lunes, 16 de enero de 2023

Qué fatalidad [CDVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

El profeta Jonás saliendo de la ballena (1600),
de Jan Brueghel el Joven

 

 

 

         Oigo en mi mente a mi madre diciendo: “¡Qué fatalidad!”, cada vez que se enteraba de algún hecho lamentable, vergonzoso e incluso ridículo. Y mil veces la he citado ahora que tengo edad para comprenderla. Sin embargo, la palabra fatal, el concepto de lo fatal, no fue creado para lamentar, para compadecerse ni para reírse de lo que pasa alrededor.

         El fatum, como lo llamaban los romanos —lo que los griegos llamaban heimarmene— se refería, por lo que leo, simplemente al destino, a lo que iba a pasar porque tenía que pasar, lo ineludible, el destino. Heimarmene, de hecho, significaba ‘lo que nos tocaba en suerte’. En ninguno de los dos casos era automática la interpretación mortífera que, de entrada, tiene la palabra en español y en la actualidad.

         ¿Qué nos hace pensar —o sentir— que lo fatal es intrínsecamente negativo, trágico, doloroso? Puede ser porque lo más fatal que existe, si es que existe, es la muerte, y la idea de la muerte es la más lejana a lo deseable que albergamos en nuestra mente. El fin, la ruptura que significa la muerte, es lo más funesto que podemos imaginar colectivamente. El fin, en general, el fin de cualquier cosa, especialmente si es algo que nos da placer, belleza o alegría, es fatal puesto que es inevitable que pase. Todas las cosas tienen fin.

         También hay que decir que fatum, del que deriva hado (que tampoco es esencialmente funesto, como demuestra la existencia de los adjetivos bienhadado, ‘afortunado’, y malhadado, ‘infeliz’) era en la antigüedad ‘lo dicho por un dios’. Los que han leído a Sófocles saben que lo que responde el oráculo a las consultas de los mortales se cumplirá, por más medidas que se tomen; no habrá argucia que pueda intentar el hombre para impedir que suceda. Y nadie lo sabe mejor que Layo, el padre del desgraciado Edipo... y el propio Edipo.

         En el cristianismo, gracias a Dios, no es así. El hombre puede torcer el rumbo de su “destino” al cambiar su conducta, para bien o para mal, pero no está acorralado por un dictamen inapelablemente desfavorable y... fatal. Pero la fatalidad se presenta en múltiples formas en la vida cotidiana y, me figuro yo, depende de las circunstancias y de la respuesta de cada quien. Usted comete un crimen, un día lo atraparán; usted come solamente comida rápida, un día se enfermará; usted engaña todo el tiempo a sus amigos, un día perderá su confianza.

         Cuando una persona, al llegar a casa después de un día complicado, exclama: “¡Hoy me fue fatal!”, no quiere decir que esa noche va a morir (ni, mucho menos, que ya murió a las 3:25 de la tarde), pero sí está creando una hipérbole en la que asocia las cosas que le han pasado con la temida idea de la muerte, de la muerte trágica, y, además, deja implícito que todo lo que le sucedió fue de veras, como la muerte, ineludible.

         Lo fatal, que, voy a repetir, puede parecernos lamentable, vergonzoso o ridículo, se ha inmiscuido en la lengua, como lo hace en la vida, para enseñarnos que todo tiene su principio y su fin. Lo que está fuera de eso, aun si se torna negativo o triste, tiene solución.

 

emalaver@gmail.com

 



Año X / N° CDVII / 16 de enero del 2023


lunes, 9 de enero de 2023

El que se va de villa [CDVI]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Puente de los Suspiros, Barranco, Lima

 

 

         No habré sido yo el único que mil veces se preguntó, siendo niño, qué significaba “irse de villa” en el muy conocido refrán el que se va de villa pierde su silla, que es como lo oía yo cuando era pequeño y como sigo oyéndolo hoy en Venezuela. Tampoco habré sido el único que, un poco más grande, pensó, tratando de entender, que lo más probable era que originalmente se dijera el que se va de la villa... —ya comenzaba a sonar colonial, ¿no?—, y que el oído colectivo, arbitrariamente, ajustaría la métrica a siete sílabas, en contra del popular verso octosílabo. Y después, muchos habrán, como yo, concluido que esa villa tenía que ser Sevilla. ¿Qué otro nombre de ciudad española se iba a parecer más?

         El problema persistía porque era forzado decir: “El que se va de Sevilla pierde su silla” en momentos en que alguien se levanta y otro que ha estado de pie mucho tiempo aprovecha la oportunidad para sentarse —o cuando alguien descuida un negocio o un asunto que le interesa y luego lo lamenta al ver que ha sido desplazado—. Alguna vez me he propuesto comenzar a decir más bien: “El que se va a Sevilla...”, que resolvería la disparidad en el número de sílabas, pero no, con la lengua no hay quien pueda: sigue sonado como una guitarra con cinco cuerdas.

         Hoy me he tropezado en Internet con un libro que dejé en Caracas, El porqué de los dichos (1955), de José María Iribarren (1906-71), y echándole un vistazo rápido, me di en la frente con el refrán Quien se fue a Sevilla perdió su silla. Como no hace falta señalar las sutiles diferencias y por el mero placer de oír de una voz sabia la ansiada respuesta, voy a reproducir aquí lo que dice Iribarren:

 

Quien se fue a Sevilla perdió su silla

 

[Se emplea este dicho cuando alguien se ausenta momentáneamente de un lugar, por lo general una habitación, y, cuando regresa, otra persona ha ocupado su sitio. En sentido más amplio, indica que la ausencia puede ocasionar un perjuicio]

Este dicho debió de originarse del siguiente hecho histórico que refiere Diego Enríquez del Castillo en su Crónica del rey Enrique IV (caps. 26 y 54). En tiempos de Enrique IV le fue concedido el arzobispado de Santiago de Compostela a un sobrino del arzobispo de Sevilla, don Alonso de Fonseca, y como el reino de Galicia estaba muy alterado, creyó el electo que el tomar posesión iba a costarle Dios y ayuda. Se lo pidió a su tío, y este convino en que iría él a Santiago a pacificar Galicia, y que mientras tanto su sobrino se quedase en el arzobispado de Sevilla.

Don Alonso de Fonseca restableció el sosiego en la revuelta diócesis de Santiago; pero cuando trató de deshacer el trueque con su sobrino, este se resistió a dejar la silla hispalense.

Hubo necesidad, para apearle de su resolución, no solo de un mandamiento del papa, sino de que interviniese el rey y de que algunos partidarios del sobrino de Fonseca fuesen ahorcados después de breve proceso.

Monláu, que refiere esto en su libro Las mil y una barbaridades (Madrid, 1869), concluye: «Dedúcese que el refrán debe decir que la ausencia perjudica, no al que se fue a Sevilla, sino al que se fue de ella».

 

         Y le faltó decir que, además de todo esto, el sobrino, que se llamaba igual que el tío, no abandonó la hermosísima Catedral de Sevilla sino a punta de espada. La tensión se disipó en 1469. Es fácil imaginar que al terminar ese siglo, cuando los españoles acababan de llegar a América, o un poco después, a ambos lados del océano habría quien recordara que aquella situación había puesto en labios de la gente común la ahora archiconocida expresión. Los niños del siglo XX hemos tenido que investigar para saberlo.

         Además, en muchos lugares hay variaciones. Hoy mismo he leído que en Ecuador tienen su propia versión del refrán: El que se fue a Quito perdió el banquito. En algunos lugares de España dicen más bien Quien fue a Sevilla perdió su silla, y quien fue a Granada no perdió nada. No he oído, sin embargo, versión más creativa y graciosa que la peruana, probablemente para referirse jocosamente a la bohemia del barrio limeño de Barranco. Aquí, cualquier que oiga decir la versión sevillana del refrán automáticamente responderá: “Y el que se fue a Barranco perdió su banco”. E inmediatamente, aunque sea un desconocido, alguien replicará con la ingeniosa coda: “Y si viene de Lima, se sienta encima”.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDVI / 9 de enero del 2023

 

lunes, 2 de enero de 2023

Qatar [CDV]

Edgardo Malaver Lárez

 

Este texto debía ser publicado el 20 de noviembre, día de la inauguración del Mundial de Fútbol del 2022, pero no fue posible terminarlo a tiempo. Tampoco fue el deseo deliberado del autor hacerlos esperar tanto.

 

 

Al fondo, la ciudad de Doha, Catar, en 1904. Foto: H. Burchardt

 

 

         Hoy comenzó la Copa Mundial de Fútbol del 2022, que este año se desarrollará en un pequeño país (11.511 kilómetros cuadrados) del oeste de Asia, y con más precisión, de la costa oriental de la Península Arábiga. Ya los oigo preguntando por qué, en lugar de este larguísimo sintagma nominal, no digo, como hace la gente normal, el nombre de ese país, que es una sola palabra. La primera razón es que ese nombre es bastante curioso. Y problemático desde el año 2010, en que la Real Academia Española —o más bien la Asociación de Academias de la Lengua Española— incluyó entre sus novedades ortográficas la norma de que el nombre de ese país, que hasta ese día habíamos escrito, sin dudar nunca, comenzando con q, se escribiera con c.

         Los medios de comunicación social (los convencionales, sus versiones digitales y muchísimas personas que ahora se consideran comunicadores sociales gracias a Internet) parecían asombrados de este cambio, que se extendía, con variaciones, a otros nombres de países, como Iraq, y a palabras tan comunes como quorum. La decisión, que, al principio, podía lucir un tanto antipática, tenía todo el sentido del mundo: la letra q no es lo que el sistema ortográfico utiliza con mayor frecuencia para representar el sonido inicial del nombre de aquel país pérsico. ¿Para qué sirve la cu? En realidad, para bien poco: para representar en la escritura el sonido /k/ cuando va seguido de la vocal e o la i, como en almanaque y quizá. Con las demás vocales se usa la ce, como en calendario, halcón y curioso. Su uso cuando la vocal que le sigue es una a no es, por ende, compatible con el sistema ortográfico del español. Así que esta decisión se tomó, para ser claros, décadas y décadas después de lo que era razonable. Sin embargo, los periódicos estaban asombrados... o querían que sus lectores se asombraran.

         No parece haber sucedido mucho más que eso. Muchísimos hablantes y hablantes que escriben no dan señales de recordar con claridad aquel cambio tan sencillo. Hoy que comienza el Mundial de Fútbol del 2022, que se va a desarrollar en Catar, me sorprenden las cifras que me muestra una breve investigación que acabo de hacer, hoy, día de la inauguración, acerca de la frecuencia con que, en español, se usa Qatar en lugar de Catar en toda Internet.

         En primer lugar, escribí “Catar” en Google y el buscador reportó haber encontrado 279.000.000 de coincidencias, mientras que con “Qatar”, fueron 2.300.000.000. No es significativo porque el nombre de este país se escribe “Qatar” en la mayoría de los idiomas. Sin embargo, para curiosear un poco, conté los resultados en que se escribía “Catar” y “Qatar” en la primera página de resultados en ambos casos, y encontré que la primera opción se repetía 35 veces mientras que la segunda, 31. No me apresuré a hacer ninguna hipótesis en ese momento, pero después pensé que la mayor frecuencia de “Catar” (que no es inmensamente mayor) puede haberse debido a que mi buscador está programado para encontrar en primer lugar los resultados en español y luego en inglés, en francés y en otras lenguas. (Experiencias anteriores me insinúan que si hubiera buscado ocurrencias de “Catar” en la décima o décima quinta página de resultados, muy probablemente no habría encontrado ninguna.)

         Sin embargo, seguí probando y contando siempre los resultados que me aparecían en la primera página de resultados. Escribí después “Mundial Fútbol 2022” y aparecía “Catar” 12 veces y “Qatar” 36 veces (gana “Qatar” tres a uno). Escribiendo “FIFA” encontré tantas veces “Catar” como “Qatar”: seis a seis (o, estadísticamente, uno a uno). Con “Mundial”, fueron siete para “Catar” y 22 para “Qatar” (es decir, poco más de tres a uno para “Qatar”). Escribí “Goles”, y Google me dio “Catar” una vez, pero “Qatar” 10 veces (¡diez a uno!). Escribí “Fútbol” e, inesperadamente, conseguí “Catar” nueve veces y “Qatar” siete; pero con “Partidos”, no hubo ningún “Catar”, ¡y hubo 10 “Qatares”! Con “Estadio”, no hallé tampoco “Catares”, pero sí cuatro “Qatares”. Menos mal que en el caso de “Copa”, empatan uno a uno. Y por último, cuando busqué “Catar”, apareció “Qatar” 13 veces, mientras que apareció “Catar” 15 veces al buscar “Qatar”.

         La balanza, a pesar de la informalidad de la encuesta, está clarísimamente inclinada hacia la fórmula fonética, es decir, la que en primera instancia se forma al adaptar la palabra árabe a caracteres latinos. En muy pocos casos hay equilibrio. Y en menos casos aún es más abundante la opción española.

         El mundo de habla española en Internet conoce poco las normas ortográficas (esta afirmación también hay que demostrarla, será en otra ocasión). Sin embargo, las faltas ortográficas suelen ser motivo de escándalo. Lucen numerosos los que desearían que las normas fueran más sencillas —y en realidad cada vez se las hace más sencillas—, pero cuando la Academia propone una simplificación, parecen preferir la complejidad. A veces pasa al contrario, también: que es la Academia quien tiene la actitud tendiente a la complejización.

         Ya es hora de aceptar que esas palabras que aún escribíamos con q, como se hacía en latín —sí, amigos míos, nuestros bisabuelos y tatarabuelos escribían, porque era lo correcto según las normas, quasi y quadrado, quotidiano y quociente, e incluso quota— deben escribirse con c, que es lo más coherente con el resto de la ortografía del español. Aquellos a los que les gusta y a los que no nos gusta, todos, debemos comprender que la presencia de esa q en esas palabras es, a la vez, un vestigio del pasado del español y una influencia de otras lenguas de la actualidad que la usan por razones que son armoniosas con sus historias, no con la nuestra.

         Hace el mismo tiempo que se decidió esta pequeña modificación en la ortografía que la decisión de escoger a Catar como sede del Mundial de Fútbol de este año. Ya es hora de que nos percatemos. Ya es hora de salir del asombro y aprovechar estas particularidades nuestras para tener una voz propia entre las voces incontables del mundo.

         Lo que menos hay que hacer con esos cambios es asombrarse, mucho menos escandalizarse, porque en realidad significan un acercamiento al ideal, promovido por mentes iluminadas como la de Andrés Bello, de que escribamos como hablamos y que hablemos como escribimos, es decir, que una letra represente un solo sonido y que cada sonido tenga una sola forma gráfica. Ideal dificilísimo de lograr, sí, pero nada impide que hagamos pequeños avances cada cierto tiempo, sobre todo si son tan pequeños y tan sencillos y si calzan tanto con la forma peculiar que exhibe tan ampliamente la lengua española en toda su vastedad.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CDV / 2 de enero del 2023