lunes, 25 de junio de 2018

De la arrogancia a la cortesía [CCXIV]

Daniel Álvarez



“¿Hay algo más real que las palabras?”, 
se preguntaba Oscar Wilde


          Hoy en día, las personas conocen el precio de todo cuanto existe y los rodea, pero realmente saben el valor de nada. Con esto, quiero decir que hasta en el ámbito lexical se produce el mismo fenómeno: la gente desconoce el valor de las palabras.
         Por la única razón que, en efecto, incita a uno a hacer cualquier pregunta: simple curiosidad, me dispuse a estudiar el trasfondo de un verbo empleado, con gran frecuencia, en actos de justificación o arrepentimiento. Acogido por mi ignorancia, y, como dije, llamado por mi curiosidad, me preguntaba: ¿por qué al verbo disculpar se le añaden los pronombres reflexivos me y se, en ocasiones enclítico, y otras veces de forma independiente y antecediendo al verbo, cuando se trata de lamentarse o excusarse de una ofensa o falla cometida por uno mismo? Consideraba como todo un acto de pedantería el decir “me disculpo ante usted…”.
         Detallando este acto de habla minuciosamente y en un nivel primario, me hacía figurar una suerte de soberbia y vanidad, pues ¿quién es uno para atribuirse la potestad de perdonarse? Su estructura es básica, gira en torno al verbo disculpar, conjugado en primera persona, antecedido por un pronombre reflexivo, y precedido, generalmente, por una cláusula subordinada circunstancial causal, que justifica la razón de la contrición. Si vamos más allá de la gramática de la oración, y nos adentramos en un nivel más profundo, donde yace el sentido de la proposición, parece que el enunciado encerrara un significado fatuo y presuntuoso, pues, en sí, es el propio emisor (sujeto de la oración) quien se toma la inmodestia de perdonarse por una falta cometida por sí mismo, por un error perpetrado por su persona.
         ¿Cuántas veces ha de parecernos que, personajes del día a día pasan de ser individuos plenos de modestia y humildad a sonar soberbios y arrogantes? Es por ello que decidí iniciar este rito con aquella frase que señala que desconocemos el valor de las cosas, pues por valor me refiero, en este sentido, a significados y etimologías, y por cosas, a las palabras que componen la lengua; siendo la unión entre estos dos términos lo que añade sentido a los enunciados que emitimos. Así aclaro que el uso de estos sintagmas verbales no es tan arrogante como parece en primera instancia; al contrario, su sentido va más dirigido a aclarar que la falta cometida escapa de sus propósitos.
         ¿Pero qué significa disculpar? ¿De dónde proviene? Este verbo, perteneciente al primer grupo, procede del sustantivo femenino disculpa, palabra derivada de la unión entre el prefijo latino dis-, lo que significa ‘negación o contrariedad’, y del sustantivo culpa, el cual nos presenta un abanico de acepciones, de las cuales tomé las que se refieren a continuación: “f. imputación a alguien de una determinada acción como consecuencia de su conducta”; “f. psicol. acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado” (Diccionario de la Lengua Española, 2017). Por lo que podemos resumir que disculpa significa no tener culpa o responsabilidad de algo. Yendo un poco más allá de su etimología, podemos concretar que dicho verbo representa la acción de justificar un hecho, ofreciendo pruebas, razones o argumentos que excluyen a un individuo de tener culpa o responsabilidad sobre ello. Dicho de otro modo, es la razón que se da para argumentar o excusar alguna falta en la que se ha caído. Por ende, el disculparse no es un acto de petulancia ni soberbia, sino un hecho de autojustificación. En otras palabras, es un modo de prevenir o remendar un error o fallo cometido por uno mismo, a través de razones que aclaran que lo sucedido o dicho fue sin culpa alguna, es decir, sin ninguna intención.
         Lo mismo ocurre, con los verbos excusarse, perdonarse, absolverse e indultarse, verbos que suenan un poco engreídos al añadirle las partículas me o se, las cuales precisarían que la acción del verbo es concebida por el propio sujeto.
         Este extraño y peculiar fenómeno no solo sucede en nuestra lengua castellana, sino en otras lenguas romances como el francés, por ejemplo. Je m’excuse es el arrogante equivalente a nuestro me disculpo. Algunos de los enunciados que aminorarían este parecer altivo en nuestro idioma pueden ser discúlpeme o ¿podría disculparme?
         En resolución, traigo a escena una cita del escritor irlandés Oscar Wilde, que nos viene a la perfección en esta ocasión, y nos sirve de cierre para este “descortés” episodio; dice así: “¡Palabras! ¡Simples palabras! ¡Qué terribles son! ¡Qué claras, y vívidas, y crueles! Uno no puede escapar de ellas. Y sin embargo, ¡qué sutil magia hay en ellas! Parecen servir para dar una forma plástica a cosas sin forma, y tener música por sí mismas […]. ¡Simples palabras! ¿Hay algo más real que las palabras?” (El retrato de Dorian Gray, 1890, traducción propia). Dicho esto, no cabe duda de que la riqueza y el valor de las palabras establecen pronunciadas diferencias en el sentido de las proposiciones, de allí que suene vanidoso decir me disculpo, y cortés decir discúlpeme. ¿Y las diferencias entre disculparse y perdonarse? Este par lo dejaremos para otro rito.

danielalejandro.alba@gmail.com



Año VI / N° CCXIV / 25 de junio del 2018




Otros artículos de Daniel Álvarez:

lunes, 18 de junio de 2018

Aumentativos ocultos [CCXIII]

Ariadna Voulgaris y Edgardo Malaver



¿De qué otra palabra es aumentativo camión?



[Fragmentos de un diálogo por chat entre los autores]
         —Profesor Malaver, ¿cómo está?
         —Hola, Ariadna. [...] Bien, bien. ¿Y tú?
         —Bien. [...] Desde hace días, profe, quiero hacerle un comentario. O proponerle un artículo para Ritos.
         [...]
         —Qué bien. ¿De qué se trata?
         —Es que estuve revisando los primeros artículos, de 2013, y me gustó mucho uno que se llama “Diminutivos ocultos”, de José Antonio Millán.
         —Ah, sí, a mí también me gusta ese texto. [...] Cómo me gustaría que Millán un día se animara a publicar otro con nosotros.
         —Ojalá [...] porque es muy inteligente, por lo que he leído. Yo pensé en un artículo en que habláramos, no de los diminutivos sino de los aumentativos ocultos que tenemos en castellano (perdone, profe, es que estuve trabajando en Cataluña el año pasado y me acostumbré a decir castellano). Me llaman la atención unas cuantas palabras que parecen aumentativos pero que no sé si lo son.
         —[...] Me pasa lo mismo. Hace unas dos semanas se lo comentaba a mis alumnos.
         —Estaba pensando en camión, por ejemplo. ¿De dónde viene camión?
         —¡Aaaaahhh...! ¡Ariadna, me estás leyendo la mente!
         —Pero ¿sabe de dónde proviene camión, profe?
         —No [...] pero quiero saber. [...] ¿De dónde?
         —No, yo tampoco sé, creía que usted me podía decir.
         —[...] Hace días, como te dije, les mencioné ese mismo [ejemplo] a mis estudiantes en clase y les dije, para estimularlos a que lo hicieran ellos, que lo iba a averiguar [...].
         Anyway, lo que yo quería comentarle de camión es que es lo que José Antonio Millán llamaría un “aumentativo oculto”, porque no sabemos de ninguna otra palabra [de la cual] sea aumentativo. Es un aumentativo, ¿verdad?
         —Pues si no lo es, actúa bien.
         —Ajá...
         —[A mí me llama] la atención que se pueda combinar, que la gente lo combine con tanta facilidad con diminutivos...
         —¡Sí! ¡Sí! Camión, camioncito. Camión, camioneta.
         —¿Y caminonetica?
         —¡Diminutivo sobre diminutivo sobre aumentativo! En realidad está bastante oculto.
         —Ciertamente.
         —¿Y cuando uno dice, pongamos, pintón, que es como ‘pinto grande’ , pero luego quiere decir que la fruta está más pintona, es decir, un poco más madura, dice pintoncita.
         —Qué ejemplo tan ejemplar. Pasa algo parecido con avión y avioncito; pero es sólo parecido porque avión sí “es” un ‘ave grande’, no es un aumentativo oculto.
         —Ah, es verdad, pero gracias por el ejemplo.
         [...]
         —Bueno, hay que ponerse a reunir el corpus para estudiarlo. ¿O ya lo tienes reunido?
         —Sí, tengo unos cuantos: balcón (que tiene sus diminutivos también); halcón, patacón, acción, ambón, talón, razón, histrión, perdón...
         —Tenemos que “reunirnos” para comparar notas, como dicen los americanos.
         —Ok, lo espero aquí en [Atenas]. [ícono de sonrisa]
         —[...]
         —O sea, profe, ¿que no estoy tan lejos del camino?
         —Ah, no, yo no soy quien tiene que decirte eso. Tú sabes lo que sabes.
         [...]
         —Es como el caso de los nombres del idioma.
         —Ah, no te lo dije antes, cuando lo mencionaste, pero a mí no me molesta que se diga castellano y no defiendo que se diga español. [...] Los dos nombres son buenos, aunque ninguno de los dos sea santo.
         —Hablando de eso...

ariadnavoulgaris@gmail.com / emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXIII / 18 de junio del 2018

lunes, 11 de junio de 2018

Sí hay punto [CCXII]

Edgardo Malaver





A veces no se sabe qué significa el adverbio
(foto el autor)



         No es un fenómeno reciente en Venezuela, pero las actuales dificultades que vivimos lo han hecho más notorio. Como, al igual que todo lo demás, escasea el dinero en efectivo, uno va por la calle a la caza de lugares donde pueda pagar con tarjeta. Y ése parece ser ahora el letrero más importante que pueda poner cualquier comerciante en la entrada de su negocio. El solo letrero ya es publicidad suficiente para atraer clientes. Y el letrero dice siempre: “Sí hay punto de venta”, o simplemente “Sí hay punto”.
         Puede ser que se omita a veces “de venta”, que es curioso porque forma parte de un término del campo comercial que designa un objeto preciso, pero en muy escasas ocasiones encontrará usted que se omita el adverbio de afirmación . Es lo que más llama la atención, dado que este enfático suele aparecer en el discurso, hablado o escrito, cuando antes se ha expresado una duda sobre un hecho o se le ha negado. Es su naturaleza, es lo que tiene sentido, es la función que la lógica le ha reservado. Usted sólo dirá: “Yo vine a trabajar ayer”, cuando antes alguien lo haya puesto en duda o haya desconocido que usted cumpliera con su deber. De lo contrario, bastará con decir, si es que verdaderamente llega a necesitar decirlo: “Yo vine a trabajar ayer”.
         ¿Por qué los comerciantes —al menos los venezolanos— sienten la necesidad de comenzar este anuncio con el adverbio ? Habrá sido por la constante pregunta —y una pregunta es ya una duda también— de si había punto de venta en un negocio, cuando aún no eran tan frecuentes. El letrero habrá sido, me figuro yo, una respuesta anticipada a la expresión de la duda: no pregunte, que hay. Y ahora que lo hay en todas partes, ¿por qué persiste?
         Hace poco lo frecuente era la pregunta, ahora lo que inunda el mercado es la respuesta, afortunadamente afirmativa casi siempre. Antes era la duda, ahora es la reafirmación enfatizada y omnipresente lo que dirige nuestros pasos hacia esta tienda o hacia otra, lo que determina si compramos o no compramos en un lugar, a veces si almorzamos o no ese día. Siempre la lengua sobrevolando nuestras vidas, y las dudas, las preguntas... y las afirmaciones, las negaciones... y hasta las transacciones comerciales.

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXII / 11 de junio del 2018



Otros artículos de Edgardo Malaver:
  

lunes, 4 de junio de 2018

Verbos del cuarto grupo [CCXI]

Edgardo Malaver


¿Qué habría respondido Alexis Márquez Rodríguez
en su columna
Con la lengua? (foto: YVKE)



         Queriendo siempre investigar un poco antes de decir nada, he demorado hasta ahora mi deseo de escribir sobre esta “hipótesis”, que se me ocurrió cuando era estudiante. La semana pasada, en dos ocasiones mencioné la idea en clase, y, como mis búsquedas iniciales han sido infructuosas, siento que puede ser estimulante para los estudiantes que reflexione sobre ello en Ritos. ¿No existió nunca un cuarto grupo de verbos en español? La respuesta es que no, está bien, pero la imaginación y el juego también nos llevan al conocimiento. Insisto, entonces, en este “aleteo de la ficción”, como dice Gabriel Jiménez Emán, por el mero placer de la lengua.
         No hace falta estudiar mucho para darse cuenta de que en español los verbos se dividen en tres grupos: los que en infinitivo terminan con -ar, los que terminan con -er y los que terminan con -ir. Eso es todo, no hay otros grupos, pero no pierde uno nada al elucubrar lo que podría haber sido el pasado de ese otro grupo de palabras, aparentemente todos sustantivos, que terminan con -or. ¿No es posible —al menos poético es— que en un tiempo remoto, tan remoto que no hayamos encontrado registros de él, ese grupo hubiera sido, antes de su metamorfosis en el uso, nuestro cuarto grupo de verbos?
         El verbo doler, por ejemplo, que pertenece al segundo grupo, ¿no habrá sido antes el verbo dolor? Es decir, eso que siento, lo que me afecta más íntimamente, no puede ser la misma calidad de “acción” que caminar, por ejemplo, que es algo que hago con mi propio cuerpo pero que aun así dista de mí casi lo mismo que mugir, que es algo que hace otro ser. En mi descabellada hipótesis, los verbos en -or con esta suerte de significado íntimo emigraron al primer o segundo grupo debido a su conjugación, pero parecen haber conservado intacta su transitividad. Otros miembros de esta pandilla podrían ser amor (que en el presente sería amar), error (o errar ahora), loor (o loar), picor (o picar), ardor (o arder), hedor (o heder), motor (o mover), olor (u oler), sabor (o saber), valor (o valer). Todos parecen, ¿verdad?, percepciones, sensaciones, valoraciones de lo que nos sale al camino, lo que nos llega por los sentidos y nos penetra hasta la raíz de lo subjetivo.
         Hay otros ejemplares que no son tan fácilmente clasificables: calor, candor, color, dulzor, favor, humor, pavor, pudor, rencor, resplandor, rigor, rubor, rumor, verdor, vigor. Parecen los rebeldes de este corpus, porque no es sencillo ubicarlos en alguno de los tres grupos actuales de verbos, pero sí conservan el sabor a sensación y a intimidad emocional o psicológica que dan sus parientes antes mencionados.
         Por los momentos, no quiero contaminar más la muestra, no sea que de pronto me llame un Bello, un Rosenblat, un Márquez Rodríguez contemporáneos para reprocharme que sea tan soñador; pero sí me gustaría descubrir un día que al final amor, dolor, sabor, olor son como verbos que han vivido toda la vida escondidos, que ese grupo de verbos existieron y que nuestros antepasados llegaron a sentir con tanta intensidad lo que ahora llamamos amor, sabor, rubor, que nos legaron esos sustantivos nuevos, que ahora utilizamos como cuerda sensible entre estados del espíritu y las “cosas” del mundo tangible. ¿Estoy muy loco?

emalaver@gmail.com



Año VI / N° CCXI / 4 de junio del 2018





Otros artículos de Edgardo Malaver: