lunes, 25 de diciembre de 2017

Jao [CLXXXVI]

Laura Jaramillo


Leonard Nimoy y su imperturbable personaje también
se han convertido en claves para la comunicación



         Por lo general, somos muy informales con las personas que conocemos. Nos valemos de la amistad o de la familiaridad para quizás irrespetar o alterar los códigos de comunicación. Esto se puede observar, incluso, entre desconocidos. Quizás sea por aquello de que somos un país tropical y tratamos a cualquiera con confianza. Sin embargo, como dicen los hermanos colombianos, jalarle al respetico no está mal de vez en cuando; ya luego podemos relajarnos. Esto lo digo a propósito de los artículos sobre los saludos.
         Malaver dice que “es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea ‘La bendición, mamá’”. Será él, porque yo a mi cucha le hago un saludo a lo indio, es decir, le levanto la mano y le digo: “Jao”, porque yo me levanto con sueño y no tengo fuerzas para decirle: “Hola, mamá, buenos días”. Cuando visitaba a mi abuela, y como ya casi no oía, al verla en las mañanas solo tenía que cruzar los brazos en señal de bendición, y ella me hacia todas las cruces que pudiera. Una maravilla.
         Lamentablemente, cuando hay visitas en la casa, me veo obligada a emitir esas palabras tan tediosas: “Buenos días, fulano”, y lo peor es seguir el saludo preguntando: “¿Cómo amaneces?”, o “¿Cómo dormiste?” Y por ahí se va la primera conversación del día. Una vez más, como dicen mis hermanitos colombianos, ¡qué jartera!
         En el mismo artículo, se dice: “a mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: ‘Buenos días, vírgenes impolutas del silencio’”. Me parece muy bien, porque yo tampoco insulto a mi hermano. Nosotros nos saludamos como los antisociales, con los puños. No es que me agrade emular esas actitudes, pero prefiero eso a tener que hablar al levantarme. A veces, muy rara vez, se me escapa un “¿Qué hubo?”, con su respectivo movimiento de cabeza, pero eso pasa cuando me levanto “happy” por haber soñado con George Clooney.
         Es curioso cómo la gente aprende a conocerlo a uno. Recuerdo que la puerta de la oficina donde trabajaba tenía un vidrio, y todas las mañanas dos compañeras solo se posaban en la puerta y me hacían el saludo de Mr. Spock. Otra maravilla. Pero cuando llegaba la jefa, lo arruinaba todo.
         Como verán, las manos son muy útiles; y más en estos tiempos en los cuales hay que ahorrar hasta la saliva.
         Ahora sí, hablando ¿en serio?, me parece que la buena educación está subestimada. Nos cuesta mucho saludar respetuosa o diplomáticamente a las personas. Yo sé que hay ciertos especímenes que nos caen como una patada en una pucheca, y preferimos voltear la cara, ver pal piso o simular que revisamos el celular, pero con alzar la mano como los indios y dibujar una sonrisa de Mona Lisa es más que suficiente. Como dicen por ahí, lo cortés no quita lo valiente.

laurajaramilloreal@yahoo.com

  


Año V / N° CLXXXVI / 25 de diciembre del 2017




Otros artículos de Laura Jaramillo:


lunes, 18 de diciembre de 2017

De ‘pseudo-’ y otros prefijos [CLXXXV]

Ariadna Voulgaris


 
Amélie (Audrey Tatou) intenta comprender
la fascinación de su padre por los gnomos



         En mi artículo del 5 de septiembre del 2016 (Ritos CXXII), me disculpaba con los lectores por escribir la palabra pseudónimo “a la antigua”; afirmaba que existía una razón para ello, pero nunca la revelé. Hoy les confieso que no deseaba hablar de los pseudónimos, sólo era la introducción a mi verdadera intervención, que trataba de esos prefijos griegos que más parecen errores de tipeo que pedacitos de palabras.
         Con lo difícil que resulta aprender a leer y escribir y además tiene uno que apechugar con estos bichitos raros que llevan letras entrometidas donde no es lógico que aparezcan. Pseudo- es uno de ellos. En griego, literalmente, significa ‘falso’. Muy bien, si tenemos pseudónimo, sabemos que ese nombre no es el verdadero; si tenemos pseudopolítico, pensamos en algunos enanos que se visten de gigantes para entrar en los palacios de gobierno. El problema es la ortografía (palabra griega también, pero harto más recatadita): esa pe que se atraviesa antes de comenzar la palabra. Pasa con el prefijo ‘psico-’, que uno sabe que se refiere a todo lo de la mente, pero ¡¿por qué trae esa molesta pe delante?!
         Y el 16 de octubre de este año, Luis Roberts escribió, en la sexta entrega de su “Viaje a la RAE” (Ritos CLXXIV), que algunas palabras, principalmente griegas, que el español ha conservado, que él llama “grupos consonánticos cultos, pero silenciosos”, han mantenido “grupos de consonantes [que] son impropios del español: ftalato, gnomo, ptialina, psicología, psoriasis, dismnesia, ctenóforo, tsunami”. El profesor Roberts no ha hecho más que ahorrarme trabajo. Los ejemplos son, como dicen los españoles, impagables. Apenas si se me ocurre agregar ctónico, que aprendí un semestre que cursé Literatura y Vida en la Escuela de Letras, y mnemotecnia, que se ha estudiado aquí en Ritos.
         La explicación no puede ser más sencilla: los pueblos y las culturas de las que provienen esas raíces y prefijos asignan importancia y significación a tales sonidos; en cada lengua las sílabas se dividen de formas diferentes; en la oscura noche del origen de esas palabras, que bien puede ser el origen de esas lenguas, existía para los hablantes una identidad total entre esos sonidos y la cosa mencionada. Que tales combinaciones de sonidos hayan cruzado las fronteras de aquellos pueblos es señal de éxito, y que otros grupos humanos hayan adoptado tales significantes es señal de fortaleza del signo.
         Por otro lado, los cambios en la ortografía son pasos en la evolución de las lenguas vidas, de modo que no hay duda de que un día nadie recordará esas consonantes impertinentes que hoy todavía se atraviesan en algunas de nuestras palabras cotidianas. No hay que sorprenderse, aunque no es para nada despreciable el esfuerzo por conservarlas como parte de una tradición que hemos iniciado nosotros mismos. Todo lo que aprendemos a decir de niños y lo que aprendemos después es resultado de esa dialéctica entre lo antiguo y lo nuevo. Más vale aceptarlo, porque lo que pasó no se puede cambiar, porque todo eso representa belleza y riqueza para la lengua, y porque la lengua es indetenible.

ariadnavoulgaris@gmail.com



Año V / N° CLXXXV / 18 de diciembre del 2017



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lunes, 11 de diciembre de 2017

Más allá de un ritmo, una denigración [CLXXXIV]

Luis Camacaro


 
Antes del reguetón, la literatura y el cine habían encumbrado
a las
femmes fatales. Sue Lyon en Lolita (1962)



         No importa lo que se haga, las probabilidades de huir de él son nulas. Aunque no sea de agrado, en algún lugar llegará a los oídos sin querer, entonces solo queda acostumbrarse a su ritmo y seguir su son. Ese es el reguetón, un género musical producto de la mezcla entre el reggae jamaiquino y el hip-hop latinoamericano, con un puesto en la cultura general y altamente escuchado por todo tipo de personas, sobre todo, por los jóvenes.
         No se puede negar que el reguetón es pegadizo, pues las personas de una u otra forma terminan moviéndose a su ritmo o tarareando sus letras. El problema radica en que esas personan no se percatan de que más allá de ese “tucutún” contagioso existen palabras con significados denigrantes sobremanera y, lo peor, dirigidas hacia la mujer, la principal afectada.
         La imagen de la mujer en el reguetón es dejada por el piso cuando la describen con calificativos despectivos. En vez de usar un vocabulario que apueste por embellecer y dejar en alto lo que representa el sexo femenino, el reguetón se vale de palabras que, si bien a simple vista parecen inofensivas, al ser relacionadas con el resto de la letra cobran un significado realmente ofensivo y hasta ridículo.
         Ese es el caso de las siguientes palabras: felina, canina, zorra, gata y cachorra. Nombres de animales, nada que temer, pero ¿qué quieren decir realmente los reguetoneros?, pues que la mujer es comparable con todos esos animales porque se comporta como ellos (son infieles por naturaleza). Además, son usados otros términos como chapiadora (mujer que hace lo que sea por dinero), asesina (que tiene relaciones sexuales de forma agresiva) y abusadora (sin modales, brusca). No conforme con eso, en el reguetón se emplean calificativos que siempre han sido usados por la figura masculina para piropear a la mujer, como mami, mamacita, mamita o baby.
         Lo anterior guarda estrecha relación con lo siguiente: la mujer como figura netamente desinhibida y provocadora. Para el reguetón es muy claro: las féminas no tienen vergüenza, son fiesteras y excitadoras del deseo sexual. Algunos de los enunciados que dejan en claro esta idea son “no se pierde ni un party”, “perrear no escatima”, “le encanta la ropa atrevida”, “lleva mirándome toda la noche”, “a ella le gusta la gasolina (el alcohol)”, etc.
         El hombre también cumple un papel importante en las canciones reguetoneras, aunque quizá menos peyorativo, pues se presenta como la figura superior, el que manda sobre la figura femenina y la vuelve inferior. “Te vas a ir conmigo”, dice la letra de una canción; “soy yo quien mando”, dice otra; “aquí nosotros somos los mejores”, “aquí las cosas corren a mi manera”, dicen otras dos. ¿Acaso hay algo más patético?
         Entonces, se puede ver claramente la postura que se toma contra la mujer a través del reguetón. El problema con este género musical no es el ritmo, no son los instrumentos utilizados, ni siquiera la voz del cantante, el problema es el vocabulario denigrante usado en contra de la imagen femenina. Pero ¿por qué?
         Cualquier justificación es inaceptable, porque la mujer como elemento fundamental de la sociedad, productora de la humanidad y ser precioso por naturaleza debe ser respetada ante cualquier medio, y su belleza e importancia ha de ser expresada en cada oportunidad.

enriqcamacaro@gmail.com




Año V / N° CLXXXIV / 11 de diciembre del 2017

lunes, 4 de diciembre de 2017

¡Azúcar! [CLXXXIII]

Ariadna Voulgaris



La voz de Celia Cruz añadió nuevos matices
al significado de la palabra
azúcar


         Dado que Ritos de Ilación, en apariencia, ha entrado en un atractivo período en que unos autores les contestan a otros y a veces a sí mismos o continúan los textos de la semana anterior, me he determinado a abandonar mi prolongado silencio para comentar algunos artículos, comenzando por uno escrito por mí misma.
         El día de hoy, pero hace dos años, es decir, el 2 de noviembre del 2015, cerré mi artículo “El árabe dentro del español” insinuándoles a los lectores que cuando encontrara mis discos de Celia Cruz (porque acababa de mudarme), les hablaría de la palabra azúcar. No pensé que me tardaría tanto, pero heme aquí.
         Azúcar, que, tal como dije hace dos años, es de ascendencia árabe, no encierra ningún misterio para los hablantes, hasta que toca decidir si es de género femenino o masculino. Es tan poco misteriosa, que su raíz fue adoptada también por lenguas cercanas a nosotros: el italiano (zucchero), el francés y el catalán (sucre), el inglés (sugar) y el alemán (Zucker). Es sencillo ver que se trata de la misma raíz. ¿Por qué en español tiene otra?
         En realidad, no es sólo en español, pero es éste el que más me interesa. Al español esta palabra nos la trajeron los árabes, cuando se instalaron aquella breve temporada en Iberia. La mayoría de las fuentes que he consultado ponen: Al-sukkar. No tengo más remedio que confiar en ellas, e incluso me convencen las que afirman que el artículo al permaneció unido al sustantivo debido a que a los españoles les dio por pronunciarlo con zeta y dejar morir la líquida —semejante a lo que sucedió en portugués (açúcar), en gallego (azucre) y en vasco (azukre)—. Por supuesto, a medida que pasaba el tiempo, no sabiendo que la palabra original ya tenía su artículo, los hablantes necesitaron ponerle uno y, arbitrariamente, se decidieron por el masculino, que permitía una pronunciación más sencilla que el más coherente femenino. Porque azúcar es femenino.
         Lo gracioso es lo que uno encuentra en el Diccionario de dudas de Manuel Seco. Primero explica que azúcar puede ser masculino o femenino, aunque, en singular y en plural, suele ir acompañado de artículo masculino y adjetivo femenino: el azúcar blanca. Después, mirando hacia Venezuela, dice que otra anomalía gramatical de este sustantivo es el diminutivo: azucarita, más bien infrecuente para nosotros, o azuquita, forma que muchos reconocerán. Pero la anomalía de las anomalías es azuquitar. ¿Dónde se usa esta forma?
         “Alta corona de azúcar”, dice Nicolás Guillén hablando con tristeza de Cuba, “le tejen agudas cañas”. Y en otro poema: “Duro mapa de azúcar y de olvido”. La sola palabra es dulzura y frescor en todas sus sílabas, placer de lengua y de oído, teniendo o no teniendo en cuenta su origen o su gramática. “¡Azúcar!”, exclama Celia Cruz cada vez que siente que la música posee sus venas y su espíritu benigno.
         Bendita palabra que ha ido recogiendo calor entre siglos y mundos, entre sonidos e imágenes, para llegar a nosotros, a la vez tentadora y sublime, como el sabor de la vida.

2 de diciembre del 2017

ariadnavoulgaris@gmail.com




Año V / N° CLXXXIII / 4 de diciembre del 2017




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