lunes, 19 de agosto de 2019

Dos verbos sinónimos [CCLXXI]

Edgardo Malaver



Varios círculos (1926), de Vassily Kandinsky



         A mí me pasaba lo mismo: cuando escribía Comienzo a caminar por la calle de mi casa, la vocecita aquella que tenemos todos en la mente me gritaba: “¡Empiezo!”.  Y al revés. Me molestó tanto la vocecita de los riñones, que antes de terminar el bachillerato comencé —sí, comencé— a hacerme el sordo, y ella terminó cansándose de mí. Yo la recuerdo, pero como nunca me dio ni un solo argumento, ni siquiera se la menciono nunca a nadie.
         Eso fue hasta la semana pasada, que vino a visitar a mi esposa, que es su prima, el pintor peruano Juan Pablo Ríos —que también es karateca, con la celebridad que han cobrado en estos días los karatecas peruanos—. Y entre un comentario y otro, me mira a mí y me dice: “¿A ti no te pasa cuando escribes que dudas entre poner comenzar y poner empezar?”. Pues no, ya no me pasa, le digo, pero parecen simples sinónimos, no debe haber gran diferencia entre ellos. Pero la pregunta de Juan Pablo, además de halagarme, me persiguió todo el día, de modo que en la noche me puse a leer sobre el asunto. ¡¿Por qué no lo investigué antes?!
         La búsqueda más sencilla en el diccionario de la Academia me da que, como verbo transitivo, comenzar significa ‘empezar’. ¡Ja! Por fortuna dice de inmediato ‘dar principio’. Como intransitivo, en segunda acepción, también es empezar, pero esta vez, equivalente, entre paréntesis, a ‘tener principio’. Y en tercera, dice ‘dar comienzo’. Lo que se llama propiamente un círculo en geometría. Lo que me parece valioso de esta definición es la escuetísima nota etimológica: “Del latín vulgar cominitiare”. Es fascinante porque resulta que cominitiare se compone del prefijo con-, que significa ‘unión’, ‘totalidad’, y el verbo initiare, que significa, como se nota, ‘principiar’. Es decir, cuando comenzamos algo, nos estamos introduciendo en su conjunto total, iniciamos un recorrido que termina en abarcarlo todo. Por algo se dice que uno debe terminar lo que comienza.
         Empezar, por otro lado, significa, como transitivo, ‘dar principio a algo’ y, en segundo lugar, ‘iniciar el uso o consumo de algo”; como intransitivo, ‘tener principio en un lugar’ y ‘dar comienzo en el tiempo’. Me marea tanto círculo, pero me reconforta la etimología. Aunque parezca mentira, empezar no proviene del latín sino del propio español: se forma con el prefijo en- y el sustantivo pieza. ¡Madre mía! No es ya iniciar la hechura de algo sino convertirlo en un solo conjunto, hacerlo una sola pieza. Se me ocurre que, en el origen, deben haberse concebido así emparejar, empaquetar, quizá también enamorar y, más, enamorarse. Empezar parece llevarlo a uno a transformar algo en lo que uno desea.
         ¿Hay diferencia, entonces? Puede ser. Juan Pablo y yo coincidimos la semana pasada en que usábamos empezar en contextos más familiares e íntimos, y comenzar para asuntos más sociales y formales. Él agregó que los niños parecían preferir empezar y yo no lo había pensado, pero suena probable. Ahora mismo estoy pensando que mi niña pequeña dice frases como “Hay que llegar hasta el empiezo de la línea”. Debe ser por su juventud que este verbo no ha engendrado aún su sustantivo. Comenzar sí lo tiene y lo hemos conocido desde el principio.
         Comenzar también luce más colectivo que empezar. Quizá por eso empiezo, yo solo, a prever que pronto otras vocecitas, animadas por la resurrección de ésta, comiencen, en manada, a ilusionarse con el fin de mi prolongada desatención.

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Año VII / N° CCLXXI / 19 de agosto del 2019


lunes, 12 de agosto de 2019

Una niña de nueve años [CCLXX]

Edgardo Malaver


Oliwia Dabrowska, la niña del abrigo rojo de La lista
de Schindler (1993), de Steven Spielberg



         Mi profesora de Castellano y Literatura de cuarto año de bachillerato se sabía de memoria todo el libro de texto —sí, el de Raúl Peña Hurtado y Luis Rafael Yépez—. Lo descubrí una mañana que llegué tarde a clase, como cada martes y cada jueves, y me senté al lado de Shiraz Dahouk, la única muchacha árabe que había en mi grupo, para que me indicara por dónde andaban; Shiraz me mostró la primera página del capítulo, y yo lo busqué en el índice; después ella levantó tres dedos y yo interpreté que estábamos leyendo el tercer párrafo. A mitad de párrafo, se me cayó la quijada en el libro al percatarme de que la pobre mujer, caminando por entre los pupitres, recitaba, palabra por palabra, lo que decía Menéndez Pidal sobre el Cantar de mío Cid.
         Una forma sin duda poco estimulante para que los jóvenes estudiantes se interesen en un texto importante pero cuyo primer acercamiento será siempre difícil por causa de la distancia en el tiempo, aunque en teoría la lengua sea la misma. Algunos episodios de la historia de Rodrigo, sin embargo, no se dejaron opacar por aquel lastimoso ejemplo. Uno de ellos es el de la “niña de nueve años” que le advierte al Cid que debe irse de Burgos porque su presencia pone en riesgo a los habitantes, que han sido amenazados por el rey de perder los ojos si lo ayudan. Mil veces ha venido a mi memoria aquella primera impresión que me causó el demoledor abandono que significaba para el Cid el hecho de que fuera apenas una niña indefensa la que se atreviera a hablarle, mientras los demás, aun considerándolo un buen hombre, se escondían.
         Andrés Bello, sin embargo, nos sorprende con la idea de que esta niña que le habla al Cid no es precisamente un niña, sino más bien una naña, es decir, una anciana. Y nos da una buena explicación:

En la edición de [Tomás Antonio] Sánchez se lee una niña de nuef años; pero el razonamiento que sigue se atribuye a una vieja en la Crónica [del famoso cavallero Cid Rui Díez Campeador], capítulo 91; lo cual es infinitamente mas natural i propio, no habiendo nada en él que no desdiga de una niña, a menos que se la supusiese sobrenaturalmente inspirada, circunstancia de que no hai el menor indicio en la narración. Atendiendo a que la Crónica va aquí paso a paso con el Poema, tengo por seguro que está viciado el texto del códice de Vivar, o de la edición de Madrid, i que debemos leer “una naña de sesenta años”. Naña significaba ‘mujer casada’, ‘matrona’ [Berceo, Duelo, copla 174; Alejandro, copla 1017]; i suponiendo que los números se hubiesen escrito a la romana, como a menudo se hacía, era un lijerísimo rasgo lo que diferenciaba a nueve de sesenta. Facilísimo era que la pluma májica de un copiante trasformase a la naña de LX años en una niña de IX.
El Diccionario de la Academia Española trae nana en lugar de naña; pero que en el siglo XIII se pronunciaba naña lo prueban irrefragablemente los pasajes citados de Berceo i del Alejandro, en que consuena con sana, extraña, compaña, montaña, faciaña (fazaña, hazaña).

         El cine y la literatura han querido imitar... o han imitado sin querer esta imagen de la niña que se levanta inerme ante un gigante como Ruy Díaz de Vivar: la Cosette de Víctor Hugo, la vendedora de los fósforos de Andersen, la niña vestida de rojo de Spielberg. Y resulta que, en rigor, de veras que tiene mucho más sentido que sea una anciana.
         Aun así, la obra pervive. La serena palpitación de aquella lengua castellana inicial y de aquella historia real contada en términos de ficción nos ha conducido a otros caminos, también luminosos —celebro aquí la novela Mío Cid Campeador (1928), del poeta Vicente Huidobro—. No importa, entonces, el desdén de algunos o el descuido de otros, la sombra del olvido no caerá sobre el Mío Cid porque, como literatura, nos cuenta lo que no vemos dentro de nosotros mismos.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXX / 12 de agosto del 2019