domingo, 25 de febrero de 2024

¡Suerte y ‘Gaceta Hípica’! [CDXLIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

¡HOY ES EL UNDÉCIMO ANIVERSARIO DE RITOS DE ILACIÓN!

 

  

Virgilio Decán (1930-2022)

 

 

 

         Cuando yo era pequeño, tenía un tío —lo tuve hasta el 2010, cuando aún no era viejo— que estaba enganchado con las carreras de caballo. Cada domingo durante una época, desde el mediodía, más o menos, mi tío se reunía con sus amigotes en uno de esos garitos abominables en que hombres “de mal vivir”, como decía mi abuela, beben alcohol, gritan, juegan cartas, se pelean, se prestan, se roban, se cobran, devoran mujeres imaginarias, compran carros que no existen, se hacen amigos, se enemistan... y apuestan. Y en aquel tiempo, no había “entretenimiento” más popular en Venezuela que las carreras de caballo. Y en realidad ni siquiera era un vicio al que cedían todos nada más los domingos. En el Hipódromo de La Rinconada, de Caracas, había carreras, que yo recuerde, los domingos, pero en el de Santa Rita, de Maracaibo, las había también los jueves, y algunos jueves aparecía mi tío por la calle de la casa de mi abuela, donde yo vivía, para sumergirse con placer en aquel que él llamaba, imitando a Aly Khan, el legendario narrador de carreras, “el maravilloso mundo de las carreras de caballo”.

         Khan —cuyo nombre verdadero era Virgilio Decán— tenía un programa en el canal Venezolana de Televisión en que él y otros locutores analizaban las posibilidades de cada caballo de cada carrera y en el que, por supuesto, hacían publicidad a muchas cosas. Y uno de los productos que anunciaban era la revista más conocida del hipismo venezolano: Gaceta Hípica. La publicación, fundada en 1950 y aún activa hoy, ofrecía todo tipo de datos para los apostadores: historias, récords, fotos, fechas y horas de las carreras, nombres de los jinetes, genealogía de los caballos, infinidad de información. Era tan difícil para las demás revistas, siempre menores, competir con Gaceta Hípica que aparecían y desaparecían como trapecistas de circo. A Gaceta Hípica le iba tan bien que se daba el lujo de poner al legendario narrador de carreras en todos sus comerciales. Y él hacía aquellos comerciales con la misma soltura con que mencionaba, tejidos armoniosamente en una sintaxis incorruptible, todos los detalles del veloz recorrido de 12 caballos por la pista. Aquella misma voz terminaba siempre el comercial con el lema de la revista: “¡Suerte y Gaceta Hípica!”.

         Aunque no nos percatábamos de ello entonces, el dichoso lema tenía todo lo que se necesitaba para conquistar corazones para el hipismo: era una equilibrada conjunción del azar de juego y el análisis racional de la información. La suerte, con frecuencia elusiva, y el conocimiento, acumulado en la revista, le auguraban al fanático de las carreras una buena racha, le deseaban suerte al apostador, pero le revelaban que no era suficiente: también requería la Gaceta Hípica.

         Puesto largamente en el oído de los venezolanos, el lema llegó a convertirse en una expresión más del habla popular: usted quería desearle a un amigo que le fuera bien en algún emprendimiento o aventura, le decía al despedirse de él: “¡Suerte y Gaceta Hípica!”. Después también se oyó: “¡Suerte y Gaceta!”. Y ahora, de vez en cuando, se oye, por ejemplo: “¡Éxito y gaceta!” y otras variantes, emancipada ya la expresión de su origen, al menos en la superficie.

         Después de un tiempo, las inmensas cantidades de dinero que podían ganarse si uno acertaba los ganadores en el juego del 5 y 6 (el sistema de apuestas de los hipódromos) se redujeron de tal manera que la mayoría de la gente perdió el interés en las carreras. Sin embargo, la influencia que había logrado esta actividad en la lengua hablada por los venezolanos ha subsistido hasta el sol de hoy, que Ritos de Ilación celebra su undécimo aniversario (cinco y seis) hablando de ella.

         Otras huellas de herradura que vemos en la lengua cotidiana son las expresiones estar fuera de lote, que se usa para referirse a un caballo (y por analogía a una persona) cuya capacidad está por encima de los de su grupo); ejemplar de poca monta, que se refiere al animal (o persona) con poco talento o habilidades para la competencia; quedarse en el aparato, es decir, no arrancar un caballo cuando se da el disparo de partida y, metafóricamente, no tener una persona la iniciativa en una actividad.

         El hipismo, como el beisbol y la parranda, acaso los tres grandes vicios de los venezolanos, ha sembrado con provecho muchas semillas en el habla. Y eso también es para celebrar.

         Gracias a Dios, un día las palabras de mi abuela hallaron el camino para llegar a lo que Freud llamó el consciente de mi tío, y este volvió a ser un trabajador ejemplar, como nunca antes había sido; con el tiempo llegó a vivir con comodidad, y no precisamente gracias al azar, y a dar educación y estabilidad a sus hijos... Y a sus sobrinos, porque no me imagino a qué temprana hora hubiera tenido yo que abandonar la universidad, si no hubiera sido por la generosidad de aquel tío.

         La vida de las personas y la vida de las lenguas van juntas, no cambia una si no cambia la otra, y cuando una florece, la otra da frutos. Los frutos de esta semilla que hace 11 años bauticé Ritos de Ilación, empresa tan fatigante y placentera al mismo tiempo, quizá crezcan dentro de mucho tiempo, pero aunque sea dentro de mucho tiempo, será bello sentarse bajo su sombra y disfrutar un poco del verdor de sus hojas y de la brisa que sopla.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXLIX / 25 de febrero del 2024

EDICIÓN DEL UNDÉCIMO ANIVERSARIO

 

 

 

Anteriores ediciones aniversarias (o sus equivalentes):

Congorocho [VI], de Isabel Matos

¿Pronombre de lugar en español? [XLV], de Daniel Avilán

¡Ay, qué noche tan preciosa! [XCVI], de Edgardo Malaver Lárez

Picnic [CXLI], de Edgardo Malaver Lárez

Kikirikí [CXCVI], de Edgardo Malaver Lárez

Qué arrecho [CCXLIX], de Edgardo Malaver Lárez

A caballo regalado... [CCXCII], de Álvaro Durán Hedderich

El hashshish vuelve a los diccionarios [CCCXLV], de Luis Roberts

Aniversario con heterónimos [CCCLXXIX], de Edgardo Malaver Lárez

Ritos de Ilusión [CDX], de Edgardo Malaver Lárez


lunes, 19 de febrero de 2024

Parangaricutirimícuaro [CDXLVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

En Michoacán, después de una lluvia de lava de nueve años

 

 

 

         No hay mucho que decir, aunque sea poco lo que se ha dicho ya. La palabra parangaricutirimícuaro es simplemente un trabalenguas. ¡O quién sabe! Cualquiera diría que no tiene mucho sentido (pero tiene tanto como uno quiera atribuirle) buscarle origen, significado y abolengo. Parece más bien ocioso, y, sin embargo, sí existe una historia y un fenómeno natural y cultural impresionante que ha acompañado, sin que lo sepamos, a esta singular palabra.

         De pequeños seguramente todos nos esforzamos por aprender a decir, a toda velocidad, el trabalenguas parangaricutirimícuaro porque eso indicaba nuestra habilidad con la lengua, aunque en aquellos tiempos la llamáramos, con toda simpleza, inteligencia. Yo, por lo menos, no tenía mucha, porque nunca se me ocurrió averiguar si la dichosa palabra era, por ejemplo, el nombre de una persona reconocida, de un lugar atractivo, de un animal mitológico, nada. Pero he aquí que existió en México, en el estado de Michoacán, un pueblo llamado San Juan Parangaricutiro. En realidad aún existe, pero lo único que podemos ver de él es una enorme extensión de lava ya sólida casi engullendo el campanario y parte de la fachada de la que en el pasado fue la iglesia dedicada al Señor de los Milagros.

         El 20 de febrero de 1943 —mañana serán 81 años—, cerca de San Juan Parangaricutiro, hizo erupción por primera vez el entonces recién nacido volcán Paricutín, que estuvo activo durante los siguientes nueve años y cuyo objetivo parece haber sido únicamente dejar bajo tierra los pueblos de San Juan y Paricutín, homónimo del volcán.



Antes de la lluvia de lava,
el mismo Michoacán

         Gracias a Dios, toda aquella población pudo abandonar los lugares afectados en 1944 y llegaron, a pie, a una antigua hacienda a poco más de 33 kilómetros del volcán. Ahí fundaron Nuevo San Juan Parangaricutiro, que fue reconocido como municipio en 1950, y hoy alberga a más de 21.000 habitantes. Cientos de turistas visitan ahora las ruinas del San Juan Parangaricutiro inicial para impresionarse en primera fila.

                  El nombre Parangaricutiro bien podría verse como un presagio. Proviene, según Antonio Peñafiel (1830-1922), que lo recoge en su obra Nomenclatura geográfica de México (1897), de las palabras tarascas parangari (‘lugar que arde en fuego’) y cutiri (‘pequeño’). Es decir, desde los tiempos de su fundación, en 1533, los indios tarascos adivinaron el destino del pueblo.

         Dado todo esto, nadie duda que el conocido trabalenguas proviene del nombre del pueblo mexicano que ardió en el fuego de la tierra hace ocho décadas. Varias fuentes que consulté afirman que la deformación se debe a la dificultad para pronunciar bien Parangaricutiro al primer intento, lo cual llevó a los mexicanos a agregarle sílabas para simular que trataban de decir un trabalenguas. El resultado es parangaricutirimícuaro, todo un desafío fonético de diez sílabas que es, por si fuera poco, esdrújulo. Más tarde, queriendo torcer más la lengua de niños y turistas, convirtieron el vocablo en verbo y la integraron a una archiconocida fórmula lúdica para dar lugar a esta joya:

 

El pueblo de Parangaricutirimícuaro

se quiere desparangaricutirimicuarizar,

y aquel desparangaricutirimicuarizador

que lo desparangaricutirimicuarizare

gran desparangaricutirimicuarizador será.

 


Comenzar de nuevo con el mismo nombre


         Si tuviéramos un gramo más de este conocimiento sobre cada expresión que decimos, sobre las metáforas que heredamos de nuestros abuelos, sobre tantos trabalenguas que de niños aprendemos, ¿a qué edad nos volveríamos sabios? Cuán breve se haría el camino a las palabras, cuánto nos conoceríamos a nosotros mismos. Y al mismo tiempo, cuánta más placentera sorpresa nos llevaríamos cada vez que conociéramos una nueva o, como hoy, le descubriéramos la parentela a una que creíamos muy conocida.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLVIII / 19 de febrero del 2024

 

 

 

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lunes, 12 de febrero de 2024

Palabras del uno al mil cien [CDXLVII]

 Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Los números, al final, también son palabras

 

 

         No existe forma de eludir este dilema. Apenas comienza uno a ganar confianza en la escritura, se da en la frente con la dura piedra de cómo escribir las cantidades de cualquier cosa: ¿en números o en letras? Y por fortuna, es un asunto sencillo, porque existen otros que ni Aristóteles que “resucitara sólo para ello”.

         En realidad, no debería ser tan difícil resolverlo. Lo difícil es poner de acuerdo a la multitud de gente que ha propuesto soluciones y a los que adoptan esta y aquella. ¿Y lo peor de todo? Que muchas de estas soluciones son buenas.

         Primero hay que considerar que, en cuanto a su escritura, al menos los números enteros pueden ser divididos en dos grandes grupos: los que pueden escribirse como una sola palabra y los que tienen que ser escritos en varias. Comenzando por el principio, del 1 al 30 todos se expresan mediante una sola palabra: del uno al treinta. En este caso me gusta la “norma” de la Academia que recomienda escribirlos así: toda cantidad que se pueda expresar con una sola palabra, que se escriba con una sola palabra; lo que no, en números. Lo que no me gusta es que en los ambientes científicos es mejor violar esa norma —habrán observado las dóciles comillas que le puse a la palabra— en nombre de la precisión matemática. No me gusta a mí, pero es innegable que tiene sentido.

         Después del 30, comienza la alternancia. Inmediatamente viene el treinta y uno, y sigue así hasta que tropezamos con el cuarenta. Y se repite el ciclo con cada decena hasta el 100. Tiempo atrás era regla escribir treintiuno, cuarenticinco, sesentinueve, etc., con lo cual los primeros 100 números de cuantos existen formaban un solo grupo; del 101 en adelante, hasta el 1.100, se escribían en dos palabras (ciento veintiuno, novecientos cincuentiséis, mil setentidós). Más allá, se iba incrementando, lentísima y alternativamente, la cantidad de palabras necesarias, era después de esto que comenzaban las comprensibles complicaciones. En el presente comienzan antes.

         También me gusta la “norma” más habitual en el mundo del periodismo, que dice que del 1 al 10 se escriban las cantidades en palabras y de ahí en adelante en números. El problema, otra vez, es que no nos ponemos de acuerdo, sobre todo porque todos tenemos razón y los demás no han estudiado suficiente.

         En el mundo de la redacción jurídica, judicial e incluso policial existe la manía de usar los números y “aclararlos” entre paréntesis: “El inquilino pagará 550 (quinientos cincuenta) bolívares cada mes...” (a veces lo veo al revés), como si fuera posible leer 550 de alguna manera que ‘quinientos cincuenta’. Tengo un primo que estudió derecho que dice que esto “se hace por el temor de que nos hagan la trampa que estamos tratando de hacer nosotros”. Verdaderamente, otro mundo.

         Otra manía, mucho más llamativa, porque es padecida por el mundo en que uno supone que las cosas están más claras con respecto a la lengua, es la de cambiar (o prestarse para cambiar) el signo que hemos utilizado en español desde hace siglos para separar las unidades, decenas y centenas de las unidades, decenas y centenas de mil (y más allá). Siempre hemos utilizado el punto para ese fin... y la coma para los decimales. La razón que pone la Academia para poner el mundo al revés parece infantil (o peor, adolescente): que en el mundo entero la mayoría lo hace así. Tanto escándalo que hicimos cuando los fabricantes de computadoras quisieron eliminar la eñe de los teclados, ¿y ahora vamos a cambiar la coma por el punto y el punto por la coma como si fuéramos ovejitas a las que les da lo mismo el perro que les ladre?

         En suma, aunque parece menos sencillo ahora que hace unos 80 años clasificar los números para decidir si se escriben con una, dos, tres o más palabras, sigue siendo razonablemente sencillo saberlo comando en cuenta que hay un orden que es también bastante razonable. Y ese orden tiene la ventaja de coincidir con la forma lexical de las palabras que nombran el número. Números y palabras existen para aclararnos el mundo: lo que no debería pasar es que nos perdamos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLVII / 12 de febrero del 2024

 

 

 

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lunes, 5 de febrero de 2024

Perico de los Palotes existió y era mujer [CDXLVI]

Ariadna Voulgaris

 

 

Primera reportera de guerra que conoció España

 

 

 

         Yo, la primera vez que escuché este nombre, estudiaba sexto grado en Caracas. Mi amiga Alejandra, a quien ustedes conocen —y que es para mí lo que era Cristina de Iturbe para María Eugenia Alonso, pero a prueba de distancias— fue testigo de mi repugnancia inicial cuando el profesor de historia dijo, más o menos: “No es ningún Perico de los Palotes el que redactó el Acta de Independencia”. ¿Quién es ese tal Perico de los Palotes?, me estuve preguntando yo toda aquella mañana y toda la tarde. ¿Y qué tendrá que ver con el Acta de Independencia? Alejandra tenía a quién preguntarle en casa, porque sus padres eran venezolanos, pero yo no la tenía tan fácil. Gracias a Dios, la mañana siguiente, llegando al liceo, vi la luz bajando del autobús: la inigualable Georgina de Bello, la profesora de lengua y literatura.

         —Ciertamente no era cualquier escribiente novato de prefectura —me dijo cuando le conté.

         —¿Entonces quién era?

         —Pues Juan Germán Roscio, mi niña, ¿no lo dijo el profesor?

         —¡No, profe! ¿Quién era el señor Perico?

         La pobre mujer, una semana después, todavía se estaba riendo. Pero esa misma mañana logró explicarme que uno decía así para referirse a una persona indeterminada, a cualquier personaje sin importancia. O puede ser una persona muy popular, incluso apreciada por muchos, pero que normalmente no tiene un alto nivel educativo ni es una referencia concreta en ningún oficio, en ningún grupo. Un ignorante, para decirlo más respetuosamente.

         Más grande, supe que el célebre etimólogo Sebastián de Covarrubias (1539-1613) lo caracteriza como “un bobo que tañía un tambor con dos palotes”. Otros autores dicen que en tiempos idos y lejanos también se llamaba así al demonio. Además, nuestro personaje ha penetrado hasta el teatro y el cine: en el mismo siglo XVII, se publicó en Madrid una comedia Perico el de los Palotes, y en 1984, el mexicano Víctor Manuel Castro dirigió en el cine otra comedia con ese título.

         Ahora, después de tanto tiempo, me entero de que, además de esto, Perico de los Palotes fue uno de los seudónimos que utilizó la escritora, periodista, docente y traductora española Carmen de Burgos. Del tiro, llamé a Alejandra para actualizarla: “¡Perico de los Palotes es mujer!”.

         Carmen de Burgos fue la mayor de los diez hijos de un matrimonio burgués de Almería, donde nació el 10 de diciembre de 1867. Su padre, que era diplomático, la casó a los 16 años con el periodista e impresor Arturo Álvarez Bustos (1857-1906), con quien ella nunca se sintió feliz, ni siquiera acompañada, pero quien la introdujo en el mundo del periodismo. Tras perder a tres de sus cuatro hijos y soportar constantes atropellos, Carmen abandonó a Arturo y se fue a Guadalajara con María (1898-1939), su hija sobreviviente, donde trabajó como profesora. Después, en Madrid, trabajó en varios diarios y se decidió a escribir columnas sobre los casi inexistentes y muy maltratados derechos de la mujer, el voto femenino, el matrimonio forzado, el divorcio, la educación de las niñas, los niños trabajadores y en prisión.

         No fue fácil al principio, porque los editores pretendían que escribiera sobre recetas de cocinas y consejos de belleza para las damas jóvenes; ella, sin embargo, se las arregló para lanzar dardos sobre las reivindicaciones de la mujer en todo lo que publicaba. Logró así hacer reflexionar a muchos y reunió el apoyo de intelectuales varones muy influyentes, como Vicente Blasco Ibáñez, Pío Baroja y Miguel de Unamuno.

         En 1909, el diario El Heraldo le da la oportunidad de convertirse en la primera reportera de guerra, al menos en España, al enviarla a Melilla a cubrir el enfrentamiento armado entre las tropas españolas en aquella ciudad y las del Rif, al norte de Marruecos. Y de esta experiencia también se valió Carmen de Burgos para hacer literatura: en 1920 reunió todas las crónicas que había escrito durante la guerra y los sumó con sus artículos antibelicista y publicó el libro En la guerra, que desagradó a muchos radicales en España.

         Para esa época ya había conocido a un jovencísimo Ramón Gómez de la Serna, con quien, a la vuelta de ella de África, inició una relación sentimental. Veinte años más tarde, Gómez de la Serna y María, la hija de Carmen, que trabajaban juntos en el teatro, se hacen amantes y la escritora se hunde en la tristeza.

         Nunca como en aquel diciembre siniestro se sintió tan insignificante, quizá más que al llegar a Madrid, cuando los editores la obligaban a usar seudónimos para publicar sus notas y artículos. El primero de ellos, Colombine, que usó en el Diario Universal, expresaba ya la humilde condición de una mujer que no significaba nada en el mundo intelectual, dominado por los hombres. Pero luego se hizo llamar también Perico de los Palotes, cuya sonoridad menos elegante y más arrabalera la hacía incluso más desconocida y la ubicaba más lejos del centro de su escena natural. Este seudónimo era también, a pesar de todo, una protesta contra la injusticia.

         Y finalmente llegó la Segunda República, en 1931. Carmen la defiende, trabaja por ella, escribe a su favor, ofrece conferencias. El nuevo sistema de gobierno parece abierto a tantas peticiones que ha hecho durante tanto tiempo; pero una tarde de octubre de 1932, durante un discurso, un dolor en el pecho interrumpe su discurso. Era la muerte.

         ¿Por qué no es más conocida la obra de esta mujer que no eran ningún Perico de los Palotes, como dijo mi profesor aquel día? Sencillamente su obra fue silenciada, negada, escondida a partir de la llegada de Francisco Franco al poder. Era demasiado clara y demasiado firme para dársela impresa en papel a la generación siguiente. Sus ideas eran una amenaza para la España que deseaba la dictadura. Ha tenido que llegar, recientemente, el sesquicentenario de su nacimiento para que se reunieran sus libros y se volvieran a publicar, para que su pensamiento sobre temas aún no resueltos por la humanidad volviera a resonar en el mundo y se comenzara a estudiarlo. Quiera Dios que esta vez sí haya oídos atentos al tambor de sus palabras.

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXLVI / 5 de febrero del 2024

  

 

 

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