miércoles, 29 de noviembre de 2017

Una respuesta vieja: Andrés Bello [CLXXXII]

Edgardo Malaver



Ciento setenta años antes que Ritos, Andrés Bello ya había
clasificado los verbos “irregulares”



         Ya me había sucedido con Ángel Rosenblat: pensar que se me estaba ocurriendo una idea original y descubrir, apenas leer un poco sobre el asunto, que ya el maestro lo había dicho antes. Volvió a sucederme el 6 de noviembre, esta vez con Andrés Bello: apenas terminé de escribir mi esclarecido artículo de ese día sobre la conjugación de los verbos nevar y forzar, sólo después de terminar, me tropecé con el pedestal de Bello, y todavía me siento pequeñito.
         Dejé pasar los días para recuperarme, consciente de que esta iba a ser una segunda razón para escribir sobre él hoy, 29 de noviembre, fecha de su nacimiento.
         El capítulo XXIV de su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), titulado “Verbos irregulares”, nos descubre, nada menos, las 13 clases de irregularidad que pueden presentar los verbos en español. Somerísimamente, se dividen así:
         La primera clase incluye todos los terminados en –acer, -ecer, -ocer, como nacer, florecer, conocer, respectivamente; pero también lucir, asir, caer, yacer. La segunda clase comprende aquellos que alteran la vocal acentuada de la raíz y la convierten en diptongo en la conjugación: acertar, adquirir, jugar, volar; y sigue una larguísima lista, que Bello explica pormenorizadamente. La tercera cambia la e de la última sílaba de la raíz a i, o la o a u: concebir (concibo), podrir (pudras). En la cuarta clase la anomalía es añadir una y a la raíz general, terminada en vocal: argüir (arguyo). La quinta es exclusiva, según Bello, para el verbo andar, mientras que la sexta lo es para oír. Pertenecen a la séptima clase todos los que terminan en -ducir (entre los cuales el autor destaca traducir), traer y sus compuestos. La octava incluye sólo salir y valer. La novena, bastante compleja, puede simplificarse groseramente así: el grupo de los que se conjugan como advertir y el formado por dormir y morir. La décima clase está formada por esos enrevesados verbos que tienen cuatro raíces posibles: caber, saber, hacer (y sus compuestos, como satisfacer) y poner. La undécima está formada por los verbos que tienen tres formas de base: querer y poder (con la peculiaridad adicional de que no se prestan para el imperativo). Los de la duodécima clase, tener y decir (y sus compuestos), tienen… ¡cinco raíces! La clase décimotercia —así dice Bello— está reservado para el verbo decir y todos los que se construyen a partir de él, que también pueden tener hasta cinco raíces.
         Bello aísla de éstos un grupo que llama “irregulares sueltos”, debido a su excesiva irregularidad y las dificultades que implica su clasificación. Incluye en él dar, estar, haber, ir, placer y ver. Sin embargo, no se detiene ahí. El siguiente capítulo se titula “De los verbos defectivos”, que forzosamente son irregulares. Y hasta el capítulo XXVIII sigue tratando la conjugación, su fascinante construcción y sus precisísimos significados.
         Cualquiera diría, entonces, que con esto es suficiente para desistir de estudiar español, aun siendo hablante nativo; cualquiera diría que jamás y nunca vamos a poder captar con conciencia todos los detalles que hace falta considerar para utilizar semejante complejidad; pero Bello nos reserva aún una joya más como conclusión de sus anotaciones sobre el asunto: “Yo dudo que alguna de las lenguas romances sea tan regular, por decirlo así, en las irregularidades de sus verbos, como la castellana”. Y agrega más tarde: “Y aun sucede en castellano que diferentes causas de anomalía concurren muchas veces en un mismo verbo”.
         Así como no se puede ahora salir a la calle sin persignarse, no debería uno atreverse a hablar de la lengua sin leer a Bello. ¡Ave, magister!

emalaver@gmail.com





Año V / N° CLXXXII / 29 de noviembre del 2017



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