lunes, 28 de marzo de 2016

Colombianadas [CI]

Adrianka Arvelo


Una vez resuelto el dilema de si fue primero el huevo
o la gallina, falta saber qué fue primero: paisa o paisano



         “No puedes estar dando boleta con ese teléfono en la calle”. Eso fue lo que le dije a mi hermana esta mañana antes de salir de la casa. Resulta que uso con bastante frecuencia formas verbales, estructuras, frases y refranes procedentes de Colombia. Esto para mí no es ni nunca ha sido un problema, pero parece que a mis amigos les causa cierto “picor” oírme decir cosas como dar boleta, tenaz, parce y tantas más.
         “No soy buena para esto, pero tocó hacerlo” es otra de las frases que uso con regularidad aunque, en realidad, más que la frase, lo que uso es esa estructura; es decir, ese uso del verbo tocar que en el español de Venezuela implica la primera acepción que se da en el diccionario de la RAE: “Ejercitar el sentido del tacto”, pero que en el español de Colombia se utiliza en la lejana acepción número 22: “Ser de la obligación o cargo de alguien”.
         La verdad es que, también, al decir cualquiera de estas expresiones colombianas, estas “colombianadas”, la reacción de quienes me escuchan pareciera ser, en algunos casos, como burlista y hasta de desprecio. Por ejemplo: “Uuuuiissshhh, se le salió el colombiano, ¡vea!”. Acto seguido viene la risa. Es decir, pareciera haber un pleno conocimiento sobre la procedencia de estas expresiones que da pie a la burla y el torrente de ejemplos en forma de chiste sobre el lugar y su gentilicio. Habría que preguntarse también cuánto de lo que decimos es meramente venezolano (véase Ritos X, de Aurelena Ruiz) y hasta qué punto hemos puesto en nuestro contexto frases o estructuras que provienen de países vecinos.
         Podría pensar en la palabra paisa. En Colombia un paisa es una persona proveniente de la ciudad de Medellín, es decir, de Antioquia. En Venezuela, por su parte, existe, si se quiere, una variante de ésta y es paisano. Para nosotros, un paisano es alguien relativo a nosotros, de nuestro mismo lugar; dice la RAE: “Dicho de una persona: que es del mismo país, provincia o lugar que otra”. Qué fue primero entre paisano y paisa quizá sea como si fue primero el huevo o la gallina. Tal vez sea una exageración, pero es que debido o gracias a la cercanía actual entre estos países y, más aún, al hecho de haber sido en algún momento ¡hace menos de 200 años!una misma república, podría haber sucedido que para la época de la Gran Colombia se utilizaran ambas palabras, o quizá ninguna sino otra parecida y de la cual se derivaron éstas.
         Lo raro en todo esto es que a pesar del desagrado, el “picor” (insisto en esta imagen) o, incluso, la sorpresa por parte de quienes me escuchan decirlo, no hay desconocimiento en los oyentes y logran, ciertamente, entender lo que les estoy diciendo. No sé si sea exactamente porque dejan pasar por alto esa estructura o esa información, que es complementaria, y  entienden el mensaje o si, dada la influencia (por decir lo menos) de las telenovelas colombianas en Venezuela, ya ha calado en nuestro vocabulario un gran número de estructuras sintácticas, gramaticales y hasta fonéticas del vecino país.
         Venga a ver cómo me le explico... Vea, mijo, ¿esto sí tendrá que ver con una cuestión de etimología?, ¿con la historia de las naciones?, ¿o es que acá, simplemente, así como hemos adoptado personas de todas partes también aceptamos tan tenazmente las formas verbales que traen consigo? ¿Cierto que sí me entendieron todo lo que les dije? ¿Sí ve que no es tan difícil, ni tan ajeno, y pues mucho menos sorpresivo ese lenguaje colombiano al que (aunque no lo creamos, parce) ya estamos acostumbrados?
         Tal vez al alejarnos de la mera forma y quitarles el acento propio a estas oraciones seamos capaces de ver que se puede, sin mayor problema, entender todo lo que se nos dice, sin necesidad de poner una barrera imaginaria a cualquier venezolano que usa expresiones propias de Colombia o de cualquier otro país. Queda abierta, entonces, la posibilidad y ¿necesidad? de ponerse a escudriñar los orígenes de ciertas expresiones.


aarvelo22@gmail.com




Año IV / Nº CI / 28 de marzo del 2016

lunes, 21 de marzo de 2016

Ilación (II) [C]

Edgardo Malaver Lárez


Aristóteles (384-322 antes de Cristo) no sólo creó
el término silogismo, sino que también estructuró
el primer sistema lógico que se conoce



Y se estuvieron mirando
por el cristal de las lágrimas.
Y el amor, entre sus ojos,
hilaba.

“La hilandera”, Andrés Eloy Blanco


         En febrero del 2013, publicamos como primer número de Ritos simplemente la definición de la palabra ilación del diccionario de la Academia: “Trabazón razonable y ordenada de las partes de un discurso”, dice en segunda acepción. Para el que sabe mucho de eso, muy bien, pero a uno lo desorienta esa palabra trabazón, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que se traba?
         Vamos a buscarla también en el diccionario. Primero dice: “Juntura o enlace de dos o más cosas que se unen entre sí”. Aunque digamos que no, esta imagen no dista mucho de la enredadera organizada de hilos que produce una tejedora. Dos acepciones más tarde, dice: “Conexión de una cosa con otra o dependencia que entre sí tienen”. Pues ya no parece tan difícil de comprender.
         Sin embargo, es la tercera acepción de ilación (pero también, bastante, la primera) la que pone por fin las cosas en terreno más bien indiscutible. Las circunscribe a la filosofía, pero es sencillo relacionarlas con la lógica. ¿A usted no le suena “Enlace o nexo del consiguiente con sus premisas” a lo que Aristóteles llamaría silogismo? Si un silogismo es un razonamiento en el cual se llega a una conclusión a partir de dos afirmaciones (premisas), entonces la ilación ha de tener con él alguna relación, cuando menos alguna semejanza, algún hilito que los mediovincule.
         Ciertamente, un texto entero (una enciclopedia o un artículo de El Nacional) o incluso un solo párrafo (como los de Víctor Hugo o como los de Ednodio Quintero), aunque no tenga pretensiones extraordinarias, deberían exhibir esos elementos, esos mecanismos de pensamiento, por medio de los cuales el lector u oyente llega con el autor a las mismas deducciones, a las mismas convicciones, a las mismas conclusiones, más allá de que no esté de acuerdo con él. Es a partir de este “diseño”, y gracias a él, que el texto puede producir ideas nuevas.
         Si las partes de una cosa se traban, si se enredan, si cooperan unas con otras, el conjunto va a ser un todo cohesionado y firme. De repente, se me conecta todo con la idea de cohesión, esa propiedad de todos los textos (sin la cual, según los teóricos, no deberíamos llamarlos así) que, internamente, muestran relaciones entre sus partes: la concordancia, las referencias anafóricas y catafóricas, elipsis, etc., hilos que van amarrando unos elementos a otros, unas ideas a las demás, para hacer un solo ovillo sin cabos sueltos.
         En resumen, todo texto, a riesgo de dejar de serlo, tiene que tener cohesión, es decir, tiene que ser una especie de silogismo dentro de sí... tener ilación.


emalaver@gmail.com



Año IV / N° C / 21 de marzo del 2016

lunes, 14 de marzo de 2016

Trivia [XCIX]

Edgardo Malaver


Ilustración de las siete artes liberales
de Herrad von
Landsberg (siglo XII)



         Lo más atractivo de los juegos de trivialidades eran las preguntas sobre ciencias. Era fascinante poder responder (e incluso no poder responder), por ejemplo: “¿Por qué los rayos X se llama rayos X?”; “¿Quién fue la primera persona ganó el Premio Nóbel en diferentes ciencias?”; “¿Quién inventó el cero?”. Y entre más humanista es uno, más se sorprenden los competidores, porque creen que a uno sólo le interesan la literatura, la historia, el cine y la música.
         Aunque lo sabio es que ciencias y humanidades convivan en paz y se enriquezcan las unas a las otras, los juegos de trivialidades parecen confundir la gimnasia con la magnesia. Afortunadamente, las confunden en el buen sentido, porque si todo lo que se pregunta en el juego es trivial, lo es en ambas orillas del río. Es decir, en ambos se detiene en lo que importa menos, en lo que impresiona a primera vista pero que en realidad no es ciencia ni es arte. Como dice el diccionario, son datos que “carecen de toda importancia y novedad”.
         El detalle, sin embargo, no hay que buscarlo en el juego sino en la Edad Media. En las universidades de entonces, las materias que estudiaban los que estudiaban se dividían en dos grupos: por un lado, las artes de la elocuencia y, por el otro, las artes matemáticas. El primer grupo, formado por la gramática, la dialéctica y la retórica, era llamado trivium (tres vías, tres senderos, tres calles), mientras que el segundo, compuesto por la aritmética, la música, la geometría y la astronomía, era llamado quadrivium (cuatro caminos, cuatro avenidas, cuatro sendas, cuatro rutas). Juntas, eran las artes liberales, es decir, de los hombres libres, porque se diferenciaban de los viles oficios de los esclavos. Queda claro que, con el paso del tiempo, el trivio se convirtió en las disciplinas humanísticas y el cuadrivio ahora abarca las científicas. Lo que nos falta comprender en el presente es que en la Edad Media la educación universitaria no se completaba mientras el estudiante no se zambullera en aquellas siete ramas del conocimiento.
         Lo triste es que en algún momento de la historia comenzó a pensarse que las disciplinas reunidas en el trivium eran superficiales y poco importantes con respecto a las otras y desde entonces las humanidades son menospreciadas, subestimadas e incluso ignoradas en la imaginación de la población en general. Lo trivial, inicialmente tan profundo y tan amplio, se asimiló a lo superfluo e insignificante. Y una señal clara de esto es que no existe un adjetivo proveniente de quadrivium que signifique nada como ‘cargado de mucha importancia y novedad’. Se sobreentiende que lo que tiene esos rasgos son las “ciencias serias”... que lo son, ciertamente, pero no más que las humanistas. Y como probablemente diría C.P. Snow si viviera aún, preferir uno de estos universos, sin mirar de reojo siquiera hacia el otro, es, meramente, ignorancia.
         Para decirlo en menos palabras, ¿qué tienen de trivial, en la actualidad, la historia, la lingüística, la antropología? ¿Son superficiales los estudios literarios, los filosóficos, los artísticos? Aceptar que lo son equivaldría a aceptar que el hombre es sólo carne y hueso, que no hay nada más que sangre y hormonas dentro de él.
         Por cierto, ¿qué filósofo ganó competencias de atletismo en las Olimpíadas?


emalaver@gmail.com




Año IV / XCIX / 14 de marzo del 2016

lunes, 7 de marzo de 2016

Antepretérito, antepresente, antefuturo [XCVIII]

Edgardo Malaver



La imagen de Andrés Bello en el billete de 50 bolívares
fue sustituida por la de Simón Rodríguez en el siglo XXI


Profe, su trabajo no es complicarme la vida.
Una estudiante de Lengua Española I (2016) 

         A todo el mundo le confunden los tiempos verbales. Todos los usamos con bastante acierto, con mucha destreza, con más facilidad de lo que pareciera indicar la poca atención que les ponemos en la escuela, pero apenas llega un profesor y menciona un tiempo, a todos se nos borra todo lo que sabemos y lo que estamos por saber.
         ¿No deberían los gramáticos —me han preguntado cientos de personas dentro y fuera de la universidad— reunirse y ponerse de acuerdo para simplificar eso, para que la gente no se confunda tanto? Siempre me parece gracioso, en primer lugar porque simplificar el sistema verbal requeriría que la lengua se simplificara, lo cual requeriría que los mismos que preguntan hablaran de manera más simple; y en segundo lugar, porque eso ya existe y lo hemos tenido en casa toda la vida.
         El sistema de nomenclatura verbal ideado por Andrés Bello (1781-1865) tiene la inmejorable virtud de dar a cada tiempo un solo nombre, que se construye a partir de las solas nociones de pretérito, de presente y de futuro y su combinación únicamente con los prefijos ante-, co- y post-. No parece posible una mayor sencillez. Todo el sistema funciona basado en que las acciones suceden en un tiempo anterior, simultáneo o posterior al momento de la emisión del habla y en que el anterior y el posterior (el pretérito y el futuro) pueden ser, a su vez, anteriores, simultáneos o posteriores a otra acción. El nombre que aparece de esas combinaciones es tan significativo y a la vez tan fácil de interpretar, que por sí solo insinúa, o más bien sugiere, o más bien señala directamente en qué punto de la llamada “línea del tiempo” se ubica el tiempo verbal con respecto al presente del hablante y a otras acciones.
         En este instante, en presente, puedo decir: “Hoy escribo esta oración”. Puedo decir también: “Ayer en la mañana escribí una oración”. Pretérito. Y puedo decir: “Mañana en la tarde escribiré otra oración”. Futuro. Una vez establecidos estos puntos en la línea, puede hablarse también de tiempos anteriores al presente: “Hoy he escrito esta oración” (antepresente); al pretérito: “Ayer en la mañana, cuando hube escrito una oración...” (antepretérito), y al futuro: “Mañana en la tarde habré escrito otra oración” (antefuturo).
         Para decirlo en pocas palabras, antepresente significa lo que está justamente antes del presente, lo que ha ocurrido hace poco tiempo (lo más frecuente en España): “El viernes he conocido a tu hermano”. Pasa lo mismo con el antepretérito y el antefuturo, es cuestión de poner el verbo haber en pretérito y en futuro, respectivamente. También indica lo que ha sucedido antes al menos una vez pero puede volver a suceder en el presente o en el futuro, que es el uso más frecuente en Venezuela. Uno dice: “Esta semana he ido al Jardín Botánico tres veces” cuando aún no se ha acabado la semana, porque siempre es posible que vuelva a ir; pero se siente de todas maneras que esa repetición de acciones forma parte de un tiempo aún cercano, que no ha concluido.
         De modo que si a usted le resulta difícil, compleja, incomprensible la nomenclatura verbal de la Academia (que, además, fijó una en 1931 y otra en 1973): pretérito perfecto compuesto, potencial compuesto o perfecto, futuro perfecto, etc., quizá convenga echarle un vistazo a la clarísima clasificación de Bello, que, por si fuera poco, ha sido pensada para los hablantes de América.


emalaver@gmail.com


Año IV / N° XCVIII / 7 de marzo del 2016