lunes, 27 de abril de 2020

Libros análogos o digitales, o La lectura cuando no disponemos de libros [CCCI]

Sérvulo Uzcátegui Gómez


 
En la ciudad de la mitad del mundo no abundan
los libros venezolanos


 

         Mi reciente estadía en Venezuela en la Navidad pasada volvió a despertar en mí la nostalgia de leer mis autores predilectos, venezolanos muchos de ellos, los cuales no pueden hallarse en las librerías de Quito. Pero una serie de desafortunados sucesos (que serían muy largos de explicar aquí) me impidieron llevarme mis libros. Y así fue el caso que, aunque volví a mi apartamentico alquilado con un montón de vivencias, ropa de invierno de mis años en Alemania que ha resultado ser de gran utilidad aquí y un montón de documentos que pude rescatar oportunamente, una vez más volví sin libros de autores venezolanos.
         Esa circunstancia me hizo retomar mis lecturas en formato digital, es decir, en los formatos .doc, .docx, .epub y .pdf, a los que ya estaba recurriendo. A esa situación debo añadir ahora la circunstancia por todos conocida y padecida del confinamiento involuntario producto de la pandemia, que me ha hecho tomar conciencia de cuán necesarios (y a veces hasta indispensables) se han vuelto esos soportes digitales, aun cuando para mis adentros sigo siendo un hombre de libros, de los libros de toda la vida.
         Porque el libro ha sido nuestra principal fuente de acceso al conocimiento a lo largo de los siglos, y de pronto, en apenas un parpadeo del tiempo de la historia humana, aparecen los llamados libros digitales, una evolución del formato del libro que surgió con el advenimiento de las computadoras personales (en las que empecé a trabajar hace algo más de veinte años), potenciado luego por la llegada del Internet, y aún más en los últimos diez años, con el boom de los smartphones. Un hecho tan transcendente como ése volvió analógicos (o análogos, una expresión que viene del campo de la electrónica) a los viejos libros, en contraposición con los nuevos digitales. Estos últimos son los que ahora estoy leyendo. Aquí en Quito solo tengo algo más de una docena de mis viejos libros analógicos casi todos en alemán, pero una verdadera montaña de libros .docx, .epub y .pdf se agolpan en el disco duro de mi laptop, dos discos duros externos y numerosos CD y DVD de datos, en gran parte respaldos de los archivos de mis hermanas, humanistas, intelectuales y ávidas lectoras las dos, con obras de autores tan diversos como Michel Foucault, Gaston Bachelard, Maurice Blanchot, Étienne Gilson o George Steiner, y narradores tan dispares como J.R.R. Tolkien, Antonio Tabucchi, Sandor Márai o Henning Mankell. Y eso sin contar mis propios libros, autores e idiomas.
Debo confesar que, ante semejante avalancha de libros, pido a Dios que dé un empujoncito a mi disciplina personal para poder leerlos todos. Esta cuarentena de desenlace abierto es una gran oportunidad para ello, y al mismo tiempo es una situación que, al menos en lo que al ámbito personal se refiere, resuelve a modo de hecho consumado el conflicto entre lo análogo y lo digital en la lectura a favor de lo digital.

suzcategui2012@gmail.com




Año VIII / N° CCCI / 27 de abril del 2020




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jueves, 23 de abril de 2020

La eterna riña de dos hermanas siamesas [CCC]

Ninson Mora



¡FELIZ DÍA DEL IDIOMA!

 
Batalla Naval del Lago de Maracaibo (1823)



         Por un lado, la lengua, que refleja y defiende con profundo rigor las convenciones sociolingüísticas: todo aquello que ayuda a evitar el surgimiento de una cataclísmica Torre de Babel dentro de un mismo sistema de comunicación. Suele ser más cerrada y estricta, sobre todo en lo relativo a los preceptos gramaticales, pero (aunque muchas veces reacia) no cohíbe ni mucho menos prohíbe la evolución léxica, siempre y cuando esta responda a una necesidad sociolingüística real.
         Por el otro, el habla, que aunque en términos generales suele seguir a su hermana más tradicional y comedida, tiende a ser rebelde, se inclina más hacia lo informal, hacia lo sabroso de la expresión natural, pero lamentablemente también suele emplearse como excusa superficial para justificar invenciones léxicas que más que evolución (proceso al que suelen atribuírsele) parecen reflejar indolencia, descuido o incompetencia del individuo o grupo de individuos que las proponen, conduciendo ineludiblemente al empobrecimiento del medio de expresión.
         Por lo general, cuando levantamos la ceja al leer un texto, solemos evocar con marcada suspicacia y poco cariño y respeto a dos consagrados villanos de las producciones lingüísticas: el descuidado, flojo o incompetente traductor que escribe pero no traduce y la conveniente y discrecionalmente desacertada Real Academia Española.
         Palabras como compleción (hasta hace poco, la única entrada del DRAE para denotar la acción y el efecto de completar), cumplimentar e incluso compartición están registradas y debidamente expuestas en el “Libro Gordo de Petete” panhispánico, pero en realidad parecen ser muy pocos los hablantes (si es que los hay) que emplean naturalmente la palabra compleción para referirse al proceso o al efecto de completar y, en su lugar, prefieren el uso de completación, lo que por simple lógica evolutiva condujo a la reciente inclusión de este lema en el odiado pero siempre consultado diccionario de la lengua española. Siempre sentí que compleción lamentablemente había nacido con algún defecto congénito, algo pareciera faltar en esa inflexión tratándose de un término que aparentemente proviene del verbo completar. Completación, por su parte, pareciera gozar de mayor integridad morfológica y etimológica, aunque muchos sigan sintiendo que su salud fonética dista mucho de lo agradable y más aún de lo perfecto. Otro vocablo relacionado es completitud: lo defiende la lengua, lo detesta el habla. Por lo general, recurrimos a fórmulas o voces “salvadoras” como lo completo de o integridad para evitar ese completitud que nos convertiría en los hazmerreír o en los “malhablados” del grupo.
         En el caso de cumplimentar, aunque su primera acepción en el DRAE nos dice que tiene que ver con ‘hacer un cumplido’ (o algo por el estilo), suele figurar en los diccionarios bilingües como una opción para fill in, pero en realidad creo que nunca me atrevería a usar este verbo para denotar algún cumplido y muchísimo menos para dar la idea de llenar o rellenar (un formulario, por ejemplo).
         Por otra parte, compartición comparte con completación su salud lingüística, pero lamentablemente también parece producir la misma aversión fonética, lo que causa la impresión de que su uso habitual y masivo está proscrito entre los hispanohablantes. En general, desconozco la causa, porque si de la fonética dependiera, no se utilizaría tanto en Maracaibo la expresión vergación (que más bien funciona como una interjección para denotar gran asombro, sorpresa o indignación) y, sin embargo, es una palabra de uso muy común en esta ciudad del extremo occidental venezolano. El hecho es que muchos prefieren incluso usar compartir (la nominalización del infinitivo) antes que aceptar la justa pero “indigna” validez de compartición. “Este viernes tendremos un compartir en la empresa” (¡Vergación!).
         Es tan avasallante e implacable el escrutinio al que es sometida la RAE a diario por sus desaciertos, o supuestos desaciertos, que me atrevería a basar en ello la explicación para que hayan incluido recientemente en su diccionario general el adefesio lingüístico accesar, triste invención del campo de la informática (sí, muy probablemente con la decisiva ayuda del traductor descuidado, flojo e incompetente) que prefirió crear un monstruo antes que reconocer que ya existía y existe en la lengua española un verbo que puede denotar perfectamente la acción de ‘obtener acceso a’, aunque su primera acepción haya sido tradicionalmente la de ‘consentir en lo que alguien solicita o quiere’, que es el verbo acceder. “Pudo accesar el sitio web luego de varios intentos”, “Pudo acceder al sitio web luego de varios intentos”. ¿Cuál de esas dos expresiones infringe de manera subyacente la norma de la economía del lenguaje? Afortunadamente, el Diccionario Panhispánico de Dudas, de la misma RAE, sigue proscribiendo enfáticamente el uso, según ellos, del americanismo, accesar.
         Propuestas como millardo o implementar, con los infaltables pros y contras lingüísticos y extralingüísticos, parecieran responder decentemente a la tan aludida economía del lenguaje al permitir expresar con una sola palabra conceptos que (a diferencia del idioma inglés, por ejemplo) solían requerir el uso de frases nominales o verbales para su comunicación efectiva. Ahora bien, en casos como accesar y voces similares como aperturar (ámbito financiero), significancia (ámbito estadístico) y app (ámbito informático-publicitario), pareciera que la genuina necesidad lingüística inexplicablemente pierde terreno ante la indolencia del hablante y la terrible indiferencia indiscriminada del autor, el especialista o el traductor que tratan de solventar sus dificultades de expresión o comunicación con semejantes invenciones que lejos de contribuir al enriquecimiento del léxico español, parecieran empujarlo irremediablemente hacia el enorme y aterrador agujero negro de los sinsentidos.
         Otro ejemplo que ilustra claramente el constante “tira y encoge” entre la lengua y el habla, y que aprovecho para traer a colación en esta oportunidad debido a su ya frecuente y masivo uso impulsado por la ingente expansión de los servicios de mensajería instantánea y las redes sociales, es el término emocicono, perfecta contracción española de las voces emoción e icono, y las pobres traducciones emoticón o emoticono, siendo sorprendentemente este último el único de los tres vocablos que registra el DRAE hasta la fecha, con la definición de ‘representación de una expresión facial que se utiliza en mensajes electrónicos para aludir al estado de ánimo del remitente’. Aparentemente, la lengua tendría sobrados argumentos para declarar que emocicono goza de plena salud lingüística, pero caprichosamente el habla parece haber desahuciado este término en favor de sus poco evolutivas y muy revolucionarias alternativas, algo que podemos comprobar fácilmente al “googlear” (¡y vaya que es traviesa el habla!) estas tres voces.
         Ahora que lo pienso mejor, el habla podría defender a aquella tarada o perversa persona del registro civil que dio al niño el nombre oficial de “Ro-ro-roberto” en lugar de Roberto, que era como quería llamarlo originalmente su padre tartamudo (a quién la lengua literalmente le jugó una mala pasada, ¡y más aún al niño!).

eventum2006@gmail.com



23 de abril del 2020 / Año VIII / N° CCC




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lunes, 20 de abril de 2020

El drama de un lector en tiempos del virus [CCXCIX]

 Luis Roberts




 
James Joyce a la vista de todos en una calle de Dublín.
Escultura de Marjorie Fitzgibbon (1990)





         Sólo raras y justificadas veces me ha gustado escribir sobre experiencias personales, pero en el momento que estamos viviendo todo es raro y todo, en este sentido, está justificado. Los que me quieren me animan desde hace años a escribir una novela con contenido autobiográfico o una autobiografía novelada, pero o por miedo, o por esperar a vivir más y así tener más que contar, no lo he hecho, pero me da la sensación de que después de esto, de esta guerra que estamos viviendo, ya todo será otra novela para mí y para todos, así que igual me animo, si sobrevivo. Este introito no es más que una justificación de lo que voy a contar.
         Cuando yo tenía 18 o 19 años, y ya desde los 14 era un ávido lector, me arriesgué a leer el Ulises de Joyce y, para mayor inri, en inglés. Mi nivel de inglés y mi edad no daban para Joyce, así que abandoné a las pocas páginas el proyecto. Conseguí una traducción argentina, pero tampoco mi nivel de argentino era suficiente para superar la barrera de Joyce y también tuve que abandonarlo. Años, pocos, más tarde, se publicó una traducción decente y por fin conseguí leer esa maravilla.
         Esta cuarentena, que a mí en la faceta del enclaustramiento no me afecta tanto, pues mi vida normal es muy parecida: con las salvedades de la ida a la universidad y a hacer compras de alimentos, la dedico a pensar, a escribir, a corregir y, sobre todo, a leer. Hay un libro que hace años que quiero leer por mi admiración a su autor, Richard Dawkins, The God Delusion, que en Amazon vale sólo 20 euros, pero pedir hoy algo de fuera es un verdadero espejismo, porque si no nos mata el covid, nos puede matar la falta de gasolina y por lo tanto el hambre o el aburrimiento. Así que busqué en Internet (a veces me funciona), encontré y descargué una traducción española. Son 330 páginas, de las que llevo leídas 120, así que sé de lo que hablo. Es la traducción más espantosa que me he encontrado en mi vida, bueno, de las más espantosas, y lo peor es que el “traductor ad honorem” es venezolano; me di cuenta ya en la segunda o tercera página, con traducciones de un Oh, yeah!, como Sí, Luis, o con lindezas como escoñetao, entre otras huellas digitales. No digo el nombre por si alguien lo conoce y le hace pasar vergüenza. El hecho es que por masoquismo o por apego a mi oficio de corrector, no he dejado el libro a pesar de que, a veces, paso más tiempo juzgando los horrores de traducción, sintácticos, ortográficos, de puntuación, etc. que oyendo lo que me dice Dawkins, lo que me obliga a releer varias veces.
         Paradójicamente, siento por este traductor una cierta admiración: un hombre que, obviamente, sin ser traductor, ha dedicado ¡vaya usted a saber cuántas horas de su vida! a traducir un libro para subirlo a Internet con el solo objetivo de hacer llegar el mensaje de Dawkins, el mayor representante actual del ateísmo científico, a todos aquellos a quienes les interesa pero que no pueden comprar el libro. Es como los fansubs, los que suben a Internet subtítulos de series y películas “gratis et amore”, sin ningún parámetro de calidad, por supuesto, algo que es un trabajo por el que se cobra y del que vivimos miles de traductores.
         Afortunadamente tengo muchos libros físicos y virtuales con los que llenar mis horas de cuarentena, pero este, el de Dawkins, a pesar de los pesares, lo terminaré. Sí, Luis Roberts.

luisroberts@gmail.com



20 de abril del 2020 / Año VIII / N° CCXCIX



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lunes, 6 de abril de 2020

La palabra ‘cura’ no proviene del quechua [CCXCVIII]

Edgardo Malaver



Cosme Cortázar como fray Santiago rodeado
de su nueva familia en
Jericó



         Hay una escena en la película Jericó (1990), de Luis Alberto Lamata, en que un grupo de conquistadores españoles que acompañan al poderoso Ambrosio Alfínger (1500-33) en una expedición al interior del territorio venezolano desertan con el oro que le acaban de robar. Fray Santiago, capellán de la expedición y protagonista de la historia, huye con ellos asqueado de los crímenes de Alfínger. Al pasar los días, mientras el monje se aleja buscando qué comer, el jefe de los rebeldes decapita a un indio y entre todos lo asan y se lo comen. Cuando fray Santiago regresa y protesta enérgicamente ante la horrorosa escena, el asesino lo amenaza gritándole: “Estese callado, padre, que no me han enseñado mis padres a matar curas, pero en las Indias todo se puede aprender”.
         No era la primera vez que sentía yo esta carga de violencia en el uso del sustantivo cura. Lo que es más, crecí pensando que, en su sentido de sacerdote, era despectivo. Por nada del mundo me refería a los sacerdotes de mi parroquia utilizando esta palabra. Tuve esa idea hasta que en el año 2009 me mudé a Los Chaguaramos, Caracas, y comencé a ir los domingos a la cercana iglesia de San Pedro Apóstol, y ahí el párroco, Miguel Acevedo, nunca utilizaba otra forma para referirse a sí mismo. De modo que un día que tuve el diccionario entre manos —sí, el de papel— y me acordé del asunto, busqué la palabra cura y descubrí que había estado equivocado.
         Lo que no supe entonces es que existe la idea (incluso entre gente que escribe sobre etimología) de que cura proviene de kuraka, una palabra quechua que, al menos durante el período incaico, equivalía a ‘jefe de una comunidad’, ‘el de mayor edad’, ‘sabio’. Un sacerdote católico es también el líder de una comunidad, pero es fácil ver el error (hasta se lo puede llamar falacia): los curas existen desde siglos y siglos antes de que los españoles, que los trajeron a este lado del mar, llegaran a los territorios de habla quechua. Y ya se llamaban curas cuando llegaron. Antonio de Nebrija (1441-1522) ya utilizaba esta palabra en el sentido actual en sus libros de gramática.
         El español toma su cura del latín, en el cual equivalía a ‘cuidado’, ‘inquietud’, ‘solicitud’, ‘ocupación’, sentidos que también hemos tenido en el pasado. En Roma también significó ‘administración pública’, ‘cargo u obra públicos’, y, como sustantivo concreto, ‘guardián’, ‘intendente’. Así lo usaron, por ejemplo, Suetonio (70-140) en De vita caesarum (universum denique genus operas aliquas publico spectaculo praeventium etiam cura sua dignatus est [sin excepción, todos los que dedicaban su industria a los espectáculos públicos le parecían dignos de su cuidado]), Salustio (86-35 antes de Cristo) en Historiarum fragmentis (dii boni! Qui hanc urbem omissa cura adhuc regitis [¡Oh, dioses, cuya providencia, aun cuando parece dormitar, gobierna esta ciudad!]) y Tácito (56-120) en Historiarum libri (plus apud socordem animum laetitia quam cura valuit [al final pudo más en aquel holgazán la alegría que las preocupaciones]).
         De la misma raíz de cura tenemos hoy palabras como curar, curación, curandero, curioso, procurar, procura, procurador, incuria, curador, curaduría, y también, claro, curato y curia. ¿Cómo fue que cura llegó a transformarse en sinónimo de sacerdote? A los párrocos se les encomienda la “cura de almas”, es decir, el cuidado espiritual de sus feligreses. Y así, metonímicamente, también es cura el individuo que ocupa ese cargo. Idealmente es para eso que se preparan en el seminario, por lo cual para ellos es un término regular, no peyorativo. Sólo yo no me había percatado; sin embargo, no veo la posibilidad de que cura haya derivado de kuraka. Esa semejanza de forma y de fondo entre la palabra quechua y la española es una casualidad.
         En Jericó, después de desertar con los españoles rebeldes, fray Santiago deserta también de ellos. Y al final deja de ser cura, absorbido por la selva y la forma de vivir de los indios que lo acogen. Es decir, encontró su lugar en el mundo. De igual manera, siento yo que las palabras, después de tantas búsquedas y deserciones, después de todos los tropiezos y todos retornos, van encontrando su lugar en nuestra mente y nuestra vida.

emalaver@gmail.com



Año VIII / N° CCXCVIII / 6 de abril del 2020




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