lunes, 27 de marzo de 2017

Titivillus [CXLV]

Luis Roberts


 
Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos
y su familia (1486), de Diego de la Cruz.
Arriba, a la derecha, Titivilus


  
         Les voy a contar una historia poco conocida en nuestro gremio, la historia de Titivillus. En la Edad Media, en Europa, había tres clases sociales: los nobles, protectores; los siervos, agricultores y artesanos, y el clero que rezaba.
         Estos últimos, además de sus rezos, también eran agricultores, artesanos y copistas de libros. A veces también traductores. Con la aparición de las ciudades no episcopales en el siglo XII, surge la figura del philosophus, lo que hoy llamaríamos “intelectual”, que generalmente también pertenecía al clero. Sólo una ínfima minoría de clérigos y nobles era alfabeta, la generalidad de la población era analfabeta. El libro era más bien un patrimonio, un enser valioso del palacio o del monasterio, cuyo destino era adornar más que ser leído. El propio Carlomagno, tan pío él, vendía sus libros para hacer caridades. Todavía hoy en día muchos nuevos ricos compran libros para rellenar sus bibliotecas, fijándose en el color de las tapas, lujo de la encuadernación, tamaño, etc. Pues algo así era entonces.
         La imprenta aún no se había inventado y los monjes copistas pasaban la mayor parte de su tiempo, entre rezo y rezo, en el scriptorium del monasterio o la abadía, trabajando afanosamente en malas condiciones, con calor y frío y a la luz de mortecinas velas, algo que tan bien conocen hoy en gran parte de Venezuela. Lo importante no era el contenido de los libros sino la forma, la belleza del trazo, la perfección de la copia, la exacta medida del blanco para que el miniaturista incrustase su ilustración. Lo importante del contenido del libro que se copiaba era que se trataba de libros religiosos, evangelios, antiguos testamentos, libros de horas, ensayos de santo Tomás, Alberto Magno, san Anselmo, etc., que por el hecho de laborar para difundir, muy poco, eso sí, la palabra de Dios, merecían la exención de días, semanas, o años de purgatorio para estos piadosos monjes escribas. Algo parecido a lo que hoy sería una acumulación de millas en una línea aérea. Pero tal vez porque rezaban incluso mientras escribían, cometían errores; errores ortográficos, disléxicos, palabras saltadas, lo que hoy llamaríamos errores de “tipeo” o de “atención desenfocada”. Esos errores eran considerados pecados y no sólo se perdían los años de purgatorio redimidos, sino que aumentaban espectacularmente los años de condena purgatoria haciendo que los pobres monjes se estremeciesen de espanto pensando en el negro porvenir que les esperaba en la eternidad de corto plazo.
         Ni Newton ni Murphy habían aparecido todavía, pero las manzanas ya se caían de los manzanos y siempre aparecía un corrector listillo que detectaba el error y anatemizaba al tembloroso curilla. Puestos a buscar una explicación a la causa de esos errores que los condenaban a purgatorios sine die, como algunos retornos modernos, no tardaron en encontrarla: sólo un demonio podía darse a la labor de hacer purgar sus errores a tan piadosos monjes. Dicho y hecho. Se inventaron un nuevo demonio y lo llamaron Titivillus. A partir de entonces lucharían para que Titivillus no les arrastrase al purgatorio y quién sabe si incluso al infierno.
         Apareció la imprenta y con ella los errores tipográficos que Titivillus seguía propiciando. El mundo se ha ido haciendo cada vez más descreído y ya sólo aparecen los demonios en las películas de terror, pero no cabe duda de que Titivillus sigue haciendo de las suyas, no ya entre copistas y tipógrafos, sino incluso entre escritores, correctores y traductores. Hace ya algunos años, quien tiene potestad e infalibilidad para el caso, anunció que el Purgatorio no existía, que era, eso también, una metáfora, como si el sufrimiento de un trocito de eternidad fuese una figura retórica, o una figura de estilo. Reconozco que mi alma descarriada conoció un gran alivio, pues ni ella ni el cuerpo que la contiene están para muchas purgas.
         Pobres monjes medievales, la de soponcios que se habrían ahorrado. Curiosamente, y de forma casi simultánea ¡ojo!, no insinúo que lo uno tenga relación con lo otro, ¡Dios me libre! el Word de Microsoft incorpora su corrector y años después el Todopoderoso Gates firma un acuerdo con la Real Academia Española para, entre otras cosas, supervisar ortográfica y sintácticamente el corrector que corresponde al español internacional. Piensen, pues, que Titivillus les va a seguir acechando, tentando y llevando al error y que si ya no tienen un purgatorio para expiar sus culpas, los correctores seguirán pasando por un purgatorio al corregir sus trabajos y que, no es una amenaza del más allá sino de aquí mismo, la furia de un corrector frustrado puede ser infinitamente más incontrolable que la de un dios tonante.


luisroberts@gmail.com





Año V / N° CXLV / 27 de marzo del 2017

lunes, 20 de marzo de 2017

Tú sí eres jalamecate [CXLIV]

Andrea Villada


Donde hay pesca, hay jalamecates. Pampatar, 1970



         Hace ya unos cuatro años, estando en un hermoso hotel de Mochima, en el maravilloso estado Sucre, se me ocurrió levantarme temprano para poder observar el amanecer desde su mismísimo principio. No quería perderme ni un minuto, así que salí al balcón a las 5:00 de la mañana y noté con gran admiración y curiosidad que había ya tres hombres en el agua, tres lugareños practicando esnórquel con linternas en mano en busca de un buen banco de peces. Al lado del hotel, aquel incrustado en la montaña, había una pequeña casa rebelde que rompía la armonía del ambiente apareciendo malcriadamente en el único espacio arenoso que había en los alrededores.
         Al haber crecido en la caótica ciudad de Caracas y saber de pesca lo que sé de aeronáutica, no imaginaba el propósito de aquella tempranera búsqueda, pero, unas tres horas después, todo ocurrió de sopetón. Los gritos comenzaron desde el agua: “¡Ahora sí! ¡Rápido, rápido, rápido!”, y de la nada salieron seis hombres más en una pequeña lancha con una red tan grande que ellos apenas cabían en la corroída embarcación. ¡Yo estaba maravillada! De cuando en cuando, los hombres se sumergían para asegurarse de que los peces estuvieran dentro de aquella prisión de mecate que iban lanzando hasta formar un extenso óvalo que empezaba en la orilla de la pequeña playa y terminaba allí mismo. Sin embargo, lo que sin duda llamó más mi atención fue el hecho de ver cómo de aquella ínfima playa contigua salían unas tres docenas de personas para ayudar a recoger la red, jalando y jalando aquel pesado mecate para que, así, el patriarca del lugar les repartiera uno que otro pez. Entonces, de repente se me ocurrió: ¿será de esto que sale aquella famosa expresión que sirve para identificar a los aduladores?
         Cuando le comenté aquella idea a mi querido profesor Edgardo Malaver, él me hizo el favor de iluminarme con un poco de conocimiento sobre el origen náutico de algunas palabras, como verga, por ejemplo, y otras más que ahorita no logro recordar. De cualquier manera, para ayudarme a aclarar mi mente, el mismo profesor me envió un archivo con lo que el filólogo venezolano Ángel Rosenblat había investigado sobre este tema. Al parecer, la expresión no es para nada nueva y ya se usaba desde el siglo XIX, pero su origen dista mucho de estar claro. Lo que sí está claro es que los términos que la componen vienen del ámbito marítimo, pues los marineros tenían muchas sogas que jalar y todas eran de mecate. Sin embargo, la creencia popular es que jalamecate como sinónimo de adulador viene de la época de Bolívar, cuando los que deseaban congraciarse con él mecían su chinchorro, cuyos extremos son de mecate, mientras el Libertador tomaba su siesta. Lo curioso es, y a eso apunta Rosenblat, que nadie en los llanos llama a eso jalar mecate, más bien lo llaman echar una mecidita. Es por eso que esta teoría se ha ganado unos cuantos detractores y otras se barajan como candidatas, como el hecho de jalar el mecate de los baldes para sacar agua de los pozos, o el famoso juego de la cuerda en el que hay que jalar mecate para arrastrar a los que están del lado opuesto, o incluso jalar la cuerda de la campana para atraerla hacia sí.
         A mi parecer, y respetando la opinión de los expertos, ninguna de esas teorías son mutuamente excluyentes y, además, especialmente las que no incluyen al chinchorro de Bolívar, no me parecen del todo satisfactorias.
         De cualquier manera, al ver saltar desesperadamente al agua a uno de mis compañeros de viaje, llegar a nado hasta el único rincón arenoso que nos rodeaba, jalar aquella red repleta de peces y regresar con cuatro peces en mano entregados por el mandamás de aquel recóndito lugar, uno para cada uno de los que disfrutábamos de aquellas vacaciones juntos, no pude evitar decirle: “¡Hay que ver que tú sí eres jalamecate!”.

andrealvilladac@gmail.com






Año V / N° CXLIV / 20 de marzo del 2017

lunes, 13 de marzo de 2017

Buenas noches [CXLIII]

Edgardo Malaver



“Eres la virgen impoluta del silencio", pero... buenas noches.
Talgat Koshabaev y Alevtina Lapshina como Romeo y Julieta




         Nuestra compañera Ariadna Voulgaris escribió la semana pasada que buenas noches es la despedida formal que se emplea cuando, de noche, nos separamos de alguien. Y dice más. Dice que es lo que utiliza uno cotidianamente cuando decide irse a dormir y deja a la familia en la sala.
         Me siento muy incómodo con esa idea, que no es de Voulgaris sino de muchísimos hablantes. Y no es por que no esté de acuerdo, yo también lo habría dicho, sé que es cierto. Me siento incómodo con el hecho de que buenas noches pueda ser una despedida adecuada que decirles a las personas con quienes lo compartimos todo en la intimidad del hogar. Si es lo más formal que pueda utilizarse para despedirse, si es lo más propio para despedirse en el trabajo, en la escuela o en nuestro contacto con las autoridades, entonces, ¿cómo puedo sentirme a gusto diciéndoselo también a mi madre, a mis hermanos, a los que viven conmigo, a quienes me une el cariño? Y, más allá —o más adentro, según se vea—, ¡¿cómo puedo despedirme cada noche con semejante prosopopeya de la persona que duerme a mi lado en la misma cama?!
         Una vez que se acaba la noche, me pasa lo mismo. También me cuesta mucho —tanto que ya no me esfuerzo— saludar a los que comparten techo conmigo diciéndoles ese seco y distante saludo institucional, oficinesco, corporativo de buenos días. Gracias al cielo existe en Venezuela ese saludo a la vez social y espiritual que marca la relación que tenemos con nuestros mayores. Es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea “La bendición, mamá”. A mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: “Buenos días, vírgenes impolutas del silencio”.
         Sin embargo, a esa misma hora, un vecino me toca la puerta y no respondo ni acepto como respuesta nada que no sea buenos días. No comienzo una clase sin decir buenos días, aunque ya lleve un cuarto de hora conversando con los estudiantes, pero es precisamente en ese contexto, en ese escenario, donde cabe decir buenos días, más que Hola, más que ¿Qué tal, mi pana?, más que ¿Cómo amaneciste, mi corazón? A una clase en la universidad no va uno a hablar de sus intimidades (por más que la experiencia personal que tenga el profesor en todos los campos es material válido y pertinente para la situación didáctica), como si estuviera fregando los platos del día anterior aún en piyama y sin haberse peinado. No va uno a la alcaldía de su ciudad con la misma actitud con que entra en el baño de su casa. No se presenta nadie en un templo vestido como quien va a comprar frutas en el mercado. Las fórmulas lingüísticas de saludar y despedirse, ergo, también tienen que variar. Y me parece a mí (y, a diferencia de Voulgaris, no temo no tener la razón, porque hablo puramente de mi sensación) que buenos días, buenas tardes y buenas noches, que quedan tan bordadas en situaciones formales, en situaciones íntimas marean toda la música que oímos alrededor.
         La lengua no está extraditada de los sentimientos ni a la inversa. Otros hablantes sentirán como yo y darán señales similares a las mías. Y si no, siempre nos queda un último recurso a los lingüísticamente deformes: explicar (y explicarnos) el fenómeno como parte de nuestro idiolecto, el modo particular de hablar de cada quien, que, por más particular que sea, nunca lo será tanto como para no sumarse a la corriente de formas particulares de hablar que tejen un idioma.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLIII / 13 de marzo del 2017

lunes, 6 de marzo de 2017

Adiós [CXLII]

Ariadna Voulgaris


“Hasta la vista, baby”, parece expresar la mano de Terminator
al despedirse de John Connor antes de autodestruirse



         ¿Ustedes cómo se despiden? ¿Dicen adiós o hasta luego? ¿Dicen hasta luego o chao?
         Miles de personas en todo el mundo de habla española temen despedirse diciendo adiós porque creen que eso hará que sea la última vez que vean a su interlocutor. Yo me pregunto si esta palabra será así de mágica o si es superstición o prurito de la gente.
         Cierto que uno siente que puede faltar menos tiempo para volver a verse cuando utiliza hasta luego, hasta la vista y otras. Adiós, de verdad, tiene un halo más definitivo, pero, por su origen, puede ser lo mejor que nos lleguemos a decir cuando nos despedimos. Mi diccionario de etimología dice que adiós proviene de la expresión a Dios te encomiendo, a Dios encomiendo tu alma (o tu vida, tu destino).
         No es extraño que se hiciera toda aquella prosopopeya en la antigüedad, cuando las comunicaciones de larga distancia eran casi inexistentes y al irse uno de viaje, no había manera, que no fuera la fe, de imaginar siquiera cuándo volveríamos a ver a la familia y a los amigos. Ni ellos a uno.
         También solía usarse, como lo ha hecho hace poquito Joaquín Sabina, con Dios, que es algo así como apócope de con Dios te dejo, con Dios vayas, con Dios quedes. Tiene que haber sido, digo yo sin pretensiones de tener la razón, la mayor posibilidad (o a lo menos la expectativa) de volverse a ver, que debe haber venido con la Revolución Industrial, o paulatinamente después de ella, que se empezó a sentir que era mejor usar esas otras variantes, como el curioso chao o el refinado buenas tardes.
         Veamos algunas de las despedidas más frecuentes:

Hasta luego. Es como informal, cercano, amistoso. No hace falta ser muy adulto ni muy joven para usarlo
Buenos días, tardes, noches. Es quizá lo más formal que pueda emplearse para despedirse en el trabajo, en oficinas del Estado, en el lugar donde uno estudia. Sin embargo, es tan común que uno suele utilizarlo cuando, en la noche, se va a dormir y deja a la familia, o parte de ella, instalada frente al televisor.
Chao. Todo el mundo les va a decir que nos lo han regalado los italianos. Sin embargo, como en italiano se utiliza también para saludarse al encontrarse, yo que ustedes investigaría más esta etimología.
Nos vemos. Quizá sea el que indica la mayor expectativa de reencontrarse pronto. Nos vemos más tarde, pronto, después.
Hasta la vista. Igual que el anterior, pero en este caso se siente que, por más que se crea que será pronto, no se sabe cuándo volveremos a vernos. ¿Se acuerdan del robot personificado por Arnold Schwarzenegger en Terminator, a quien John Connor enseña a decir: “Hasta la vista, baby”?
OK. Aunque no siempre se escribe así porque es una imitación del inglés, es la despedida más informal que puede pensarse, porque, como ya saben, es equivalente a ‘estamos de acuerdo’.
Dale. No lo usen. Es que no tiene mucho sentido. Parece provenir del vocabulario hamponil.

         Ya está bien. Aunque despedirse a veces es difícil y aunque entre nos no sea verdad, como dice Sabina, “para decir con Dios, a [nosotros] nos sobran los motivos”.

ariadnavoulgaris@gmail.com




Año V / N° CXLII / 6 de marzo del 2017