lunes, 25 de marzo de 2019

Una catira bien pelúa [CCLIII]

Laura Jaramillo




Tumbarrancho. Foto cortesía de mi amiga Blanca, la iluminada



         Los venezolanos pueden ser todo lo que se les ocurra, habladores de grama, bulleros, pachangueros, cuenteros, pero jamás serán aburridos.
         Esto lo digo por lo curioso de nuestra gastronomía, no solo la preparación o los ingredientes, sino el nombre que le ponemos a cada una de las exquisiteces que comemos a diario. Por ejemplo, mi vecina, la barquisimetana, les dice a las caraotas carolas o carolinas de mónaco.
         A esas comidas callejeras y sabrosísimas, que por más que las hagamos en casa nunca saben igual, les decimos balas frías o asquerositos. Damos besos de coco montados en un bistec a caballo. Tenemos una barriga e vieja (o arepa e vieja), una cuca con su buen tolete de queso bien blandito y de paso unos huevos chimbos.
         La cosa no llega hasta ahí. La protagonista de todas nuestras comidas, la arepa, tiene los nombres más metafóricos que podamos imaginar.
         Empecemos por la pobre viuda, porque no tiene naitica.
         Hay una que es catira, con bastante quesito amarillo rayado y pollito.
         Hay una que es perico, y no precisamente por lo habladora que es.
         Hay una que incita al juego, la de dominó, y con la que podemos terminar como la cochina.
         Tenemos una pelúa, porque esas mechitas de carne y quesito amarillo se desbordan deliciosamente.
         La famosa reina pepiada, en honor a Susana Duijm. Y si le agregamos queso amarillo, nos sale una sifrina.
         Hay una que debemos tener cuidado de comer, pues parece que rompe el colchón.
         No podemos dejar a un lado a los ingeniosos maracuchos, quienes tienen un tumbarrancho que solo ellos pudieron inventar.
         Estas son apenas quizás las más conocidas, pero estoy segura de que hay muchas más que no conocemos. En Venezuela hay tantas arepas como pueblos, regiones, zonas.
         Quisiera saber cómo es la arepa Jorge Reyes y la arepa Roxana Díaz.
         Como diría Ricardo Arjona —sí, tengo esa debilidad—, el problema no son los nombres, el problema es cómo le metemos el primer dientazo a esas arepotas.
         Recordemos un poema hermoso escrito por Job Pim, titulado precisamente “La arepa” y que expresa con exactitud las imágenes que acabamos de describir:

En idioma español, de buena cepa,
‘pan de maíz’ titúlase la arepa,
pero es preciso ser de nuestra tierra
para saber lo que la arepa encierra.

¿Qué señor extranjero que no sepa
cómo hablamos aquí podrá creer
que dentro de una arepa
cabe cómodamente una mujer?

Pues cabe, y no ella sola,
sino una casa, un radio,
una vitrola, la cesta
del mercado con lo que traiga dentro,

el alumbrado, las ropas,
dos o tres barrigoncitos
y muchas veces hasta los ‘palitos’”.

laurajaramilloreal@gmail.com



Año VII / N° CCLIII / 25 de marzo del 2019


lunes, 18 de marzo de 2019

Hágase la luz [CCLII]

Luis Roberts


 
“Y un gato me hacía compañía...”,
diría Roberto Carlos (foto del autor)


         Fiat lux et facta est lux (Hágase la luz y la luz se hizo). Así reza en latín el Génesis 1, 3 en la Vulgata, la traducción de la Biblia del hebreo y el griego de Jerónimo de Estridón, el traductor del mayor best-seller de la historia: la Biblia. Así describe la Biblia la creación del mundo, hecho ocurrido, según los ortodoxos judíos, hace 5.780 años, año actual judío, suceso que los no tan aficionados a la literatura de ficción y más al realismo científico, fijan en unos 13.800 millones de años. Pero para estos últimos, entre los que me incluyo, la luz que hizo libres a los hombres, la luz de la razón, se prendió en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, el siglo de Kant, Voltaire, Rousseau, y la Revolución Francesa, con Descartes como precursor y Hegel como colofón; el siglo que establece un nuevo orden inventado, el de la libertad, la igualdad y la fraternidad: la democracia moderna; el siglo que establece como única luz la de la razón para avanzar en el conocimiento y el orden mencionado para convivir. Y esa luz es la que nos ha traído hasta el siglo XXI, con apagones históricos, alumbrando revoluciones, sufriendo involuciones, pariendo, creciendo, errando, acertando, pero siempre avanzando, dos pasos adelante y uno atrás, aunque a veces se diera un paso adelante y dos atrás, como el título del libro de Lenin. Y hablando de libros, que en definitiva es lo nuestro, viene de perlas recordar, y recomendar, la novela histórica de Alejo Carpentier, el ilustre cubano, padre literario de García Márquez, entre otros, El siglo de las luces. La novela, ambientada en la época de la Revolución Francesa, narra las peripecias de un revolucionario, Víctor Hughes, personaje al parecer histórico, enviado al Caribe para expandir los ideales de la Revolución que acaba convirtiéndose en un déspota. “Cosas veredes, Sancho…”, “la historia siempre se repite…”, tantas frases históricas y literarias podríamos añadir como reflexión de esta novela, incluso la famosa de Confucio: “Un gobernante tirano es mucho peor que un tigre devorador de seres humanos”. Es la historia de un apagón de la razón y de la libertad, de encumbramiento, degradación y decepción, para leerla hasta a la luz de una vela en un apagón que nos destroza la mente, el estómago, las piernas. Pero la historia continúa, como desde el siglo XVIII, y vamos bien. Así que, lo antes posible, ¡hágase la luz!

luisroberts@gmail.com



Año VII / N° CCLII / 18 de marzo del 2019


lunes, 11 de marzo de 2019

Payola [CCLI]

Laura Jaramillo


Contra la saturación digital: una vitrola de más de 10,60 metros
en Oackland (foto: N. Bremner)



         El mes de febrero es de muchos cumpleañeros importantes. Para empezar tenemos a nuestra honorable página web, no blog, Ritos de Ilación. Estoy yo, no faltaba más. Y también cumple un excelentísimo señor que es cantante, compositor, arreglista y padre de la novia: el gran Juan Vicente Torrealba. ¡Qué admirable y hermoso es disfrutarlo aún con 102 años!
         En el programa de Televén Especial con Ly Jonaitis lo entrevistaron. Con su lucidez intacta, el maestro Torrealba es capaz de recordar cada momento de su vida personal y artística. Entre las tantas cosas que nos narró, recuerdo dos comentarios de esos que a mí me gustan, los jocosos y los directos.
         Un comentario fue sobre el Grammy Honorífico que le otorgaron en el 2014. Él no pudo asistir, pero recuerda que alguien le preguntó qué hubiera hecho en la ‘ciudad del pecado’, y su respuesta, tan llanera, fue que se hubiese llevado una carretilla para traerse a ese poco e mujeres bellas. Está de más decir que el señor es un apasionado por las mujeres.
         El otro comentario, el que me llevó a escribir este rito, fue cuando estaba recordando la primera canción que pegó. Él menciona que antes las canciones sí pegaban, porque la gente pedía de verdad las canciones, no como ahora que se paga muchísimo pa sonar en la radio.
         El nombre que define esa lamentable situación lo descubrí en una mesa redonda a la cual asistí con mi hermano hace más de 10 años. En esa mesa estaba el gran Víctor Morillo, quien esgrimió la palabra payola, el acto de pagar para que pongan la música que yo quiera (¡qué democracia tan ficticia!).
         Al parecer, payola es la unión del inglés pay to play (algo así como ‘pagar para sonar’) y de la marca comercial Victrola (no es que confíe mucho en Wiki, pero es lo que pude conseguir).
         Esa palabra me pareció tan hermosa, más allá de la horrible semántica que la forma. Pero la dejé allí, en mi memoria a largo plazo, hasta que escuché al maestro hablar de su primer éxito musical, María Laya, el cual pegó de verdad.
         Payola tiene dos curiosidades. Primero, al parecer es un ¿‘fenómeno’? latinoamericano, pues lamentablemente también existe en países como México, Colombia, Puerto Rico y República Dominicana. Segundo, el término es el mismo en esos países. Esto quiere decir que conseguí una palabra que coincide en su lexema y en su significado y que es de uso entre hispanohablantes. Desconozco si se dice igual en Argentina, en Costa Rica, en El Salvador o hasta en la misma España. Y más curioso es que la señora española no la haya incorporado al diccionario, siendo tan común en este lado del charco.
         Ojalá que cuando nosotros tengamos la misma edad del maestro Torrealba, con la misma lucidez y la misma claridad al hablar, esa palabra solo sea un triste recuerdo de lo que no debió ser el mundo artístico.

laurajaramilloreal@yahoo.com



Año VII / N° CCLI / 11 de marzo del 2019



Otros artículos de Laura Jaramillo:

lunes, 4 de marzo de 2019

Todo lo que diga será usado en su contra [CCL]

Edgardo Malaver


Barrabás, interpretado por Anthony Quinn en 1961,
celebra su liberación



         Quien ha visto una película estadounidense en que se arresta a alguien ha oído al menos una vez la fórmula “Tiene derecho a permanecer callado. Todo lo que diga puede ser, y será, usado en su contra en un tribunal. Tiene derecho a un abogado...”. A primera vista (u oída, más bien), uno puede pensar que es inconveniente callar cuando puede defenderse, explicar por qué no deberían llevárselo, señalar al verdadero culpable, ¿no?, declararse inocente. Sin embargo, como sucede en la música, en la lengua el silencio puede ser más elocuente, más sabio, más poderoso que la palabra.
         Yo tenía un amigo catalán que decía cada tres días: “Somos amos de lo que callamos y esclavos de lo que decimos”. Con todas las películas que he visto, nunca antes me había puesto a reflexionar sobre esta peculiaridad del poder de las palabras. En esta misteriosa simbiosis entre el lo dicho y lo no dicho, en esta callado equilibrio entre verbo y acción verbal, uno puede preguntarse: ¿quién tiene el poder cuando hablo? ¿Obtenemos o cedemos poder cuando decimos, cuando levantamos la voz, cuando imprecamos? Cuando me ufano, por ejemplo, de tener tres casas, cinco carros, siete empresas, dos yate, cuatro aviones y cuentas bancarias en Caimán y en Andorra, ¿estoy humillando con mi dinero a quien tengo al frente o le estoy regalando información útil para extorsionarme?
         Pasa todos los días que nos arrepentimos de haber dicho esta o aquella palabra, de haber dado esta o aquella respuesta que nos pareció tan ingeniosa para derrotar a nuestro adversario en una discusión; sin embargo, advertimos que, tiempo después, las palabras encontraron el camino de vuelta para vengarse de nosotros. Rómulo Gallegos lo dibuja prístinamente en “La hora menguada”, cuando Amelia y Enriqueta, después de su más agria, más despiadada discusión cotidiana, se retuercen en el dolor de no poder recoger las palabras hirientes que una hermana ha lanzado al rostro de la otra. Pierden por ello al único ser que las ha amado, al niño que las dos habían criado juntas porque era hijo de una con el difunto marido de la otra. “¡La vida rota!”, dice el narrador hacia el final. “Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura”.
         La sabiduría popular (y su hermana gemela, la literatura oral) es todo un pueblo de consejos al respecto. El dicho favorito de mi madre es “En boca cerrada no entran moscas”. Y la vida demuestra que más valdría que nos entraran moscas en la boca que hablar más de la cuenta. Quien dice “Por la boca muere el pez” no está precisamente narrando cómo se atrapa un ser marino con una carnada. “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, también frecuente en mi familia.
         Los pecados de la palabra, por cierto, no son menos graves que los de la carne, aunque menos publicitados. Jesús, tan preciso en el uso de la lengua, alguna vez les dijo a sus discípulos, como para enseñarles los límites: “De la abundancia del corazón habla la boca”, y en otra ocasión: “Por toda palabra ociosa será juzgado el hombre”. Arturo Úslar Pietri también escribió un cuento, “Barrabás”, en que el protagonista, liberado en lugar de Cristo, se atormenta por haber callado, al contrario de Amelia y Enriqueta, por no haber dicho que él, delincuente, era quien merecía morir. Tan difusa como el límite entre la vida y la muerte, la diferencia entre hablar y no hablar, o entre hablar y hablar demasiado, puede tener consecuencias dolorosas.
         Quizá no sea tan sencillo como lo ponen en Hollywood, pero no hay duda: la lengua es tan peligrosa, que una palabra de más puede ser más desoladora que el silencio de la muerte.


emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCL / 4 de marzo del 2019