sábado, 25 de febrero de 2023

Ritos de Ilusión [CDX]

Edgardo Malaver

 

 

 

Plaza Cubierta (1960). Foto: P. Gasparini

 

 

         Hoy sí vamos a cambiarle el nombre a nuestra publicación y, únicamente por estas 24 horas en que está cumpliendo diez años, la vamos a llamar Ritos de Ilusión. Durante ese tiempo, Ritos ha sido eso, una ilusión que, aunque llegue a todos de manera virtual, entre todos hemos convertido en materia concreta; porque no por haber adoptado, pocos meses después de nacer, la forma de blog, deja de ser una realidad tangible y notoria, por lo menos para nosotros.

         Para no atormentarlos con la habitual montaña de números que se dan en estos casos, diré apenas tres cifras. Desde que comenzamos en este camino, en el 2013, hemos recibido 188.306 visitas, 1.116 de ellas en estos últimos 30 días. El día en que hemos sido más populares ha sido el Día del Traductor (30 de septiembre) del 2019, cuando nos leyeron 6.396 personas. Son cifras modestísimas, pero nos ilusionamos pensando que son altas cuando tomamos en cuenta que no mostramos gente en ropa interior.

         Más interesantes, en realidad, son las cifras de los artículos que hemos publicado. Los tres más leídos hasta ahora han sido el agudo “Corte y cohorte” (número 70), de Ariadna Voulgaris, que ha sido “visto” 9.631 veces desde que apareció el 17 de agosto del 2015. En segundo lugar está el jocoso “El yensi” (número 199), de Luis Roberts, con 2.641 visitas desde el 19 de marzo del 2018, mientras que en el tercero está el pícaro “¿Qué es este merequetengue?” (número 9), de Sara Cecilia Pacheco, con 1.431 visitas desde el 26 de mayo del 2014.

         En los últimos 12 meses, nuestros lectores se han acercado 904 veces a “Nombre y apellido del Niño Jesús en castellano” (número 336), escrito por Edgardo Malaver el día de Navidad del 2020; han hecho clic 630 veces en “Corte y cohorte” y 581 en “¡Abajo cadenas!, gritaba el señor” (número 8), de Isabel Matos, publicado el 19 de mayo del 2014.

         ¿Cuáles son los favoritos de ustedes? A mí me han gustado mucho, muchísimo, unos cien de los 410 que hemos publicado hasta ahora. Y ya que me ponen un cuchillo en la garganta para que sea más preciso y para seguir agrupándolo todo de tres en tres, mi memoria me lanza, sin ningún orden relevante, “Titivillus” (número 145), de Luis Roberts, del 27 de marzo del 2017; “Buscando como palito e romero” (número 54), de Aurelena Ruiz, del 27 de abril del 2015, y “La lengua es una vaina seria” (numero 18), de Laura Jaramillo, del 18 de agosto del 2014. Hay más, pero son tantos y tan valiosos que, con la mayor franqueza, si tuviera que escoger uno por cada autor que nos han permitido adornar nuestras páginas con sus nombres, tendría que escribir 27 artículos... a menos que, injustamente, como he hecho hoy, no mencione más que los títulos y los nombres.

         Esta mañana, cuando conversaba sobre el aniversario con el grupo de WhatsApp de Luisa Teresa Arenas, la madrina de Ritos y su principal promotora, uno de sus antiguos colaboradores, Randold Millán, tuvo la idea de que celebráramos la fecha convocando una reunión virtual en que cada uno hablara de su artículo favorito de Ritos de Ilusión. A mí me enamoró la idea... me ilusionó, quise decir. De modo que les anunció que pronto habrá una celebración con ese propósito.

         Será un gusto incalculable ese día hablar de los textos escritos por los casi 30 estudiantes, profesores y amigos, de dentro y fuera de la Escuela de Idiomas y de la Universidad Central de Venezuela, que con los años se han sumado a esta ilusión para hacer verdad palpable nuestro amor por las palabras, por sus sonidos y por la fuerza que dan a nuestros actos y a nuestra imagen del mundo y de nosotros mismos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDX / 25 de febrero del 2023

EDICIÓN DEL DÉCIMO ANIVERSARIO




lunes, 20 de febrero de 2023

Formas de comenzar un cuento [CDIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Cada vida es un cuento que comienza y termina.
Macario (1960), de Roberto Gavaldón

 

 

         Van a encontrar de todo, como en la viña del Señor. Formas de comenzar un cuento hay más de las que hubiera podido pensar Sherezade, que tuvo que volver a comenzar mil veces. Y todo aquel que ha escrito ars poeticas para jóvenes y más jóvenes escritores, ha reflexionado sobre la importancia de las primeras (y las últimas) palabras de un cuento. Que hay que comenzar ex abrupto, “como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar”, dice Quiroga; que es en “la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento”, dice Bosch; que hay que “sangrar en esas primeras líneas”, dice Campbell.

         La propia Sherezade, en realidad, tiene el recurso de entrelazar el final de un cuento con el comienzo del siguiente, a instancia de su hermana o del rey mismo —lo cual valdría la pena ensayar—. A mitad de la noche 290, por ejemplo, al terminar la historia del poeta Abu-Nowas, Shariar le insiste en que le cuente aventuras de viajes. Ella entonces, narra (según la traducción de Blasco Ibáñez) la conocidísima historia de Simbad el Marino:

 

He llegado a saber que, en tiempo del califa Harún Al-Raschid, vivía en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Sindbad el Cargador. Era de condición pobre, y para ganarse la vida acostumbraba transportar bultos en su cabeza. Un día entre los días hubo de llevar cierta carga muy pesada; y aquel día precisamente sentíase un calor tan excesivo que sudaba el cargador, abrumado por el peso que llevaba encima.

 

Adornan este comienzo la sencillez del cuento oral y, al mismo tiempo, el lirismo de la antigüedad árabe. Alguna virtud había de traer esta arabesca forma de iniciar un relato cuando, siglos más tarde, Borges abre su también muy celebrado cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” de esta manera:

 

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.

 

         El siglo XX nos dio muchas formas que antes no se habían intentado —digo esto con el temor de que salte Cervantes a abofetearme con un ejemplo, o varios, de esos suyos que valen por ciento cuarenta del futuro—. La frase corta se instaló en la primera página de muchos cuentistas, siguiendo el ejemplo de algunos maestros. Miren nada más lo que hace el inigualable Quiroga en “El almohadón de plumas”:

 

Su luna de miel fue un largo escalofrío.

 

Es suficiente. Si usted no se queda colgado de esta introducción y no busca a tientas un sillón para beberse las restantes 1.200 palabras, es porque no tiene corazón.

         Sin embargo, más poético y más sintético es Tolstói en “Tres muertes”, que comienza así:

 

Era otoño.

 

Quizá sea el misterio que se intuye detrás del solo nombre del otoño, el cambio que está a punto de suceder, lo que cae y lo que queda en pie, lo que nos amarra a la página y seguimos leyendo.

         Hay cuentistas que nos asoman algún componente más del misterio en esa primera frase, pero igualmente quedamos intrigados y curiosos. Israel Centeno nos da un ejemplo en “Le bain”:

 

Muerta de miedo tal vez, despertó repitiendo esa frase.

 

¿Cuál frase? Es lo que desde ese instante deseamos averiguar. ¿Nos la dirá el narrador? Pero sin leer la segunda frase, queremos saber: ¿por qué está muerta de miedo?, ¿por qué “tal vez”?, ¿quién está en semejante situación?

         Otros, aunque igualmente nos ponen las esposas hasta que terminamos de leer, casi cuentan toda la historia en la primera oración. Miren ustedes cómo Walsh casi no deja detalle sin aclarar en “Cuentos para tahúres”:

 

Salió no más el 10 —un 4 y un 6— cuando ya nadie lo creía.

 

A pesar de proceder con lo que Cortázar llamaba “economía de medios”, vemos de una vez un jugador de dados, un casino (o una cantina mexicana de mala muerte), una mala racha y una desesperanza. Los hay que detienen la lectura en este punto porque no creen que haya nada más adentro gente de poca fe.

         A veces no alcanza la fe, ni el misterio, para imaginárselo todo. García Márquez lo asusta a uno con lo que podría ser un inicio de cuento sobre alguien que cría canarios... pero ¿y si es otra cosa? ¿Y si alguien quiere encerrar a un loco? Bien podría ser hasta don Quijote. Así comienza “La prodigiosa tarde de Baltazar”:

 

La jaula estaba terminada.

 

         Sucede también con Mansfield. Nos pone en una atmósfera agradable, de la que despertamos cuando comenzamos a hacernos preguntas. Su cuento “Fiesta en el jardín” comienza de este modo:

 

Y, después de todo, el tiempo era ideal.

 

¡Y comienza con y! O sea, hay una parte del cuento que ya contó pero que no escuchamos. Quiroguiana y neozelandesa a la vez la chica, se ha propuesto hacernos disfrutar de la fiesta antes de que descubramos que ya no importa.

         A ver qué imaginan ustedes al leer, al principio de un cuento titulado “Coincidencias”, una imagen como esta:

 

Sentados en la piedra miraban los círculos de agua.

 

Yo me imaginé a dos criaturas aladas, de la especie de Campanilla, la de Peter Pan, que meten los pies en el agua mientras esperan que Ana Teresa Torres los llame a la aventura. Y entonces, ágiles y ligeros, salen volando.

         Falta tiempo y espacio para comentar otros ejemplos, la colección es enorme, apenas comparable a aquel campo de velas al que llega Macario, el protagonista de aquella misteriosa película, huyendo de una muerte terrible. Cada pequeña llama que observa, de todas las épocas, de todos los rincones del mundo, podría representar un cuento que inicia con palabras atractivas y nebulosas.

         No veo estos ingeniosos inicios como estrategias enganchadoras, que sería lícito que lo fueran. Las veo como frutos de la sensibilidad del espíritu que crea y que se desnuda poco a poco ante otro espíritu que aguarda anhelante. Ya que el primerísimo contacto con aquellos que esperan esas historias ha de influir en toda la interacción que llamamos lectura, ese espíritu cifra y dicta a la mano que escribe la clave que abre la comunicación y revela la intimidad y la fidelidad que existe entre el narrador y el lector.

         Acaso esa especie de romance latente pueda encontrarse, iluminado por la sencillez de la frase, en cuentos como “Caballero de Bizancio”, de Laura Antillano, que comienza diciendo:

 

Yo abro la puerta y está usted.

 

Quién sabe si ese abrir de puerta termine siendo un hábito de los personajes, es decir, que, como dice Piglia, el narrador nos distrae con una historia para escondernos otra, la que importa, pero mientras conjeturamos sobre esa puerta, sobre el yo y el usted, sobre por qué no es un tú, sobre quién está dentro y quién afuera, sobre quiénes son, ya los espíritus de quien cuenta y quien escucha se reconocieron, se enamoraron y se lanzaron a vivir.

         Saramago también recurre a esta “clave” al principio de esa rareza que es, según él mismo, su único cuento infantil: “La flor más grande del mundo” (recito de memoria):

 

Nada más comenzar la primera página, aparece un niño en el fondo del bosque.

 

         Pero no sé si he encontrado manera más tierna y graciosamente misteriosa de comenzar un cuento para niños que aquella con que Carlo Collodi comienza Pinocho, su obra más grande (leo la traducción de Ana María Del Ré):

 

Había una vez...

—¡Un rey! —dirán enseguida mis pequeños lectores.

No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un trozo de madera.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDIX / 20 de febrero del 2023

 

lunes, 13 de febrero de 2023

Nombres prohibidos [CDVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

El encuentro de David y Abigaíl (1630), de Peter Paul Rubens

 

 

         Yo trabajé en Margarita con una muchacha argentina que contó una vez que sus padres la habían querido llamar Samanta. Ambos habían soñado durante años con tener una niña y ponerle ese nombre, pero al llegar a la prefectura para inscribirla en el Registro Civil, los funcionarios les informaron que ese nombre estaba prohibido en Argentina. Los padres explicaron cuánto significaba aquel nombre para ellos, pero para simples escribientes, en la dictadura de los años 70, no era posible aceptarlo. Protestaron, y entonces les trajeron el libro donde estaban los nombres permitidos. Después de mucho discutir, argumentar y alterarse sin ningún resultado, ya furioso pero accediendo a los ruegos de su mujer para que no se metieran en un problema mayor, el padre cogió el dichoso libro decidido a poner a su hija el primer nombre que apareciera en él. Y fue así como aquella compañera terminó llamándose Abigaíl.

         En el año 2009, en Venezuela, a alguien con algo de poder se le ocurrió que habría que modificar la ley para impedir que los niños fueran llamados, por ejemplo, con nombres extranjeros, nombres de superhéroes del cine y la televisión, de dictadores o criminales, nombres que fueran combinaciones extravagantes o vulgares y todo nombre que pudiera considerarse ridículo o que, en el futuro, significara un atentado contra la dignidad o la estabilidad psicoemocional del niño. Algo bueno tuvo aquella propuesta: logró poner de acuerdo a los padres que ponen nombres extraños a sus hijos y a los que están en contra de esa práctica. Estábamos todos de acuerdo en que, aunque quizá muchos debían adquirir un poco más de conciencia sobre ello, los padres tenían que conservar la libertad de nombrar a sus hijos como ellos decidieran y no que el Estado se lo impusiera, por limitada y razonable que fuera la lista de los prohibidos.

         Además de ser una actitud arrogante, ¿con qué criterio uniforme y confiable puede nadie confeccionar una lista de nombres que sean “apropiados” para los ciudadanos? ¿Quién tiene tal nivel de equilibrio y tal combinación de conocimiento, flexibilidad y “buen gusto” para ser justo en semejante tema? El primer propósito que siempre se menciona es el del origen cultural del nombre. Sin embargo, ¿dónde existe un origen cultural tan claro y homogéneo que ofrezca opciones aceptables para todos en un asunto tan subjetivo?

         Ya todos hemos oído que el nombre de una persona puede traer consecuencias sobre su psicología. Y mil veces nos han dicho también que en las culturas más antiguas el nombre de cada quien insinuaba desde el principio el destino del recién nacido. En la Biblia, por ejemplo, Isaac proporcionó ‘alegría’ a sus padres, ancianos ya cuando lo engendraron; Moisés fue ‘sacado de las aguas’ y luego guio a su gente a través del mar; Jesús, que se salvó de la matanza de los inocentes, se convirtió en el ‘salvador’ de su pueblo. No es que en esta época sea nadie capaz de dibujarles el destino a los hijos de tal manera, pero sí es posible, al menos, no torcerles la vereda por la que les tocará caminar. De modo que conviene llevar nombres agradables, que no perturben, que no avergüencen, que no aplasten.

         Es un asunto de educación, me parece. Si usted tiene una poca de conocimiento del mundo que va más allá de la calle en que nació, creció y aprendió a conducir, es probable que, al menos por comparación, se le cuelgue la idea de que hay nombres comunes y nombres no comunes. El argumento de los nombradores extravagantes es que quieren que sus hijos tengan nombres que nadie más tenga. ¿Qué ganarán con eso? Ellos, una ilusión, quizá; los hijos, la frustración. Una vez instalado Internet en nuestra vida, todos los portadores de “nombres originales” han descubierto que en el vecindario vecino y tres países más allá y al otro lado del mar hay otros que se llaman igual.

         También es un asunto de cultura, ¿no? Uno tiene que tener un nombre que concuerde con la cultura en la que ha nacido. Hay que tomar en cuenta que ese nombre va a ir unido, en todos los documentos de su portador, durante toda la vida. Y más tarde también. Sin embargo, hay gente, en todas las culturas, que parece creer que los nombres que han heredado de miles de años de tradición (y casi todas las demás palabras que les da su lengua) son inferiores, y por tanto despreciables, si se les compara con los de otras culturas, entre más lejanas mejor. Estas combinaciones, cuando son simplemente nominales y no tienen la profundidad del enriquecimiento cultural, suelen guardar semejanza con los faunos y los centauros.

         Es cuestión de conciencia también, de quién es uno, que abarca lo que es y ha sido el pueblo donde uno ha nacido. Si descubriéramos que ningún otro pueblo tiene más dignidad que el nuestro, aunque fuera simplemente porque es el único que es nuestro, quizá así descubriríamos más de nosotros la belleza de los nombres que nos dejaron nuestros bisabuelos.

         A aquella Abigaíl la llamaron siempre Samanta en casa porque, gracias a Dios, algo que no pueden hacer las autoridades es suprimir la claridad de propósitos de aquellos que la poseen. Tampoco pueden borrarle a la gente la lengua que quiere hablar. Aquellos padres tuvieron que cambiar, en los documentos de su hija, la influencia anglófona por la judeo-cristiana, de tradición más prolongada e indudablemente más cercana a su historia. El origen de aquella prohibición en Argentina era de naturaleza ideológica: aspiraba a eliminar los nombres ingleses, es decir, procedentes de una cultura “imperialista”, pero quién sabe si Samanta habría sido bueno para la niña. Lo que sí es ridículo en este campo y en otros es pensar que vamos a poder cambiar la sonoridad de los nombres por decreto, que vamos a poder trazarles un camino a las palabras con una ley. Aunque estén prohibidos, la gente seguirá escogiendo para sus hijos nombres que se asemejen a los latidos con que los aman. Y que estén prohibidos no es un obstáculo lingüístico ni emocional, ni siquiera jurídico. Es simplemente un antojo ideológico de los gobernantes, que tarde o temprano la lengua viva que habla la gente vencerá.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDVIII / 13 de febrero del 2023