miércoles, 25 de febrero de 2015

Cumpleaños, aniversario, onomástico

     Hoy está Ritos de Ilación cumpliendo dos años. De haber sido un ser humano, hubiera podido llamarse Jacinta. Y tal como en la vida de la santa italiana, Ritos ha pasado por dos períodos importantes: el inicial, hasta abril del 2014, en que la periodicidad fue muy irregular, y el actual, en que, gracias al entusiasmo e impagable cariño que le ponen los autores, se ha vuelto constante y uniforme. El lunes que viene alcanzamos 30 lunes ininterrumpidos de publicación.
     Gracias a todos. Muchas gracias, Ramón Aparicio, Luisa Teresa Arenas, Daniel Avilán, Elizabeth Cornejo, Joana Do Rego, Laura Jaramillo, Leonardo Laverde, Isabel Matos, José Antonio Millán, Miguel Ángel Nieves, Sara Cecilia Pacheco y Aurelena Ruiz, que han desplegado aquí sus ideas y palabras; gracias a los lectores, que nos animan y nos recompensan con sus comentarios e incluso con sus objeciones.
     Hasta el lunes.


Edgardo Malaver

lunes, 23 de febrero de 2015

¿Pronombre de lugar en español? [XLV]

Daniel Avilán

 

 

 

 

 

         Para aquellos que hemos estudiado francés siempre ha resultado muy chocante que existan en ese idioma cosas que no existen en español y que, además, en alguna altura de la vida, estas cosas nos resulten hasta necesarias en nuestra lengua. Entre todas esas cosas que me hacen falta en español está el pronombre y de lugar del francés, que reemplaza, entre otras cosas, los complementos circunstanciales de lugar como referencia anafórica, por lo general.

         En una conversación en francés, por poner un ejemplo común, en la que hablemos de Venezuela, este sustantivo podría convertirse más adelante en el discurso en y, cuando cumpla función de complemento circunstancial de lugar, eg. Le Venezuela, j’y habite dès que j’y suis né. Pero en español se hace difícil retomar el mismo referente de la misma manera: Venezuela, yo vivo (ahí, aquí, allá...) desde que nací (ahí, aquí, allá...). Con toda certeza, existen en español varios elementos deícticos que cumplen funciones similares, pero, no en forma de pronombre, por lo que se ve en el ejemplo, al menos no que yo recuerde.

         Un día que me topé con un poema de Gonzalo de Berceo (Los milagros de nuestra Señora) noté este verso: “Avién y grand abondo de buenas arboledas” y me di cuenta, tal vez por mi ojo demasiado buscón, de que estaba ahí, en ocurrencia con el verbo aver de existencia, un pronombre y de lugar. No lo podía creer, pero estaba ahí: aver como avoir; entonces me resultó lógico: avoir en tercera persona del singular en presente del indicativo es il a, pero para existencia está il y a, justo como en español haber (o aver para Berceo) en tercera persona del singular en presente del indicativo es (él o ella o eso) ha, y para existencia está el pronombre y, que no pudo desaparecer por cosas de lógica lingüística, tal vez. Así, en español tenemos hay que en francés es il y a.

         Como con la lengua no debe uno dejar de ser curioso, y como yo soy además hasta obsesivo, me puse a buscar de manera poco seria y sin método alguno, ocurrencias del mismo pronombre en español donde se expresara existencia y encontré esto: estoy, soy, voy, doy, curiosamente todas en la primera persona del singular yo y en presente del indicativo.

         Esto me hace pensar en la profundidad con la que nuestra lógica morfosintáctica española (castellana acaso) expresa una manera particular de entender la existencia: estrechamente ligada con el espacio; el único espacio del que se tiene certeza, deícticamente hablando, el mío, el de la primera persona, en torno a la que todo el universo lingüístico gira.

         Si la lengua materna de Heidegger hubiera sido el español, su estudio sobre Ser y tiempo no habría sido el mismo.

 

daniel.avilan@gmail.com

 

 

 

Año II / Nº XLV / 23 de febrero del 2015

EDICIÓN DEL SEGUNDO ANIVERSARIO


lunes, 16 de febrero de 2015

¡Zapatazos! [XLIV]

Luisa Teresa Arenas Salas


            Un grito de nostalgia: ¡Zapatazos! Una palabra muy sentida hoy que quizás despierte en muchos de nosotros recuerdos de una travesura infantil: la voz de una madre cuya indignación quedó realizada en un hecho lingüístico convertido en acción al sentir el golpe de un zapato que lastima una parte del cuerpo simultáneamente con el eco del último sonido [áso] del enunciado irancundo: ¡Muchacho, te voy a dar un zapatAAAZO!, más el golpe certero, doliente, inesperado.
            Pero no es de ese “zapatazo” aleccionador del que deseo hablar, sino de ese otro ¡Zapatazo! nostálgico que produce la desaparición física del MAESTRO DE LA CARICATURA, Pedro León Zapata. El ¡Zapatazo! que ha golpeado durante 50 años nuestro país desde la página de opinión de El Nacional y que a partir de hoy, 6 de febrero de 2015, silencia sus golpes opinadores dejando un vacío editorial como “si perdiéramos un brazo”, en palabras de Miguel Henrique Otero, su director. Y, en mi caso, como si perdiera no solo el brazo sino la muleta en la que me apoyaba en mis clases: sus caricaturas como recurso didáctico.
            Al leer los Zapatazos de Zapata se activaba en mí el proceso dialéctico característico del humor: de la risa al pensamiento. Sucedía algo así como un minuto de risa y diez de reflexión sobre la Venezuela del momento dibujada en sus geniales trazos llenos de coraje y lucidez y la Venezuela utópica implícita en la intención de Zapata: una Venezuela próspera, plena de libertades. Luego de esto, afloraba en mí el rol docente: tijeras en mano, la caricatura pasaba a ser un recorte de prensa para mi portafolio escolar.
            Como dije antes, los Zapatazos constituyeron para mí un gran recurso didáctico durante mi largo recorrido docente, primero en las aulas de la llamada tercera etapa de educación básica y, luego, en las universitarias. De la observación práctica a la teoría era el proceso: el método inductivo para la construcción del aprendizaje de contenidos de fonología, morfología, semántica, pragmática, análisis textual y discursivo, a partir del más auténtico de los textos auténticos, la caricatura con su riqueza interpretativa. Los Zapatazos de Zapata no podían faltar tampoco en los libros de texto que produje en coautoría con colegas lingüistas y que hoy en día muchos estudiantes universitarios que recorrieron sus páginas en el bachillerato aprecian como el tesoro de la asignatura Castellano.
            ¡Cuánta falta me harán esos Zapatazos! Me embarga un sentimiento de pérdida, pero también de gratitud por el talento que me regaló Zapata con su verbo y sus trazos ingeniosos, que me permitieron recrearlo en las aulas para enseñar a mis estudiantes a reír reflexivamente con la caricatura como texto humorístico argumentativo. La gracia, la verdad, la bondad y la poesía como hilo conductor de la obra humorística desarrollada por Zapata se instalaban en el aula al leer las caricaturas. ¡Qué gran aprendizaje obtuve en ellas y con ellos! La añoranza se instala en mi alma.
            ¡Gracias, Zapatazos! ¡Descansa en paz, Zapata!

Viernes 6 de febrero de 2015


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Año II / Nº XLIV / 16 de febrero del 2015

lunes, 9 de febrero de 2015

Música, lengua y significado [XLIII]

Leonardo Laverde B.

            Hace unos días conversaba con mis estudiantes sobre las nociones de lenguaje y lengua. La definición de lenguaje que yo acostumbro usar es “tipo de comunicación que involucra el uso de una lengua”. A su vez, una lengua es un “sistema de signos arbitrarios, lineal y doblemente articulado”. Tomando esto como punto de partida, les pregunto a mis estudiantes qué otros códigos, además del lenguaje oral y su representación escrita, encajan con dicha conceptualización. Las respuestas típicas suelen ser: las lenguas de señas, el Braille y el código Morse (estos dos últimos como representaciones de una lengua oral). Sin embargo, en esta oportunidad un estudiante me preguntó: “¿Y la escritura musical?”.
            Reflexionando sobre el asunto, me dije: la escritura musical es arbitraria y lineal pero, ¿es articulada? Algunos estudiantes recordaron que varias notas forman un acorde. También —lo pienso ahora— se podría mencionar la conjunción de la clave y las notas en la representación de cada sonido (un músico podría orientarnos mejor al respecto). Sin embargo, como apuntó otra estudiante, la respuesta final dependerá de si consideramos que la música transmite significado. Cada grafema musical, individualmente, transmite significado, pues alude a una nota. Ahora bien: el conjunto de las notas, ¿tiene significado? ¿Una pieza musical puede considerarse un mensaje?
            Cierto tipo de música, la música programática (que pretende evocar imágenes extramusicales en la mente del oyente) aspira, ciertamente, a alguna clase de significado. En cambio, la música absoluta (como el arte no figurativo en general) renuncia a transmitir algo más allá de sí misma.
            Indudablemente, para la persona que compone o gusta de la música, una pieza, por más absoluta que fuere, puede llegar a tener significado. Sin embargo, a diferencia de las lenguas, ese significado no descansa en convenciones que permitan “decodificar” el mensaje de la melodía. La música, por sí sola, no es referencial, no tiene un significado denotativo; sin embargo, puede llegar a asociarse con representaciones internas individuales.
            Concluyo entonces que, en realidad, la escritura musical no es una lengua, y la música no es un lenguaje. Sin embargo, no cabe duda de que implica alguna forma de comunicación emotiva.
            En este punto, me viene a la memoria un poema de Fernando Pessoa. Dado que hablamos de música y estamos en el mes del amor, van a permitirme que lo transcriba con toda la musicalidad de su lengua original:


A tua voz fala amorosa...
Tão meiga fala que me esquece
Que é falsa a sua branda prosa.
Meu coração desentristece.

Sim, como a música sugere
O que na música não está,
Meu coração nada mais quer
Que a melodia que em ti há...

Amar-me? Quem o crera? Fala
Na mesma voz que nada diz
Se és uma música que embala.
Eu ouço, ignoro, e sou feliz.

Nem há felicidade falsa,
Enquanto dura é verdadeira.
Que importa o que a verdade exalça
Se sou feliz desta maneira?

llaverde2@gmail.com





Año II / Nº XLIII / 9 de febrero del 2015

lunes, 2 de febrero de 2015

¿Español o castellano? [XLII]

Luisa Teresa Arenas Salas

            ¿Será esta “la pregunta de las 64.000 lochas”, tal como leímos en el primer rito de este año escrito apasionadamente por el padre de los ritos, Edgardo Malaver? Realmente, no. Esta no es una pregunta “muy difícil de responder”, ni su respuesta es “imposible o casi imposible adivinar”. ‘Español o castellano’ es una polémica muy antigua, que llega hasta nuestros días.
            ¿Has sido tú en algún momento protagonista de esta polémica? ¿Cuál de los dos términos empleas? ¿Qué razones has utilizado para justificar ese uso?
            En principio podemos decir que los términos español y castellano se consideran sinónimos para referirnos al nombre de nuestra lengua. Pero es interesante conocer un poco de historia para dilucidar la controversia.
            A finales del siglo XV, el enlace de los Reyes Católicos produce la unificación de los reinos de Castilla y Aragón, quienes convierten a España en una gran potencia, hecho que, como corolario, conduce a la unidad lingüística española. “El castellano, que comienza a llamarse español, se propagó entonces por Flandes, Italia y Francia, sus gentes aprendían el español con agrado y tenían a gala saber hablar castellano” (Gutiérrez y otros, 2007: 24). Ya en el siglo XVI se consolida la unificación literaria y adquiere plena justificación el uso del nombre de lengua española. Se originó el sentimiento colectivo que llevó a ver en el romance castellano una significación más amplia que sobrepasaba lo regional, y un contenido histórico cultural más rico que el estrictamente castellano (2007: 25).
            Enrique Obediente Sosa (1997: 408), con base en esos criterios históricos, afirma:

el término castellano hace referencia a la región de origen, a Castilla; español, por su parte (en boga desde el Renacimiento, es decir, desde la época del despertar de las nacionalidades), hace referencia a la nación, a algo histórico-cultural de significación suprarregional.

            Pero aun así, la polémica se mantiene vigente no solo en España, sino también en Venezuela sustentada en que la constitución de ambos países consagra el término castellano para denominar su lengua oficial, la cual coexiste con las otras lenguas acuñadas como oficiales a nivel regional. Para cotejar esta afirmación puedes revisar el artículo 3 de la Constitución española y el 9 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela del año 1999. Esta disposición constitucional ha llevado a estudiosos de la lengua a argumentar la validez de los dos vocablos basados en la sinonimia existente entre ellos. No obstante, en la actualidad se prefiere el nombre español, porque tiene un carácter más internacional.
            Por ello, yo acepto con normalidad que se diga castellano al mencionar nuestra lengua, de acuerdo con la Constitución; sin embargo, prefiero hablar de español, como dice el académico Luis Barrera Linares: “por ser este el nombre más universal de nuestra lengua” (2013: 46). Y, para ser más específica, utilizo “español de Venezuela”. Dejo aquí en el espíritu de los lectores una nueva inquietud, quizás materia para otro rito de ilación, que bien podría satisfacer, por ejemplo, la gran defensora de esta denominación, la lingüista venezolana Minelia de Ledezma.

Bibliografía
Barrera Linares, Luis (2013). La duda melódica. Crónicas malhumoradas. Caracas: Academia Venezolana de la Lengua.
Gutiérrez, María Luz y otros (2007). Introducción a la lengua española. Madrid: Editorial Universitaria Ramón Areces.
Obediente Sosa, Enrique (1997). Biografía de una lengua. Nacimiento, desarrollo y expansión del español. Mérida: Universidad de los Andes.

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Año II / Nº XLII / 2 de febrero del 2015