lunes, 24 de agosto de 2015

Los eufemismos en los diarios venezolanos [LXXI]

Azury Mendoza


El hombre es fuego, la mujer, estopa... Viene el diablo, y sopla...
Dicho popular



         —Oye, mi amor, ¿y qué es un griego?
         Cualquiera habría preferido correrle a ese toro, olvidarse del asunto del sano cortejo con heladitos en Sabana Grande y agarraditas de mano inofensivas de las primeras salidas —aunque ya no tuviesen ni de cerca 14 añitos— y sencillamente, dar por terminada la pretensión amorosa antes de responder semejante pregunta. Pero es que ella le gustaba tanto...
         Y no podía responder sin hundirse en un torbellino de aguas profundísimas... pero la embestida vino de lleno, sin aviso ni protesto, mientras se tomaba un café que casi sirve de óleo para pintar un fresco, tipo aspersor, en la cara de quien preguntaba.  No quedaba más que aventurarse a agarrar al animal por los cuernos y ver cómo salía la cosa. Y luego de quemarse con el grueso tarugo, así más o menos fue la respuesta:
         —Bueno, mi vida, los diarios venezolanos siempre se han caracterizado por emplear colosales cantidades de chispa criolla para maquillar realidades, y obedeciendo al genio de nuestra lengua, nos da por bautizar proyectos de envergadura con rimbombantes nombres que rememoran un pasado bien glorioso, de sables, charreteras, polainas y grandes batallas que nos obsequian la sensación de que somos protagonistas de algo apoteós...
         —Ajá, ¿y eso qué tiene que ver con este caballero de ambiente que me ofrece duchas doradas, o  con las gemelas traviesillas de dieciocho añitos que se mueren por complacerme, y la chorrera de nacionalidades que acompañan a los masajes ofertados a tres por mil en los clasificados?
         La interrupción al más puro estilo de Barbarita, la de Baldomero, el Terror del Llano[1], sonó como un scratch[2] de disco... Pero cuando cesó el característico ruido, el enamorado pudo notar que en realidad estaba sonando la canción de Marlene[3], quien por allá en los 80, coreaba con ligero contoneo gatuno ¿no notas que estoy temblando...?
         La pregunta inicial terminó por ser respondida ilustrativamente en un tour mundial que recreó en suelo criollo las sorpresas del hindú —¡quién lo diría!—, la afabilidad del tailandés, las excentricidades del ruso y un didáctico paseo por el griego, todo con su muy conveniente sombrerito que evitaba todo mal francés, napolitano o español, y siga usted enumerando que yo le voy diciendo para qué otras cosas sirven los eufemismos en situaciones tan peliagudas que involucran a un hombre, una mujer y un periódico en una cita luego de la adolescencia...

azurybrian@gmail.com



Año III / Nº LXXI / 24 de agosto del 2015 




[1] Personajes protagonizados por Betty Haas y Jorge Tuero (QEPD), del programa humorístico Cheverísimo, transmitido por el canal 4 de la televisión venezolana durante los años 90.
[2] Sonido de disco rayado.
[3] Marlene (nombre artístico de Marlene Arias), cantante venezolana, exvocalista del grupo Los Tigres tras la disolución de Los Tres Tristes Tigres. Lanzó su carrera como solista en 1982, y logró posicionar los temas ¿No notas que estoy temblando?, Ámame y ¿Qué nos pasa esta mañana?

lunes, 17 de agosto de 2015

Corte y cohorte [LXX]

Ariadna Voulgaris


         Varios de mis alumnos de la clase de Español II me envían un mensaje sobre una palabra que con el profesor de Español I no habían conocido: cohorte. Me preguntan si es un simple sinónimo de corte o si se trata de un error. Ya casi se han inclinado a pensar que es un error, guiados por lo que dice un malísimo diccionario de español que circula en el instituto y que, ergo, no vale la pena citar, cuando uno de ellos propone consultar a la profesora de habla nativa.
         Les respondo en primer lugar para estimularlos a persistir en la práctica de no quedarse con una sola respuesta. Les digo que mucha gente que acaba de conocer la palabra cohorte se confunde porque, aunque esta no es una palabra que usemos todos los días, se parece mucho a corte, y así cualquiera cae en la trampa de la duda —como seguramente caían en latín con cors y cohors—. Una vez definida la una, agrego, queda clara la otra, creo yo. Hay que comenzar por la conocida, la familiar, la cierta: corte. ¿Qué dice el diccionario? El de la Academia, por ejemplo, que está en la biblioteca y en Internet, tiene 15 acepciones. Quedémonos, para comenzar, con la que dice: “Acción y efecto de cortar”. Sencillo.
         Luego sigo con cohorte, que es la palabra nueva, la extraña, la dudosa. El diccionario, que en estos casos suele dar definiciones intrincadas o concretas, hoy se inclina hacia los sinónimos: “Conjunto, número, serie”. Nada impresionantemente claro, pero nos da una orientación, les concluyo a los chicos —casi todos varones... no sé por qué es importante ese detalle, pero siento que debo anotarlo aquí—. Una cohorte es un grupo de cosas, pero sobre todo de personas que hacen lo mismo en cierta actividad, o que se parecen por alguna razón. En el Imperio Romano —contaba mi guía de la Legión de María— una cohorte era una unidad de soldados organizados según un criterio dado, un grupo que trabajaba siguiendo una orden precisa, especial, no cotidiana. En la actualidad —y en las instituciones educativas sobre todo—, una cohorte es el grupo de nuevos estudiantes que ingresa a la institución en un nuevo año académico. Se llama así también al grupo que egresa, no porque sea el mismo, sino, simplemente, porque también es un grupo que tiene los mismos rasgos.
         Por tanto, las cohortes no tienen mucho que ver con los cortes, aunque sí con las cortes, que no las judiciales, sino las de los reyes —al final, tienen su origen en las mismas dos palabras latinas—. El semestre en la universidad se “corta” en períodos más breves, sobre todo para fines de evaluación; todo aquello que se prolonga se puede, al menos metafóricamente, cortar en pedazos más reducidos para captarlo mejor. Piensen, les digo además a los chicos del María Callas, en una longaniza (aprovecho para enseñarles nuestra palabra chorizo). Si el semestre fuera así de tangible, podría dividírsele con un cuchillo y al final cada fragmento sería llamado “corte”.
         El lunes siguiente, los encuentro a todos junto a la puerta del aula, fielmente a la hora de la clase. Dos o tres de ellos están aún muertos de sueño, la mayoría entusiasmados con una lengua del otro extremo de Europa que ahora comienza a sonreírles, pero casi todos —¡oh, qué novedad!— han comprado un nuevo diccionario.

ariadnavoulgaris@gmail.com

(Agradezco efusivamente al profesor Edgardo Malaver, de mi amada Universidad Central de Venezuela, por la orientación lingüística para dar una apropiada respuesta a mis alumnos griegos… Y lo delato, además, por no haber aceptado que lo pusiera aquí como coautor.)



Año III / Nº LXX / 17 de agosto del 2015

lunes, 10 de agosto de 2015

El bicho, las cholas y la polisemia [LXIX]

Azury Mendoza


         —Pásame el bicho, porfa.
         La frase generó un murmullo de risitas mal contenidas, y hasta un “¡upa, papá!” de lo más baboso y confianzudo que se regó, viscoso, por todo el salón de clases.  Hasta la monja perdió hábito, velo y unos 20 años, y por dos segundos se unió al rumor de risas de lo más antinatural en ella. Todo el cuadro hizo que me diera cuenta de algo: al venir de mí, era imposible saber a qué me refería cuando dejé caer esa frase así, con un candor que seguramente en otra de mis compañeras habría pasado sin pena ni gloria.
         A una tierna edad de camisa azul, ya me caracterizaban un desparpajo y una atorrancia que todavía me salen al paso sin mucho esfuerzo. Pero contrariamente a lo que pudiesen imaginar la hermana y mis compañeros, no había el mínimo atisbo de picardía en mi selección de palabras para referirme al abrehuecos. O sacabocados. (Sí, el bicho sigue picando y extendiéndose tantos años después).
         Lo que todos ignoraban era que en mi familia, aquel vocablo era una palabra genérica con la que se señalaba al objeto o persona de turno cuyo nombre se nos olvidaba: el televisor, un mosquito de guarapo, Rudy La Scala, cualquier rastrero temerario que se atreviera a ponerle sus patas al piso recién encerado, el vecino malasangre que nunca saludaba, y hasta la palita de los huevos ante la premura de una ñema chamuscada, todos podían ser bichos... No así las partes pudendas masculinas.
         Esto, por la simple razón de que mi familia materna viene de Barquisimeto, estado Lara; y allá a ese bicho le dicen las cholas (en plural y femenino, aunque sólo se estén refiriendo o a las esféricas, o al bicho, o a todo el perolero junto...). Por extensión, en mi muy capitalino hogar de los 90, a nuestras muy cómodas cholas petroleras (sandalias de plástico), le decíamos chanclas truncatura de chancletas, a modo de aclaratoria familiar y para confusión de mis vecinitas, quienes al final nunca entendieron por qué me privaba de risa cuando ellas decían que se iban a poner las cholas...
         En fin, retomando el asunto del bicho en mi camisa de bachillerato, aprendí vía troleo (o chalequeo, que resulta lo mismo pero más viejo) que, en español de Venezuela, el bicho tiene más acepciones y connotaciones que padrenuestros un rosario. Y que lo diga la hermana.
         Ya en la universidad, tuve la grata oportunidad de contrapuntear con mi siempre recordada Yajaira Arcas, en términos muy circunspectos, académicos y pertinentes a los propósitos de la carrera, el amplísimo campo semántico del bicho que a lo largo de los años fui compilando... Y ella, siempre sabia, sumaba connotaciones y saberes en una oportuna clase magistral sobre la polisemia del bicho que dejó bizcos a muchos de mis compañeros de entonces, porque muchos entendieron a qué me refería cuando decía que zutano o fulano era un rolo e mamachola...

azurybrian@gmail.com




Año III / Nº LXIX / 10 de agosto del 2015

lunes, 3 de agosto de 2015

Caso extremo: 'Las Vegas' [LXVIII]

Edgardo Malaver



         Hace unos meses un canal de televisión venezolano presentó una telenovela chilena que bien podía describirse como una reescritura de la brillante novela El difunto Matías Pascal, del escritor italiano Luigi Pirandello. La telenovela trataba de las transformaciones que sufre una familia de clase media cuyo padre, Carlos Vega, muere en el primer capítulo y no deja a su esposa y sus tres hijas más que deudas y un rosario de sorpresas sobre la vida oculta que llevaba. El que en vida era conocido y alabado como un hombre trabajador, responsable y devoto resulta ser un sinvergüenza que todo lo ha conseguido por vías ilegales y moralmente condenables. La única propiedad que no se ha perdido es un negocio que queda en el centro de Santiago. Cuando van a visitarlo, creyendo que se trata de un restaurant, descubren que era un prostíbulo y esa misma noche llega un juez a embargarlo. Las cuatro mujeres emprenden entonces la recuperación del negocio, que convierten en una discoteca. Y no por la ciudad, sino por el apellido de las tres muchachas, le cambian el nombre a Club Las Vegas.
         Lo que convierte Las Vegas en un caso extremo no es nada de lo dicho en el párrafo anterior, sino el hecho de que, a pesar de haber sido filmada originalmente en español, es decir, con actores que hablaban español como lengua materna, en un país de habla española y, a pesar de que en Venezuela, desde que el mundo es mundo, hablamos también español, el audio con que fue emitida aquí la telenovela no era el original sino un doblaje.
         Viene a mi mente el caso de El Chavo del 8. En los años 70, oíamos a la Chilindrina decirle a Quico, por ejemplo: “Pareces un zopilote mojado”, y no hacíamos más que reírnos. ¿A alguien le importaba lo que pudiera significar zopilote modado en México? Estaba claro que lo estaba insultando. Si alguien quería imaginarse a un zopilote mojado —para lo cual no había tiempo: había que seguir viendo y riéndose—, sólo tenía que ver a Quico. Cuando don Ramón tomaba la decisión de irse de la vecindad y pedía al Chavo que le cargara las petacas o doña Clotilde invocaba a los espíritus chocarreros o doña Florinda describía cariñosamente a don Ramón diciendo que tenía patas de chichicuilote, a nadie se le ocurrió decirse: “Caramba, chico, vamos a traducirles esta serie a los venezolanos para que no se pierdan en medio de tanto mexicanismo”. Todos entendimos siempre todo. Y lo disfrutamos. Y los niños de la segunda década del siglo XXI también lo entienden y lo disfrutan todo en El Chavo... ¡sin doblaje!
         Cuando, por ejemplo, Julio Cortázar escribe: “Los puchos caían sobre la rayuela y Oliveira calculaba para que cada ojo brillante ardiera un momento sobre diferentes casillas”, ¿se pone a pensar que en español de Cuba o de Costa Rica quizá no se llame así lo que él llama rayuela o que los colombianos o los españoles quizá no conozcan la palabra pucho? No hace falta pensarlo porque está escribiendo en la lengua materna de esos lectores. Y si los autores propios no tienen ese detalle con los lectores que hablan tantas variedades de la misma lengua, ¿tienen que tenerlo los traductores que nos descifran obras extranjeras? Y si es así en la traducción, ¿tendría que ser diferente en el doblaje?
         ¿Había que doblar Las Vegas? ¿Acaso el español de Chile anda por el mundo, como Matías Pascal y Carlos Vega, de incógnito? ¿Es tan lejano al de Venezuela como para que los venezolanos necesiten que se les “traduzca” un material que ha sido elaborado en su propia lengua? De ser así, ¿por qué no se dobló Aquí no hay quien viva o Yo soy Betty, la fea? La “industria” del doblaje parece haber dado un paso más en su evolución, más allá de la manía de ponerle nombres “neutros” a todo; pero ¿no estará, en su afán de borrar las “fronteras lingüísticas”, llegando al extremo de crearlas donde nunca han existido?

emalaver@gmail.com




Año III / Nº LXVIII / 3 de agosto del 2015