lunes, 25 de febrero de 2019

Qué arrecho [CCXLIX]

Edgardo Malaver


Hoy cumple Ritos de Ilación seis años.
Gracias a nuestros lectores por traernos hasta aquí.
¡Felicítennos!


El matiz del vigor animal no aparece en el diccionario



         Cinco de las ocho acepciones que le asigna la Real Academia Española son venezolanismos, tres de los cuales enteramente venezolanas. Qué arrecho, dirían en Venezuela. La palabra arrecho parece ser de esas que, por escabrosas y cubiertas de morbo, no pasan de moda, que significan tanto para la gente que le urge usarlas para nombrar otros significados. Y en Venezuela, esta palabra tiene otros significados.
         En Venezuela, una simple molestia, como por ejemplo, perder el tren después de correr para atraparlo porque va uno tarde al trabajo, puede ser una arrechera, aunque a nadie le va a dar un infarto por este incidente. “El pueblo está arrecho”, dijo un día Eduardo Fernández, refiriéndose a la gravísima situación socio-político-económica, y lo conectó con el “bravo pueblo” del himno nacional. Es decir, un malestar como el que llevó al pueblo a irse detrás de los libertadores para hacer la guerra de independencia, además de ser una actitud bravía, es también una arrechera.
         En algunos países no se han ido los hablantes por ese camino, de modo que cuando un venezolano llega, por ejemplo, a Buenos Aires y exclama, frente al obelisco: “¡Qué arrecho”, a cualquier dama refinada le puede parecer que es vulgar y chabacano. Sin embargo, aunque no tenga ese hablante esa intención, describe el obelisco de manera literal y exacta: ‘tieso y erecto’, como si fuera un pene, o sea, en primera acepción. La segunda es ‘excitado sexualmente’.
         Si a usted no le suena que sea así, piense nada más en cómo se parece arrecho a su romano antepasado, arrectus, participio pasado de arriegere, que equivalía a enderezar, poner derecho, erecto. Con razón es la primera acepción en todas partes... hasta en Venezuela.
         La tercera acepción, la más conocida en Venezuela, para muchos la única, aunque compartida con colombianos, costarricenses, salvadoreños y hondureños, es la que más se ajusta a la presente situación. Estar ‘iracundo y furioso’ es estar arrecho, como visiblemente está el pueblo en este momento... a no ser que ahora a la gente hambrienta ya no le moleste que le nieguen la comida o que a los enfermos les agrade que les quemen las medicinas.
         Las últimas tres, meramente venezolanas, también pueden aplicarse a la presente situación. ‘Sensacionales’, ‘vehementes’ y ‘difíciles’ han sido estos últimos 20 años y estos últimos días en Venezuela. Es una arrechera que ya ha pasado la mayoría de edad, pero no ha dejado de crecer. Sería natural y comprensible que en estos días estallara, pero aun si no estalla, la única válvula que le va quedando, la lengua, ya se las está ingeniando para lanzarnos imágenes del monstruo que se come a Venezuela por dentro. En estos días, en cualquier parte del mundo, basta con decir involuntariamente que un fruto ya es comestible para que la mitad de los presentes lance un grito que recuerda a la madre del monstruo. Qué arrecho.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCXLIX / 25 de febrero del 2019
EDICIÓN DEL SEXTO ANIVERSARIO



lunes, 18 de febrero de 2019

Animales y lengua humana [CCXLVIII]

Edgardo Malaver



El hombre en el centro de la creación. Hombre 
de Vitruvio (1490), de Leonardo da Vinci



         Quién sabe si será aquella patente universal que le dio Dios a Adán cuando le dijo: “Dominarás sobre todos los animales de la tierra” la que sustenta, al menos en español, el hecho de que existan tantas palabras diferentes para hablar del hombre y de los animales. La diferenciación no es total y absoluta, pero su significado sí ha de ser radical.
         Es curioso que sea así en el español (y en otros idiomas latinos) porque no es ésta una lengua que haya aparecido precisamente al principio de los tiempos. Es decir, no es que Alfonso X el Sabio o Gonzalo de Berceo puedan argüir que Dios les habló a ellos directamente. La lengua española ni siquiera pertenece a la misma familia lingüística de la que deriva la lengua en que se escribió la historia de Adán. ¿Habrá en todo esto algo de pretensión?
         Para mí es reciente, por ejemplo, el uso de la palabra pierna para referirse al muslo de la gallina, pero, a pesar de mi terca ignorancia culinaria, he llegado a entender que eso lo diferencia de la pata, que es la parte del cuerpo del ave donde, al menos las de rapiña, tienen las garras, que para el hombre serían dedos, donde tienen las uñas, que en las aves serían pezuñas.
         Los animales tampoco comen igual que los seres humanos. Los hay que devoran, especialmente los más salvajes. De modo que cuando uno está muy hambriento y come con la velocidad y violencia con que come, por ejemplo un león, se dice que se ha devorado la comida. Es una metáfora, pero, trasladándolo a otros terrenos, tendría que considerarse casi una ofensa, puesto que los animales comen con el hocico, algunos con el morro, otros con la trompa, mientras que el hombre come con la boca y casi nunca sin los aristocráticos cubiertos, pero nunca mordiendo a su presa casi viva aún.
         Los animales se aparean, se cruzan —la máxima dignidad que alcanzan es copular, acción ennoblecida por la latinidad de la palabra—, mientras que los humanos, americanamente, hacen el amor —y a veces, para no ser menos románicos que sus mascotas, también copulan—. (A la terminología vulgar, quizá más abundante que la culta, le correspondería una nota aparte otro día)
         Y, para explorar un campo semántico vecino, como resultado de esta actividad, las hembras de las especies animales pasan por un período de preñez, mientras que las de la humana, que se llaman estrictamente mujeres, pasan por el embarazo, y al final las unas paren y las otras dan a luz. (Aquí rescato la belleza del verbo parir siempre en todas las especies, particularmente en la humana.) Y la criatura que nace (siempre nace, no hay diferencias) en un caso se llama cría, cachorro, pichón, y en el otro, niño, neonato o, más francesamente... bebé.
         Los machos animales no parecen tener la ambición de que se los considere hombres, ni siquiera parecen creer que eso sea honroso de ninguna manera, pero hay una enorme población de varones humanos que insisten en comportarse y en pensar en sí mismos como machos, hechos exclusivamente de instintos, no de inteligencia y sensibilidad. Pasa también con muchas humanas.
         A algunos esta diferencia los tiene hasta el cuello (o hasta el pescuezo, si es usted una jirafa). Los hay que forman grupos para declarar la igualdad entre hombres y animales. Yo creo que si la lengua, desde los orígenes, la ha señalado, alguna diferencia tiene que haber. Mire usted cómo los animales gruñen, graznan y farfullen, y el hombre habla, dice y, saussureanamente, articula; pero no sólo eso: ahora los animales tienen derechos —fantástico—, pero ¿puede exigírseles deberes?
         Aunque los animales no tienen nada que ver, sólo puedo expresar estas ideas desde el lado humano, y gracias a Dios sólo los seres humanos podrían pensar que es pretencioso, porque me interesa sólo lo que nos indica la lengua, que es donde encuentro la explicación de lo humano y de lo divino.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLVIII / 18 de febrero del 2019


martes, 12 de febrero de 2019

Los más pendejos [CCXLVII]

Edgardo Malaver



 
Terminó siendo Úslar Pietri quien desalojó a Pérez Jiménez 
de Miraflores (foto: Fundación Casa Úslar Pietri)


         De joven, cuando a mi madre se le atribuía responsabilidad en algún problema, en alguna controversia, fuera en casa o en el trabajo, ella siempre se defendía diciendo irónicamente: “La más pendeja”. Nada como la ironía para decir lo que uno quiere decir diciendo lo contrario. Claro que hace falta que el interlocutor quiera entender que estamos siendo irónicos.
         Al menos en Venezuela, cuando se presenta una situación en que alguien pretende convencer a los demás de una idea o de un hecho demasiado inverosímil, uno siempre termina pensando o, si se siente ya muy ofendido, diciendo de frente: “¿Tú crees que yo soy pendejo?”. Imagínese usted que viene, por ejemplo, un gobernante y dice: “Vamos a sanear la administración pública, ya hemos comenzado a trabajar en un proyecto y, caiga quien caiga, los corruptos van a ir a la cárcel”; es —usted lo sabe bien— un discurso más que usual en todos los políticos del mundo, de todas las tendencias, pero cuando tienen una semana en el poder; cuando ya han pasado diez, trece, diecinueve años en el palacio de gobierno, está claro que ese gobernante piensa que la gente es pendeja. (En Venezuela, por cierto, pasa a menudo y la gente hace bien su papel, pero aquí no venimos los lunes a hablar de sociología, sino de la lengua.)
         Los lectores se van a sorprender cuando les diga que el diccionario de la Academia no da señales de que en Venezuela la palabra pendejo tenga un significado singular y sólo en la mitad de las acepciones anota que es coloquial. Singular es que en Perú no signifique ‘tonto’ o ‘cobarde’, como en todas partes, sino lo contrario: ‘astuto’. Y singular es que en Andalucía sea equivalente a ‘calabaza’. Pero en ninguna parte como en Venezuela ha sido, en algún momento, signo de pertenencia al selecto grupo de la gente honesta.
         En 1989, el escritor Arturo Úslar Pietri causó revuelo afirmando que en Venezuela casi no existe riesgo de ir a la cárcel por ser ladrón, pero al hombre trabajador y honrado lo más probable es que, en vez de aplaudirlo, se le insulte llamándolo pendejo. La opinión pública se escandalizó por la insolencia de un intelectual de la altura de Úslar, pero unos días después todos se autocalificaban de pendejos. Hasta se organizó una “Marcha de los Pendejos”, que llegó a Miraflores, al Congreso y a la Fiscalía, exigiendo que se luchara contra la corrupción. Un Solo Pueblo incluso escribió una canción al respecto.
         En todos estos años, la dichosa palabra ha ido ganando y perdiendo prestigio según quien la utilice, quien desee bautizar a los demás con ella o quien la crea propia y descriptora de su condición. En el irónico tiempo presente venezolano, en que la vida de tanta gente pende de un pelo, ya no parece fácil que nos creamos las pendejadas que nos cuentan los poderosos. Hay situaciones que no se sostienen ni con palabras, y quizá sean las propias palabras las que deban ponerse al frente para acabar con todo. Haría falta una sola cosa para no darse cuenta: ser bien pendejo.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXLVII / 11 de febrero del 2019


lunes, 4 de febrero de 2019

El coprolito [CCXLVI]

Luis Roberts



El comandante en jefe de la prehistoria... y el presente



         Estoy sumergido en la lectura de un libro que hacía tiempo que quería leer y que por fin hace pocos días conseguí. Es un rara avis, un libro de divulgación científica que es un best-seller: De animales a dioses, de Yuval Noah Harari, un importante historiador, profesor y escritor israelí. Nos cuenta, exponiendo teorías, sin apenas intervenir, la aparición del homo sapiens sobre la Tierra y su posterior expansión desde África al resto del planeta. Por cierto, ¿cuánto tardarán en proponer que la ciencia se una al lenguaje inclusivo y hable de homo et mulier sapiens?
         Resulta que el homo sapiens ha sido y es el animal más depredador que ha parido la naturaleza. No sólo acabó con otros homínidos como el neandertal, el denisovano, etc., sino que en su primitiva etapa de cazador, antes de la revolución cognitiva y la aparición de la agricultura, arrasó con casi todas las especies, mamíferos y aves, de más de 50 kilos de peso. A su llegada a Australia, hace 45.000 años, había 25 especies de marsupiales de ese peso y 24 se extinguieron rápidamente. Aprovechando un deshielo, hace 14.000 años pasaron de Siberia a Alaska y en sólo uno o dos milenios llegaron hasta la Tierra del Fuego. “La fauna americana contaba con mamuts, mastodontes, roedores del tamaño de osos, manadas de caballos y camellos, leones de enorme tamaño y decenas de especies grandes cuyos equivalentes son hoy en día completamente desconocidos, entre ellos los temibles felinos de dientes de sable y los perezosos gigantes que pesaban hasta ocho toneladas y alcanzaban una altura de seis metros. En dos mil años Norteamérica perdió 34 de sus 47 géneros de mamíferos grandes y Sudamérica perdió 50 de un total de 60”. ¿Y cómo se sabe todo esto? Pues porque hay unos científicos llamados arqueozoólogos que se dedican a buscar huesos y, sobre todo, coprolitos.
         Esta palabra, coprolitos, propia de la terminología científica, que da título a este artículo, yo la desconocía, pero por su eufonía y fuerte contenido semántico y metafórico incorporo a mi léxico desde ya. ¿Y qué es un coprolito? La etimología está clara, y perdonen la referencia escatológica, es ciencia, pero el copros de excremento y el litos de piedra, nos remite a su significado: ‘excremento fosilizado’, en algunos casos pelotas enormes de excremento fosilizado desde hace miles de años, otros mucho más recientes.
         Si bien es cierto que palabras afines, como coprófago, han pasado con éxito al lenguaje vulgar con una gran facilidad, el comemiedda cubano, el coprolito, merece también incorporarse al lenguaje cotidiano, como yo ya he hecho. Es más, yendo a la riqueza metafórica que nos puede aportar, en este momento de vorágine política seguro que a todos se nos ocurre un nombre y una imagen de un coprolito.

luisroberts@gmail.com



Año VI / N° CCXLVI / 4 de febrero del 2019




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