otra; “aquí nosotros somos los mejores”, “aquí las cosas corren a mi manera”, dicen otras dos. ¿Acaso hay algo más patético?
         Entonces, se puede ver claramente la postura que se toma contra la mujer a través del reguetón. El problema con este género musical no es el ritmo, no son los instrumentos utilizados, ni siquiera la voz del cantante, el problema es el vocabulario denigrante usado en contra de la imagen femenina. Pero ¿por qué?
         Cualquier justificación es inaceptable, porque la mujer como elemento fundamental de la sociedad, productora de la humanidad y ser precioso por naturaleza debe ser respetada ante cualquier medio, y su belleza e importancia ha de ser expresada en cada oportunidad.

enriqcamacaro@gmail.com




Año V / N° CLXXXIV / 11 de diciembre del 2017

lunes, 4 de diciembre de 2017

¡Azúcar! [CLXXXIII]

Ariadna Voulgaris



La voz de Celia Cruz añadió nuevos matices
al significado de la palabra
azúcar


         Dado que Ritos de Ilación, en apariencia, ha entrado en un atractivo período en que unos autores les contestan a otros y a veces a sí mismos o continúan los textos de la semana anterior, me he determinado a abandonar mi prolongado silencio para comentar algunos artículos, comenzando por uno escrito por mí misma.
         El día de hoy, pero hace dos años, es decir, el 2 de noviembre del 2015, cerré mi artículo “El árabe dentro del español” insinuándoles a los lectores que cuando encontrara mis discos de Celia Cruz (porque acababa de mudarme), les hablaría de la palabra azúcar. No pensé que me tardaría tanto, pero heme aquí.
         Azúcar, que, tal como dije hace dos años, es de ascendencia árabe, no encierra ningún misterio para los hablantes, hasta que toca decidir si es de género femenino o masculino. Es tan poco misteriosa, que su raíz fue adoptada también por lenguas cercanas a nosotros: el italiano (zucchero), el francés y el catalán (sucre), el inglés (sugar) y el alemán (Zucker). Es sencillo ver que se trata de la misma raíz. ¿Por qué en español tiene otra?
         En realidad, no es sólo en español, pero es éste el que más me interesa. Al español esta palabra nos la trajeron los árabes, cuando se instalaron aquella breve temporada en Iberia. La mayoría de las fuentes que he consultado ponen: Al-sukkar. No tengo más remedio que confiar en ellas, e incluso me convencen las que afirman que el artículo al permaneció unido al sustantivo debido a que a los españoles les dio por pronunciarlo con zeta y dejar morir la líquida —semejante a lo que sucedió en portugués (açúcar), en gallego (azucre) y en vasco (azukre)—. Por supuesto, a medida que pasaba el tiempo, no sabiendo que la palabra original ya tenía su artículo, los hablantes necesitaron ponerle uno y, arbitrariamente, se decidieron por el masculino, que permitía una pronunciación más sencilla que el más coherente femenino. Porque azúcar es femenino.
         Lo gracioso es lo que uno encuentra en el Diccionario de dudas de Manuel Seco. Primero explica que azúcar puede ser masculino o femenino, aunque, en singular y en plural, suele ir acompañado de artículo masculino y adjetivo femenino: el azúcar blanca. Después, mirando hacia Venezuela, dice que otra anomalía gramatical de este sustantivo es el diminutivo: azucarita, más bien infrecuente para nosotros, o azuquita, forma que muchos reconocerán. Pero la anomalía de las anomalías es azuquitar. ¿Dónde se usa esta forma?
         “Alta corona de azúcar”, dice Nicolás Guillén hablando con tristeza de Cuba, “le tejen agudas cañas”. Y en otro poema: “Duro mapa de azúcar y de olvido”. La sola palabra es dulzura y frescor en todas sus sílabas, placer de lengua y de oído, teniendo o no teniendo en cuenta su origen o su gramática. “¡Azúcar!”, exclama Celia Cruz cada vez que siente que la música posee sus venas y su espíritu benigno.
         Bendita palabra que ha ido recogiendo calor entre siglos y mundos, entre sonidos e imágenes, para llegar a nosotros, a la vez tentadora y sublime, como el sabor de la vida.

2 de diciembre del 2017

ariadnavoulgaris@gmail.com




Año V / N° CLXXXIII / 4 de diciembre del 2017




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miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una respuesta vieja: Andrés Bello [CLXXXII]

Edgardo Malaver



Ciento setenta años antes que Ritos, Andrés Bello ya había
clasificado los verbos “irregulares”



         Ya me había sucedido con Ángel Rosenblat: pensar que se me estaba ocurriendo una idea original y descubrir, apenas leer un poco sobre el asunto, que ya el maestro lo había dicho antes. Volvió a sucederme el 6 de noviembre, esta vez con Andrés Bello: apenas terminé de escribir mi esclarecido artículo de ese día sobre la conjugación de los verbos nevar y forzar, sólo después de terminar, me tropecé con el pedestal de Bello, y todavía me siento pequeñito.
         Dejé pasar los días para recuperarme, consciente de que esta iba a ser una segunda razón para escribir sobre él hoy, 29 de noviembre, fecha de su nacimiento.
         El capítulo XXIV de su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), titulado “Verbos irregulares”, nos descubre, nada menos, las 13 clases de irregularidad que pueden presentar los verbos en español. Somerísimamente, se dividen así:
         La primera clase incluye todos los terminados en –acer, -ecer, -ocer, como nacer, florecer, conocer, respectivamente; pero también lucir, asir, caer, yacer. La segunda clase comprende aquellos que alteran la vocal acentuada de la raíz y la convierten en diptongo en la conjugación: acertar, adquirir, jugar, volar; y sigue una larguísima lista, que Bello explica pormenorizadamente. La tercera cambia la e de la última sílaba de la raíz a i, o la o a u: concebir (concibo), podrir (pudras). En la cuarta clase la anomalía es añadir una y a la raíz general, terminada en vocal: argüir (arguyo). La quinta es exclusiva, según Bello, para el verbo andar, mientras que la sexta lo es para oír. Pertenecen a la séptima clase todos los que terminan en -ducir (entre los cuales el autor destaca traducir), traer y sus compuestos. La octava incluye sólo salir y valer. La novena, bastante compleja, puede simplificarse groseramente así: el grupo de los que se conjugan como advertir y el formado por dormir y morir. La décima clase está formada por esos enrevesados verbos que tienen cuatro raíces posibles: caber, saber, hacer (y sus compuestos, como satisfacer) y poner. La undécima está formada por los verbos que tienen tres formas de base: querer y poder (con la peculiaridad adicional de que no se prestan para el imperativo). Los de la duodécima clase, tener y decir (y sus compuestos), tienen… ¡cinco raíces! La clase décimotercia —así dice Bello— está reservado para el verbo decir y todos los que se construyen a partir de él, que también pueden tener hasta cinco raíces.
         Bello aísla de éstos un grupo que llama “irregulares sueltos”, debido a su excesiva irregularidad y las dificultades que implica su clasificación. Incluye en él dar, estar, haber, ir, placer y ver. Sin embargo, no se detiene ahí. El siguiente capítulo se titula “De los verbos defectivos”, que forzosamente son irregulares. Y hasta el capítulo XXVIII sigue tratando la conjugación, su fascinante construcción y sus precisísimos significados.
         Cualquiera diría, entonces, que con esto es suficiente para desistir de estudiar español, aun siendo hablante nativo; cualquiera diría que jamás y nunca vamos a poder captar con conciencia todos los detalles que hace falta considerar para utilizar semejante complejidad; pero Bello nos reserva aún una joya más como conclusión de sus anotaciones sobre el asunto: “Yo dudo que alguna de las lenguas romances sea tan regular, por decirlo así, en las irregularidades de sus verbos, como la castellana”. Y agrega más tarde: “Y aun sucede en castellano que diferentes causas de anomalía concurren muchas veces en un mismo verbo”.
         Así como no se puede ahora salir a la calle sin persignarse, no debería uno atreverse a hablar de la lengua sin leer a Bello. ¡Ave, magister!

emalaver@gmail.com





Año V / N° CLXXXII / 29 de noviembre del 2017



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lunes, 27 de noviembre de 2017

Diamar, diamando, diamante [CLXXXI]

Edgardo Malaver


 
Dante, el diamante de los escritores italianos


         La semana pasada saludé desde aquí a los estudiantes venezolanos, especialmente a los de la Universidad Central de Venezuela, que celebraban su día. Aunque la fecha llamaba a hacer anotaciones históricas (se cumplían 60 años de los acontecimientos que dieron lugar a la celebración), creí más provechoso dedicar nuestro número 180 a observar la palabra estudiante “y otras que comparten, o no comparten, rasgos con ella”. (¡Ah, ya un día estudiamos aquí la palabra alumno!)
         Aparecían en el artículo tres grandes grupos de palabras: las que sencillamente se han convertido en adjetivos o sustantivos después de ser el participio activo de un verbo: caminante, inmigrante, tolerante, etc.; los casos en que quizá logremos identificar el verbo del cual proviene pero no nos figuramos cómo llegaron a ser los adjetivos o sustantivos que ahora son: constante, insolente, tunante, indiferente, instante, etc., y un grupo de palabras “que tienen facha y no corazón de participio presente”, es decir, que nadie se explica por qué no provienen, o no parecen provenir, de ningún verbo: diamante, elefante, nigromante, repente, elegante, galante, serpiente, accidente, excelente, demente, clemente e incluso Vicente o Dante. (En realidad son dos grupos, porque entre los dos primeros hay muy pocas diferencias, pero lo importante ahora es el tercero.)
         Mi estimado profesor Jean-Louis Rebillou tuvo la amabilidad de escribirme para manifestarme su perplejidad: “no voy a faltarte el respeto pensando que, para ti, diamante y estudiante proviene del mismo tipo de derivación”, dijo. Claro que no. Este tercer grupo no se gesta de la misma forma que los otros dos y por eso ha de ser que son tan diferentes. ¡Quiero más lectores despiertos como éste!
         Le respondí a Rebillou que en ese párrafo, para estimular a los estudiantes, decidí bromear, o simular que bromeaba, acerca de ese grupo engañoso de palabras. Esperaba que la presencia de los nombres Vicente y Dante hiciera sonreír al menos a algunos. Ciertamente, excepto quizá serpiente (que percibo en este momento), que yo sepa, ninguno de los ejemplos tiene “corazón de participio activo”.
         ¿Cómo aparecen, entonces, esas palabras, si no es como participios activos de esos verbos que “no existen”? Por diversas vías, entre ellas la etimología. Como, al igual que la semana pasada, se me está acabando el espacio, voy a hablar sólo de la primera de ellas. El sustantivo diamante proviene, después de mucha evolución, de la palabra griega adamas, que parece significar ‘lo más fuerte’, ‘irrompible’ (y, más metafóricamente, ‘invencible’). La relación entre el significante y su duro significado no necesita aclararse más. En Roma se le llamó diamans; existía también la forma diamantis, y de éstas a nuestro diamante, a pesar del tiempo, hay poca distancia.
         Tengo fe (soy creyente) en que algún otro lector, estudiante o no, pendiente de estos asuntos, encuentre más información (eso hacen los informantes) y, diligentemente se manifieste amante de Ritos de Ilación al ilustrarnos a todos sobre estas rampicantes palabras.
         ¡Merci, Monsieur!

emalaver@gmail.com



Año V / N° CLXXXI / 27 de noviembre del 2017




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lunes, 20 de noviembre de 2017

Estudiar, estudiando, estudiante [CLXXX]

Edgardo Malaver


Hace 60 años los estudiantes de la UCV se enfrentaron
a la policía de Pérez Jiménez



Que vivan los estudiantes,
jardín de nuestra alegría.

Violeta Parra

         Mañana es el Día del Estudiante en Venezuela. Como será el día en que más se repitan, en todo el año, las razones por las cuales se ha escogido el 21 de noviembre para celebrar a los jóvenes que dedican (o deberían dedicar) la mayor parte de su tiempo a entrenarse para ser más tarde los que, como dice Aquiles Nazoa, “van a coger por el mango la sartén”, al menos esta vez se me ocurre atraer la atención de los lectores de Ritos hacia la palabra estudiante y otras que comparten, o no comparten, rasgos con ella.
         Habría que comenzar diciendo que estudiante, aunque tenga apariencia y comportamiento de otros tipos de palabra, es el participio presente del verbo estudiar. ¿Participio presente? Sí. Siempre nos hablan del participio pasado, especialmente cuando aprendemos otro idioma, y nunca nos preguntamos si además de ese pasado hay uno que sea presente. Estudiar, naturalmente, tiene participio pasado y presente, que sería mejor llamar pasivo y activo. El pasivo, estudiado, toma parte en la formación de tiempos compuestos del verbo, como he estudiado tres lenguas y no sé cómo decir nada; el activo, mientras tanto, ha terminado adquiriendo conducta de adjetivo o de sustantivo. Uno puede decir, por ejemplo, el pobre animal estaba agonizante (adjetivo), y puede decir también el caminante (sustantivo) llegó sin problemas a la meta.
         Lo más sencillo que nos pueden mostrar, como “estrategia” para desenmascarar un participio activo, es que, cuando son sustantivos, son equivalentes a la fórmula “el que + vb. (pres.)”. Por ejemplo, el cantante es el que canta, el vigilante es el que vigila y, lógicamente, el estudiante es el que estudia. (Aquí casi no importan los otros verbos, ¿eh?, el que no estudia no es estudiante.)
         Uno aprende de niño esta especie de regla —gracias, maestra Josefina—, y sin darse cuenta se encuentra aplicándosela a todas las palabras que terminan así. Y por un rato, por unos días, la lengua se pliega y nos da ríos de participios activos en los que se cumple: caminante, inmigrante, tolerante, itinerante, pensante, amenazante, variante, delirante, vacilante, emocionante, celebrante; pero llega un momento en que comenzamos a tropezarnos con unos participios activos que son bien curiosos, casos que uno no piensa nunca como participios, pero lo son (y si estuviéramos conscientes de ello, quizá los utilizaríamos con más precisión): siguiente, obstante, bastante, teniente, corriente, recipiente, sextante, gigante, volante. Y luego también aparecen los casos en que quizá logremos identificar el verbo del cual proviene el participio pero no nos figuramos cómo éste llegó a significar lo que ahora significa: constante, insolente, tunante, indiferente, instante, caliente, consciente, eminente, docente, ingente.
         Todos estos fenómenos deben tener su explicación, pero son sobre todo los que parecen más extraños los que lo convierten a uno en estudiante: el que estudia, el que gusta de estudiar, el que aprovecha el estudio. De otra manera, quedaríamos como ese otro grupo de palabras que uno se imagina que simplemente tienen facha y no corazón de participio presente. ¿Qué significan, por ejemplo, diamante, elefante, nigromante? ¿El que diama, el que elefa, el que nigroma? ¿Y repente, elegante, galante, serpiente, accidente, clemente e incluso Vicente Dante?
         Yo, que en mi interior celebro el del Día del Estudiante como si tuviera 19 años, incluso desde aquella época apenas soy capaz de imaginar otra forma de disfrutar ese día que no sea observando, pensando, adivinando mi lengua y sus curvaturas, oliendo sus huellas en las palabras mías y en las ajenas, levantándole el maquillaje para oír la respiración de sus poros... que es mi manera de acariciarla y amarla.
         ¡Feliz día, muchachos!

emalaver@gmail.com





lunes, 13 de noviembre de 2017

Convertirse en padre por segunda vez [CLXXIX]

Edgardo Malaver


Cuando nació Alexander, Peppa no se convirtió en prima
por segunda vez: tuvo un primo (foto: Channel 4)



         Cualquiera que me conozca mínimamente sabe que tengo dos hijas. Una tiene 19 años y la otra acaba de cumplir cuatro. Sin embargo, este artículo no tratará de mi vida privada. Trata del hábito, extendido sobre todo en los medios de comunicación social, de decir, cuando a alguien le nace un segundo hijo, que esta persona se ha “convertido en padre (o madre) por segunda vez”. ¿Esto tiene sentido?
         Mucho sentido no debe tener, porque en el momento en que nace un segundo hijo, sus padres ya eran padres y lo seguirán siendo en el mismo grado después, no lo serán ni más ni menos por causa del nuevo nacimiento. Es decir, uno sólo puede convertirse en padre (o madre) una vez. Lo que pasa cuando tiene un segundo hijo es justamente eso, que uno tiene un segundo hijo. Y lo que vale para el que tiene el segundo vale para el que tiene el tercero, el cuarto, etc. Sólo la primera vez lo lleva a uno de una situación a otra. (Algunos creemos, por cierto, que no es precisamente al nacer el niño cuando se convierte uno en padre, sino antes, y la lengua da evidencias de ello también, pero esta idea más bien cabe en otro artículo.)
         Podemos preguntarnos si alguien se convierte en hermano, en tía, en bisabuelo por segunda vez, por cuarta, por séptima. Cuando nuestros padres (o uno de ellos) tienen un segundo hijo, lo que uno dice es, simplemente, que acaba de tener un hermano (ni siquiera que nos “convertimos en hermanos por primera vez”, que, en sentido estricto, sería redundante). O cuando mi hermano tiene un segundo hijo, sin contar que otros hermanos podrían ya tener varios, no digo que me he “convertido en tío por segunda vez”, sino que tuve un sobrino. Y ahora me faltan energías para ponerme matemático con el caso del bisabuelo.
         Además, por ejemplo, ¿me “convierto en primo por segunda vez” cada vez que uno de mis tíos tiene su segundo hijo? ¿Y si sucede que, aunque tenga, por ejemplo, cinco tíos, cada uno de ellos tiene un solo hijo? ¿Tendré, según la lógica descoyuntada de la que hablamos, cinco primos sin haberme “convertido nunca en primo por segunda vez”?
         Habrá quien diga que “convertirse en padre por segunda vez” simplemente es sinónimo de tener un segundo hijo. ¿Una expresión puede ser verdaderamente sinónima de otra si no es lógica? Sí, claro que sí, pero considerando cuán fácil puede ser darse cuenta de la falta de lógica de algunas expresiones que copiamos de los reporteros de farándula y dadas las directísimas repercusiones que tiene nuestra forma de hablar sobre nuestra imagen, bien vale la pena esforzarse en reducir la probabilidad de quedar en ridículo cuando no pensamos lo que vamos a decir. Al fin y al cabo, hablar inconscientemente es, más o menos, como haberse convertido en padre, por primera vez, por segunda, por tercera, sin haberse dado cuenta.

emalaver@gmail.com




Año V / N° CLXXIX / 13 de noviembre del 2017




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