lunes, 24 de abril de 2017

Expectativa y realidad ante las palabras (parte II) [CXLIX]



 
Morrocoy no sube palo o “los poetas antes de la poesía”,
como lo diría Úslar Pietri


Una lengua carece de existencia propia (…) existe el idioma singularísimo de cada artista del verbo.

José Antonio Ramos Sucre, Granizada

         En la primera parte de este Rito comenzaba diciendo que a veces somos ignorantes del rumbo que nos imponen las palabras, y terminaba señalando que el lenguaje poético puede mitigar dicha arbitrariedad. Se supone que en esta oportunidad ofrezco algunas razones al respecto.
         El lenguaje poético ayuda en semejante labor gracias a la enunciación figurativa o a los recursos retóricos, a la embestida de imágenes sensoriales, y, casi paradójicamente, barajando nuevos significantes, nuevas representaciones.
         Si, como lo asegura María Fernanda Palacios, se ha perdido imaginación etimológica; si cuesta relacionar palabras con la fantasía[1], es porque, en gran medida, la sensibilidad poética es precaria. Creo que la “erótica de las palabras” sobre la cual nos habla la autora, hace de la conducta poética frente a las palabras (lo que implica aproximarse a poetas) una nueva etimología. Ante el aparentemente injusto resultado del cotejo entre expectativa y realidad de las palabras, las imágenes poéticas contribuyen, no sin cierta fantasía, con el estímulo de la imaginación, a la asimilación de significados. Veamos un ejemplo:

(…) recordaré cómo fecunda
tu influencia el amor de la ensalada
y parece que el cielo contribuye
dándote fina forma de granizo
a celebrar tu calidad picada
sobre los hemisferios de un tomate.

(P. Neruda, “Oda a la cebolla”)

         Indudablemente, la experiencia que incluye una hermandad con la poesía robustece nuestra actuación como decodificadores de significados, ya sea como lectores o como hablantes.
         Por otra parte, además de las imágenes que ofrece el lenguaje poético, está lo que Arturo Úslar Pietri llamaba los poetas antes de la poesía, esto no es más que el habla ornamentado de refranes (adagios o proverbios): “Morrocoy no sube palo ni cachicamo se afeita”, “Vuela con todo y jaula…”, “Como caimán en boca de caño”, “Loro viejo no aprende a hablar”[2].
         Esta manera poética de denotar constituye un imaginario del habla popular muy característico de nuestro lenguaje. ¿No es por ello que para Guillermo Sucre (entre otras cosas) la literatura no es sino un intento por trascender la “fatalidad verbal” en la que las palabras “congelan” una realidad?[3]. En esa fatalidad se da (o puede darse) la transición hacia una realidad que anteriormente fue una expectativa inquietante, a veces lanzada al espasmo o al terror que generan las palabras.
         En todo caso las palabras, más que revelar, encubren la realidad. Diremos además que si la recurrente imaginación de los hablantes-lectores fraternaliza con el lenguaje poético, las fantasías que entren en contacto con la realidad pasarán a revelarla, para el bien y la riqueza de la lengua. Pero no solo a revelarla, pasarán además a convertirse en el modo de concebir el lenguaje, de asirse a las palabras, porque a eso habrá conducido la experiencia.

gavidesjimenez@gmail.com




Año V / N° CXLIX / 24 de abril del 2017





[1] Palacios, M.F. “Etimológica”, Sabor y saber de la lengua. Caracas: Otero Ediciones, 2004, p. 12.
[2] Arismendi, S.E. Refranes que se oyen y dicen en Venezuela. 2da. Ed. Caracas: Cadena Capriles, 2006.
[3] Sucre, G. “La palabra (las palabras)”, La máscara, la transparencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 223.

lunes, 17 de abril de 2017

Y [CXLVIII]

Edgardo Malaver Lárez


Carátula de Jugando conmigo, de 1986



         ¿Qué hace que en los cuentos que uno cuenta cada día a familiares y amigos, aunque no sepamos conscientemente que lo estamos haciendo, se cosan tan bien unas partes con otras? Uno dice, por ejemplo: “Y entonces viene Romeo y se le declara a Julieta y Julieta se enamora de él y después él mata al primo de ella y tiene que huir y ella le pide un veneno al cura y el cura le da una pócima que la duerme y cuando él regresa la ve como muerta y... y... y...”. ¿Será suficiente una simple y para que, sin utilizar otro nexo, contemos una historia que quede bien armada en la mente del oyente? Los griegos conocían tan bien la respuesta, que le tenían un nombre a esta fantástica herramienta.
         El polisíndeton, como lo llamaron —porque a esta palabra, por encima, se le nota  que significa algo como ‘multitud de ataduras’— consiste en la utilización de conjunciones en puntos de la oración en que, en la lógica regular, no harían falta o sobrarían. Sin embargo, esta figura literaria cobra un sentido inmenso cuando deseamos conectar ideas, hechos, datos que sentimos que forman una sola unidad. El uso de la conjunción, aunque parezca a primera vista un error sintáctico, suma mucha fuerza a la expresión... y a sus partes. Don Quijote sintió, al crear el nombre de Dulcinea del Toboso, que aquel era un nombre “músico y peregrino y significativo”. Juan Ramón Jiménez dice en Jardines lejanos: “Hay un palacio y un río / y un lago y un puente viejo / y fuentes con musgo y hierba / alta y silencio... un silencio”.
         La Biblia, que comenzó a escribirse mucho antes del contacto de los hebreos con la civilización griega, de principio a fin está anegada de oraciones que se sostienen sobre el polisíndeton. En el primer capítulo del Génesis proliferan las oraciones que incluso comienzan con la conjunción y. Ya en el tercer versículo dice: “Y entonces dijo Dios: ‘Hágase la luz’. Y la luz se hizo”. Y el cuarto agrega: “Y vio Dios que la luz era buena y la separó de las tinieblas”. Y el quinto: “Y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche. El Apocalipsis, escrito unos mil años después, recurre a la misma estrategia para lograr una expresión contundente y atraer la atención del lector: en el quinto capítulo dice: “...y por medio de tu sangre, has rescatado para Dios a hombres de todas las familias y lenguas y pueblos y naciones”. Y más allá, en diferentes órdenes, lo pone seis veces más, uniéndolos siempre mediante una sencilla y.
         Hay quienes por esto lo llaman “y bíblico” —debería ser en femenino, ¿no?—. Puede entenderse que, siendo la fórmula narrativa más sencilla que pueda haber, apareciera de primera —y de última— en la literatura oral. Y así, todos los cuentos de hadas terminan diciendo: “Y fueron felices para siempre”. La canción popular también tiene su manantial de polisíndeton. Intento recordar alguna canción que lo ilustre y la única que se me ocurre es toda tristeza y oscuridad y desesperanza, como muchas de Yordano: “Y lloró y lloró y lloro, lloró, lloró”. Que sea apenas retórica.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLVIII / 17 de abril del 2017

lunes, 10 de abril de 2017

E pur si muove [CXLVII]

Edgardo Malaver


 
En 1623, Galileo se comprometió con el papa a escribir
un libro que terminó enfureciendo al pontífice




         Hoy, a mitad de la duodécima semana del año, he descubierto que 15 de cada 22 alumnos de mis cursos se quedan en blanco cuando, para enfrentarme a su incredulidad, les digo, les exclamo, golpeando el piso con el zapato: “¡E pur si muove!”. Si mi pequeñito salón fuera un país, la equivalencia sería que en todo grupo de 100 personas de menos de 18 años de edad, ¡68 no habrían oído hablar de Galileo en toda su vida! Habrán estado mirando para otro lado cuando alguien lo ha mencionado, que es más probable y muchísimo más grave.
         ¿Qué tendría que decir aquí para que los muchachos de menos de 18 años no dejen de leer Ritos? ¿Tendría que contarles la historia que está detrás de esta frase, cómo se traduce, quién se la dijo a quién en qué circunstancias? Creo que voy a pensar más bien en lo que no quiero decir: lo que significa “E pur si muove!”, con un solo signo de exclamación ahora, para crear intriga. El que ya fue a Google a buscarlo sabe que se ha ganado mis aplausos, pero como el conocimiento no nos hace falta para que nos aplaudan, ¿qué ganamos, en esta situación, levantando la mano para decir: “Yo sí sé, yo sí lo busqué, yo sí lo encontré”?
         Lo que quiero no es contar el cuento de Galileo porque no es cuestión aquí de saber o no saber—algunos me están recordando decir que lo más importante es saber dónde buscar. El problema no es tampoco la edad, muchachos. Ni que más tarde otros profesores van a horadar la bóveda celeste, tan escrupulosamente observada por Galileo, con un auténtico alarido de horror y desesperanza. El problema no es siquiera que el año que viene ese 68,18 por ciento crecerá probablemente a 81,73 o a 90,29. No, no, ese no es el problema.
         A mí me suena a que el problema va a ser que muchísimos están sospechando que esa frase como que está en italiano, en gallego, en uno de esos idiomas raros, y que como ellos no estudian eso, entonces no hay necesidad de ocuparse de ella. ¿Será entonces nuestra actitud acerca del saber? El problema puede ser también creer que estamos desconectados de los demás. ¿Usted de veras piensa que lo que pasa en otro pueblo no le afecta porque usted no habla la lengua de ahí? ¿Será cierto que como no estudio alemán tengo permiso para ignorar lo que significa weltanschauung y por qué los alemanes lo escriben siempre con mayúscula? Por ese camino se llega rapidísimo a no tener idea de lo que es el mundo.
         Y en esas condiciones, esforzándonos cada día más en aprender lo menos que podamos, será facilísimo caer en los redes de prestidigitadores que pretenden deslumbrarnos con pequeños datos de los que acaban de enterarse. Y luego, aunque a usted le pese el conocimiento, comenzará a repetir, porque uno de esos iluminados lo ha dicho, que la información es poder. Qué sabios.
         Es como el asunto del sol y la tierra. Hay quienes dicen que la tierra gira en torno al sol. Yo veo que el que va desplazándose todo el día en el cielo es el sol. La tierra esta quieta. Pero, terco y loco, Galileo insiste, con zapatazo y todo: “E pur si muove!”.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLVII / 10 de abril del 2017

lunes, 3 de abril de 2017

¿Sombrilla o paraguas? [CXLVI]



 
La magia de este objeto es tan habitual, que ya nos parece 
natural. Escenas de Mary Poppins (1964)


         Recuerdo que ya hace varios meses le había mencionado al administrador de estos queridos Ritos que pensaba escribir sobre una de las manifestaciones mágicas del lenguaje en uso que me parecen más admirables.
         Para ilustrar dicha manifestación casi fantástica recurriré a un mismo objeto que son dos a la vez: la sombrilla o el paraguas. No es que se trate de uno especial que haga volar a su portador como el de Mary Poppins, pero es tan mágica su naturaleza, que de lo habitual ya nos parece natural, que cambia su estado (sin cambiar) así como cambia el clima.
         Es preciso que haga mención de algunos conceptos que nos ayudarán a comprender el fenómeno. Dentro de la semántica, que es la disciplina lingüística que estudia el sentido, y al lado de la sinonimia, la antonimia, entre otros, están la polisemia y la homonimia. El primero explica que un mismo significante pueda tener distintos significados (por supuesto relacionados con su origen etimológico); éstas se pueden identificar en el diccionario, por ejemplo, porque tienen una entrada (significante) y varias acepciones (significados), por ejemplo: cresta. El segundo explica que existen palabras que se escriben igual (por supuesto con orígenes etimológicos separados) que tienen significados distintos (por lo tanto, son palabras diferentes); su presencia en el diccionario se evidencia porque cada homónimo tiene una entrada independiente; podemos ver el ejemplo de banco (de parque) y banco (de sangre, que también puede ser de arena, de valores…).
         Ahora bien, estos fenómenos nos ayudan a entender un aspecto, pero no explican la fascinante magia que hay en la dupla paraguas-sombrilla. Porque no hay, hasta donde yo sé, concepto alguno en lingüística que explique que un mismo objeto pueda ser otro y que sus significantes respectivos no tengan que ver entre sí (etimológicamente); lo mismo con sus significados.
         Para ser más ilustrativo, les cuento que hace unas semanas, antes de salir de mi casa, me preguntaba si sería conveniente llevarme el paraguas que ya tenía en mis manos. Al ver el sol radiante me dije: “Mejor me llevo la sombrilla”, y no tuve que cambiar el objeto; ya lo tenía.
         Si existe algo que lo explique, por favor, no me informen; quiero seguir pensando que el lenguaje cambia el mundo mágicamente.

daniel.avilan@gmail.com





Año V / N° CXLVI / 3 de abril del 2017