lunes, 29 de enero de 2018

El globish [CXCI]

Luis Roberts


Todos los idiomas son iguales, pero el inglés es más igual
que otros.
Rebelión en la granja (ilust.: Ralph Steadman)


         Si el neoespañol  es  un idioma que amenaza la misma existencia  del español,  hay otro idioma que no hace sino reforzar el predominio del inglés, o eso parece.
         La primera lingua franca del mundo occidental, del mundo mediterráneo, fue el griego, luego el latín, más tarde el catalán, después el castellano se hizo universal. Napoleón le dio el relevo al francés y desde la II Guerra Mundial lo es el inglés.  Parafraseando la famosa frase de la granja de Orwell: “Todos los idiomas son iguales, pero el inglés es más igual que otros”.
         En mis primeros viajes de joven universitario por Europa, con un inglés aún inseguro, empezando por el duro acento español que hizo que un bobby londinense no entendiera mi pregunta de dónde estaba la plaza de Trafalgar, hasta que cayó en la cuenta de que me refería nada menos que a la “Trafálga Square” (sí, llana, no aguda); ante la segura sonrisa irónica del mismísimo Nelson que nos observaba desde su pedestal, me resultaba, por lo menos, curioso que me entendiera mejor en inglés, o algo parecido, con un sueco, una danesa, una vietnamita o un libanés, que con un inglés, y no digamos con un estadounidense.
         Pues bien, ese “algo parecido” es lo que se habla en congresos, simposios de médicos, políticos, ingenieros, ejecutivos, un nuevo dialecto global, que Jean-Paul Nèrriere, exdirectivo de IBM en París, ha bautizado, y patentado, como el “Globish”, acrónimo del Global English. Si a mí se me hubiera ocurrido entonces, y lo hubiera patentado, otro gallo me cantara. El Globish se compone de unas 1.500 palabras, con una Globish Grammar aceptada por el British Council.
         El empobrecimiento del lenguaje constituye el mayor riesgo, precisamente, y una de las mayores críticas. El mismo Nèrriere lo define, en una formulación más técnica, como “una estructura reflexionada y organizada de inglés que se pone limitaciones a sí misma”.  Dice: “Si quieres disfrutar de la lectura de Mark Twain, Oscar Wilde o Racine, tienes que saber inglés, o francés, de verdad. Si quieres comunicarte con un indio o un japonés, no hace falta”. El mismo director del British Council recuerda que “la población nativa de Reino Unido y de los Estados Unidos tan solo utiliza unas 1.800 palabras en el 80 por ciento de su comunicación verbal en inglés”.  Prensa, críticos, lingüistas, académicos, del mundo anglosajón lo aplauden y lo reciben como el nuevo dialecto del siglo XXI, la nueva lingua franca. Interesados, gugleen. El esperanto ha muerto, viva el globish.

luisroberts@gmail.com



Año V / N° CXCI / 29 de enero del 2018

lunes, 22 de enero de 2018

De sustantivo a verbo [CXC]

Laura Jaramillo


Vendedor de perros calientes de Altamira, 1959



         Los usuarios de la lengua no están pendientes de si las palabras son correctas o no, o si son aceptadas o no por el DRAE. A ellos lo único que les importa es comunicarse. Y lo más importante, que la comunicación sea eficaz, es decir, que el mensaje llegue, que el mensaje sea comprendido.
         Hay ocasiones en las cuales esas palabras son tan necesarias que sin ellas esa comunicación no sería eficaz, como por ejemplo el caso del lenguaje hamponil, el cual es usado, y creado, por esos hablantes que son un poco desviados moralmente, pues en su comunidad esas palabras son claves para lograr esa eficacia comunicativa.
         Ahora bien, no vamos a hablar de esos señores (por ahora). Hablaremos más bien del común, de los que andan calle arriba y calle abajo, que constantemente están generando mensajes, pues allí, en lo cotidiano, está el caldo de la creación de nuevas palabras, que tarde o temprano llegarán a las páginas de la señora española.
         En ese común, se está dando una curiosidad bien curiosa. Se observa que hay una tendencia a crear verbos a partir de sustantivos. La lógica lingüística, que todos tenemos pero no lo sabemos, indica que si hay un sustantivo pues debe haber un verbo de ese sustantivo, ¿no?
         No lo sé, pero está pasando.
         Ejemplos hay muchos: mensajear, de mensaje; conejear, de conejo; ensanduchar, de sánduche; matrimoniarse, de matrimonio, microfonear, de micrófono; cesarear, de cesárea; cachapearse, de cachapa; garitear, de garita. Hay una que me encanta: emperrarse, de perro caliente (cortesía del perrocalientero de la esquina de mi casa); y así un largo etcétera.
         ¿Son palabras correctas? Sí, pues sirven para comunicarse, para enviar un mensaje clarito, sin tantas vueltas.
         ¿Son palabras cultas? Sí, porque hay que ser bien ingenioso para crearlas.
         ¿Dañan o perjudican la lengua? No lo sé, pero al final del camino, cuando una comunidad las usa y reúsa, la señora española termina por aceptarlas, y a partir de ese momento dejan de ser dañinas o incorrectas.
         “El genio y el ingenio de una lengua resultan ser, en definitiva, el alma lingüística que todos llevamos dentro, la que debemos desarrollar discursivamente en el hogar, en la escuela, en la universidad, en la calle, la que debemos defender y conservar. En consecuencia, cualquier pedagogía que se proponga deberá orientar su enseñanza hacia el genio y el ingenio idiomáticos. En síntesis, hacia la enseñanza y el aprendizaje de la lengua materna oral y escrita, la que nos hace orgullosos de ser hablantes y escribientes del español de Venezuela. Todo ello desde una pedagogía integradora estratégica que permita al alumno descubrir todas y cada una de las características de su lengua, para la grata convivencia, para el aprendizaje de saberes, en definitiva, para ser libres”[i].
         ¡Qué hermoso! Libres por el poder de la lengua.

laurajaramilloreal@gmail.com




Año V / N° CXC / 22 de enero del 2018




Otros artículos de Laura Jaramillo:





[i] Discurso de incorporación como individuo de número de Lucía Fraca de Barrera en Boletín Nº 202 de la Academia Venezolana de la Lengua (AVL). Caracas, enero-diciembre 2009.

lunes, 15 de enero de 2018

Ave, magister [CLXXXIX]

Edgardo Malaver


Maestro bueno, ¿qué debo hacer?
Ilustración 
china (
1879) del pasaje
de Jesús y el joven rico




         Hace un año publicamos en Ritos un artículo inspirado en el Día del Maestro en el que, sin embargo, hablaba yo de la etimología de la palabra alumno. Se titulaba “Niños de pecho”. Hoy, abrumados de tristeza por el inmerecido desprestigio que sufre, dedicamos este día a la palabra maestro.
         La palabra maestro proviene del sustantivo latino magister, o magistrum. Sabiendo esto, uno finalmente entiende por qué los maestros, entre sí, llaman magisterio a su profesión, a las actividades que llevan a cabo o, incluso, a las organizaciones que los agrupan. Entiende también uno lo que significa el término clase magistral. Y si es por ampliar el vocabulario, uno anota entonces magistratura, magisterial, maestría (que solemos llamar magister scientiarum), contramaestre, maestranza. Todas ellas parecen referirse a alguien o algo que destaca de lo demás.
         Ciertamente. La palabra contiene el adverbio magis, que equivale a nuestro más. Para resumir lo que podría ser una charla demasiado fastidiosa sobre una lengua que mi familia no ha hablado ni estudiado, por lo menos, en las últimas cinco generaciones, concluyamos que uno llama maestro al ‘que sabe más’ de un asunto, de una disciplina (en la que lo siguen unos discípulos). Por otro lado, con el adjetivo minus, ‘menos’, se construyen minister, que en español equivale a ‘sirviente’, ‘lacayo’, ‘criado’, y, lógicamente, ministerio, es decir, el ‘servicio’... o así era en la antigüedad. En la actualidad, curiosamente, el magisterio está bajo las órdenes de ministros, que no suelen ser maestros de nada ni parecen interesados en llegar a serlo.
         En inglés, la palabra master, que equivale a ‘amo’, pero también a ‘maestro’ en un sentido más místico —Jesucristo y Confucio son maestros, Obama es un simple lecturer—, deriva igualmente de magister, como maître en francés, mestre en catalán y maestru en rumano. Siempre rodeadas estas palabras de la dignidad que da el respeto que sienten los demás por quienes no sólo enseñan sino que además no cesan de aprender, como si siempre fueran pupilos de escuela, como si intentaran hallar el ser humano que llevan por dentro.
         En español, y en todos los idiomas, que yo sepa, sólo después de obtener una licencia (o licenciatura) para ejercer una profesión puede uno inscribirse en una maestría, es decir, no se alcanza el grado de maestro al concluir los estudios universitarios. El de maestro es, pues, un título mucho más honroso que el de profesor, por más que muchos profesores se sientan disminuidos —hasta se molestan— cuando los llaman así. Uno no se atreve, porque no concuerda, a llamar profesor a Andrés Bello, a Simón Rodríguez, a Cecilio Acosta, o a Mariano Picón Salas, a Luis Beltrán Prieto Figueroa, a Arturo Úslar Pietri. Estos son maestros, por más que algunos de ellos hayan sido profesores imprescindibles a nuestras universidades. La educación formal moderna ha encontrado una fórmula para aminorar esos pruritos: los profesores son instructores, asistentes, agregados, asociados, titulares. Existe otra palabra, en apariencia asépticamente científica y contemporánea —permite aglutinar todas las anteriores, ni siquiera tiene género—, pero no es difícil adivinarle el genotipo romano: docente. Y un docente es justamente un maestro, el que “dociliza”, el que convierte el barro informe que es el niño en figura humana consciente y madura.
         Cada 15 de enero aparece en Venezuela, único país en que se celebra en esta fecha, multitud de artículos de periódicos en los que se ensalzan las virtudes que ha de tener un individuo, de cualquier edad, para merecer el nombre de maestro. ¿Cuáles son esas virtudes? Los sinónimos de la palabra nos las dicen: padre, hermano, amigo, compañero, protector, modelo, líder, guía, conductor, orientador, consejero, tutor, mentor, héroe.
         Y no sólo etimológica sino que también culturalmente, un maestro, un magister, es una persona en quien sus alumnos confían y a quien quieren emular. Los discípulos de Jesús, por ejemplo, no lo llamaban maestro sólo porque él les enseñaba algo que ellos buscaban aprender. También lo era porque ellos veían en él un modelo, un norte, una esperanza cierta de hacerse hombres mejores, una prueba viviente de que es posible convertir la prédica en conducta cotidiana.
         Qué poderosa esta palabra y qué reveladora su etimología: ella sola dice que aquel que no está dispuesto a todo esto no es un maestro, es un diletante.

emalaver@gmail.com



Año V / N° CLXXXIX / 15 de enero del 2018





Otros artículos de Edgardo Malaver:


lunes, 8 de enero de 2018

El neoespañol en Venezuela [CLXXXVIII]

Luis Roberts


 
El Chunior, personificado por Emilio Lovera, antecedente
histórico del neoespañol en Venezuela


         Hace algunos años, el gran humorista Emilio Lovera creó un personaje en el desaparecido programa de la televisión Radio Rochela, en la desaparecida, por ahora, RCTV: el Chunior. Pues bien, el Chunior fue el antecesor histórico más cercano e identificable del neoespañol en Venezuela. Lo que entonces parecía solo una disparatada fantasía humorística es ya hoy una avasalladora realidad. Muchos de los ejemplos que aparecieron en mi anterior escrito sobre el neoespañol y que sacuden los cimientos de la lengua en España, les recordarán los disparates lingüísticos del Chunior, pero hoy nos vamos a fijar solamente en los verbos desaparecidos en Venezuela y sustituidos por otros del mismo campo semántico pero con significado distinto.
         Empezaremos con uno que también forma parte de las preocupaciones de ultramar, el verbo oír. Hoy ya nadie oye, todo el mundo escucha. Según el DRAE, oír es percibir con el oído los sonidos; es decir, la función que corresponde al sentido del oído. Escuchar es prestar atención a lo que se oye, también según el DRAE. Escuchar implica un acto de voluntad de oír, a diferencia de oír que es función natural del oído. “¿Me escuchas?” Sí, claro, te escucho con atención; si no, sería un maleducado, pero no te oigo porque la señal es mala. “Esta madrugada escuché tiros en mi calle.” Eres un masoquista, ponte a escuchar el Himno de la alegría, pero no un tiroteo. En todos los idiomas cercanos existe la diferencia: entendre y écouter, listen y hear, sentire y ascoltare, sentir y escoltar, hören y zuhören, ouvir y escutar, y todos siguen haciendo la diferencia, excepto el neoespañol.
         Otro verbo que ha corrido la misma suerte, este en Venezuela, es el “mirar”. Ya nadie mira, todo el mundo ve. Con este verbo cabe la misma explicación que con el anterior: uno es un acto voluntario de la vista, el mirar, y el otro, el ver, es la función del sentido de la vista. “¿Por qué me ves?” Porque no soy ciego. “¿Por qué me miras?”. Porque me gusta mirarte, porque me gustas. Y claro, a fuerza de ver por mirar se ha olvidado el significado de este verbo y ha sido sustituido por otro: visualizar, cuya primera acepción es la de visibilizar, es decir, “hacer visible artificialmente lo que no puede verse a simple vista, como con los rayos X los cuerpos ocultos, o con el microscopio los microbios. Las otras acepciones se alejan aún más de las de ver simplemente. “Le voy a visualizar la cartera por si lleva microbios sospechosos”.
         Otro verbo en trance de desaparecer: abrir. Ya nadie abre, todo el mundo apertura. La “apertura”, que es la acción de abrir, es un participio del verbo abrir, pero participo que el verbo aperturar, probablemente de origen bancario, además de feo, no está admitido, de momento. El otro día oí a mi odontólogo decirme: “Apertúrame bien la boca” (así con el reflexivo cariñoso), y me dieron ganas de “obturacionarle” la suya con el torno.
         Y para terminar, un ejemplo chirriante, de reciente aparición, pero que parece lamentablemente imparable, la sustitución del poner por el colocar. Acudamos de nuevo al DRAE, que nos dice que poner es “colocar en un sitio o lugar a alguien o algo”, y colocar es “poner alguien o algo en su debido lugar”. ¿Pero no es lo mismo? No. La diferencia está en el matiz “debido lugar” del colocar, es decir, colocar implica un orden, preestablecido o no, pero un orden. Hace unos meses vi, miré y fotografié un cartel en una clínica de Caracas que rezaba así: “Se colocan inyecciones en el piso de arriba”. Hace unos días, una alumna, conocedora de mi inquina “colocalista”, en una conversación sobre enfermería, precisamente, titubeó al darse cuenta de que iba a decir ”colocar inyecciones”, y optó por “administrar inyecciones”. Ojalá esto no trascienda. En cualquier caso lo que parece un disparate es la desaparición del “poner”, aparentemente sin razón alguna, aunque en parte la hay, como revelaré a continuación. Hace unos días, y explicando a una alumna el porqué de mi corrección de sus “colocaciones” en un ejercicio, me dijo: “En el colegio me dijeron que no dijera ‘yo pongo’, porque solamente ponen las gallinas y yo no soy una gallina”. Otra alumna que asistía a la conversación corroboró que a ella también le decían eso en el colegio. Misterio resuelto. Algunas maestras, probablemente las mismas que enseñan que las mayúsculas no llevan tilde, son unas de las principales responsables del neoespañol, al menos hasta que no se demuestre que las gallinas colocan huevos.

luisroberts@gmail.com



lunes, 1 de enero de 2018

El neoespañol [CLXXXVII]

Luis Roberts


 
¿Estar hecho un “obelisco”? ¿Como el soporta
el escudo del obispo de Basilea? (siglo XVI)


         Desde España nos llegan cada vez más voces que alertan sobre la aparición arrolladora de un nuevo idioma: el neoespañol. Esta vez es la de Ana Durante, que en un interesante libro, y en tono de humor, no solo alerta, sino que clasifica, sistematiza, busca su etimología y hasta sus posibles causas psicosociales, de lo que ella también llama “el español aproximado”, en su Guía práctica de neoespañol. Enigmas y curiosidades del nuevo idioma.
         ¿Y qué es el neoespañol? Pues una forma de comunicación que está sustituyendo al español a marchas forzadas. Todos los idiomas han evolucionado históricamente, incluido el castellano, pero nunca con la velocidad y cantidad del neoespañol, que, además, cuenta con otros dos factores concomitantes en su proceso de devorar al castellano: la transversalidad y la universalidad. No hay diferencias de clase social, ni de profesión, ni de grupo religioso, político o deportivo, no es un problema de registro: todo quisqui lo habla:

Para el español aproximado, lo que hasta ahora se consideraba ignorancia es en realidad haber dado un gran paso liberador, abandonar el corsé y las limitaciones de la antigua lengua y alcanzar cotas antes nunca vistas. Como por ejemplo que el pensamiento vaya por un lado y el lenguaje por otro, o que no haya siquiera pensamiento que sustente las palabras. También que estas expresen sin cortapisas lo que quieran, no necesariamente el concepto que definían con anterioridad, que los verbos son intercambiables incluso por sus opuestos, que las conjugaciones pasen a la historia, que podamos inventar nuestro propio vocabulario...

         La base de datos que Ana Durante aporta, recogidos, y en esto insiste una y otra vez, de doblajes y susbtitulajes de películas y series, intervenciones de presentadores de televisión, declaraciones de políticos y otros profesionales, artículos de periódico, y, lo que es más grave, de libros publicados por editoriales serias, traducidos o no, le dan, por una parte, un carácter cuasicientífico al trabajo, además, por otra, una función didáctica explicitada con los ejercicios que incluye de traducción del neoespañol al castellano y viceversa.
         En el neoespañol, para sustituir a un verbo no es necesario utilizar otro verbo, puede ser un adjetivo, un adverbio, nada. Veamos algunos procedimientos o criterios utilizados para la sustitución. La fonética: “Esa camisa le profería un aire chulesco”; “le infirió malos tratos”. Por una función similar: “Le tiritaban los dientes de frío”; “el golpe le fraccionó la mano”. Una lógica rocambolesca: “Solía enjuagar las penas conmigo”. El mecanismo sustitutorio, cambiando el verbo por sus contrarios: “No podía dormir, así que he bajado para encontrar un libro”; “no insistas, no voy a venir a tu casa”. Los verbos de nuevo cuño, o neologismos sorprendentes: “No externas nada y así no sé a qué atenerme”; “el cielo resignaba lluvia”. Los verbos auxiliares y los verbos comodín. Venirse arriba o venirse abajo, patentado por los periodistas deportivos, ese auxiliar venir con su partícula -se, por animarse o desanimarse. El uso del verbo hacer como auxiliar: “Todo hace indicar que va a llover”. Otras joyas del periodismo deportivo, como “la defensa hacía aguas” (no “hacía agua”), es decir, se orinaba; “el árbitro perdió “literalmente” la cabeza (y obviamente no pudo continuar el juego hasta que la encontró). El uso conjunto de verbos sinónimos: “lograron conseguir el acuerdo...”; “se lo volvió a repetir”; “se volvieron a reencontrar...”. El comodín celebrar: “La misa de corpore insepulto se celebró... con champán en algunos casos. Otra perla, esta vez de los políticos: “Acato la sentencia, pero no la comparto”, por “no estoy de acuerdo”, tanto que se niega a compartirla con su familia, supongo. Tanto es así que se puso “hecho un obelisco” (por “basilisco”). El uso cansino del reflexivo en los periódicos: “fue disparado...”; “fue diagnosticado...”; “fue preguntado...”. También están los que “tocan de oído” y el oído les engaña: “Aquello no podía surgir efecto”; “cayó una trompa de agua”; “fue un toma y daga”; “graso error”; “estoy atónico”.
         Y por último, la preocupante desaparición de ciertos verbos y su sustitución monovalente por otros de su campo semántico, a lo que dedicaremos el próximo episodio del neoespañol, esta vez en Venezuela.

luisroberts@gmail.com



Año V / N° CLXXXVII / 1° de enero del 2018





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