lunes, 3 de marzo de 2025

Sesenta y tres monosílabos juntos [DII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Darío Lancini (1932-2010), poeta venezolano

 

 

Para Ana María, la inspiradora.

 

         Viene mi niña pequeña y me dice: “Fíjate, papá, en la oración yo no sé si es él todas las palabras tienen dos letras. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis sílabas, ¡¿qué fue, mano?!”. Yo levanto las cejas por el placer de verla detenerse en esos detalles de la lengua, se lo aplaudo, lo celebramos, y ella vuelve a su escritorio, donde está haciendo una tarea de la escuela.

         Y yo me quedo en mi propio escritorio, pero durante un rato no puede trabajar: me hacen cosquillas estas sílabas en la mente, y trataba, sin lograrlo, de evitar que hicieran fila, una tras otra, construyendo oraciones, sin mucho sentido al principio, pero pronto llegaron a tenerlo. Pensé que a Darío Lancini le habría gustado mucho esta idea, este mecanismo para escribir poemas como los suyos, que siempre escondían algún tipo de código como este. Tengo que investigar si alguna vez lo intentó, que seguramente sí. Ya no hay remedio, ya me acorralaron los monosílabos.

         Así que, para que la idea me dejara en paz algún día, me puse a escribir oraciones solamente con monosílabos intentando que tuvieran algún sentido, aunque fuera ficticio. Al principio apenas logré igualar el récord de mi hija, después agregué dos (yo no sé si él ve mi fe), cuatro (oh, ya no sé si él no da el do), cinco (yo no sé si él no ve la fe en ti), ocho, nueve... Después comencé a “sacrificar” algunas para agregar un número superior en su lugar. Me puse a hacer listas de monosílabos recorriendo el alfabeto y combinando cada consonante con las vocales en los dos órdenes posibles, y esto aumentó inmediatamente la longitud de las nuevas frases que se me ocurrían. Escribí, por ejemplo: si él es el de la be, el de la ce, el de la de, yo no lo sé, que llega a tener 19 palabras monosílabas y... ¿bisónicas? Y fue milagroso, porque esta cifra se duplicó en un instante y después siguió creciendo.

         Al momento de decidirme a escribir esta nota, había llegado a una oración de 55 palabras, incluso titulé con ese número. Y mientras escribía, volvió a aumentar a 58, a 60 y, finalmente, a 63. Y estoy seguro de que en cualquier momento le sumo otras, o alguno de ustedes me escribe para darme una de 75, de 92, de 104. Lancini llegó a escribir una obra teatral con palíndromo... ¡de siete páginas!  Siempre es posible agregar una palabra más, que bien podría exigir el uso de otra y otra y otra. Como decía mi profesora Martha Shiro, “you never know with language”.

         Aún tengo que verificar en el diccionario algunos monosílabos que aparecieron en el “inventario” que hice, y que se ven sospechosamente atractivos; es como si me guiñaran el ojo, como diciéndome: “Anda, úsame, que yo tengo significado suficiente para entrar en tu lista”. Ya son 39, las muy evidentes, pero aún tengo que examinar las que no conozco, las escondidizas, las tímidas.

         ¡Ja, ja, ja...! ¿Me creerán que ya se me iba a olvidar ponerles aquí la oración de 63 monosílabos que logré escribir? Paren la oreja:

 

Ah, no, si él es en sí el de la be, si es el de la ce, si es el de la de, yo ya no lo sé —yo no lo vi, él no me lo da de sí, ve tú si es de ir—, ni su as se le ve en el té ni su do es el de la fe.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DII / 3 de marzo del 2025

 



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martes, 25 de febrero de 2025

Tengo una muñeca vestida de azul [DI]

Edgardo Malaver



Una clase con niños de otra lengua puede ser
un laboratorio para una nueva lengua


Me tropiezo y me pongo a leer un artículo sobre las dificultades de aplicar las teorías de la educación de Jean Piaget a los niños andinos y amazónicos y que viven en sus comunidades originarias y, por tanto, son hablantes nativos del aimara, del quechua y lenguas del Amazonas (y, ergo, partícipes de las culturas que rodean a esas lenguas). “¿De cuál niño se trata?”, se pregunta el autor del artículo, Walter Quispe Santos. “Los niños de la Suiza francesa a los que investigó Piaget” no son los mismos “que observan los psicólogos y educadores en una realidad histórica y ecosociocultural variada como la nuestra [...]. Entonces, ¿a quién enseñamos?”.
Quispe Santos cita a continuación un poema de Efraín Miranda en el que una niña indígena siente que en la escuela ponen a una niña blanca delante de ella, una niña que el maestro ha creado para educarla; pero esa niña blanca existe también dentro de la niña india, porque ahí la ha puesto el maestro, y es a ella a quien se dirige cuando le habla a ella; sólo cuando el maestro no le habla a ella, la otra niña desaparece. “El maestro se olvida de mí y de todos los alumnos”, dice, porque “para los indios no se ha inventado nada”. Sin embargo, la niña indígena resiste: “está dentro de mí, pero no me puede”, y “al concluir mis estudios, se extinguirá”.
Y luego el autor reflexiona sobre el punto que me convence de seguir leyendo el artículo: la narración de un “experimento” ideado y aplicado por el profesor Luis Enrique López durante una investigación académica (“Tengo una muñeca vestida de azul: ¿kuns uka siñurita parlpachaxa?”):


La profesora pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la pizarra. “Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y velo de tul”. Puntero en mano, la profesora hizo que los alumnos repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos (…) Sin embargo, nadie parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos que creían que imitaban a su profesora a perfección y con ella sin darse cuenta de los obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la voz de vestido, los niños decían wistiru; de muñeca, moñica; y de tul, yol. (...) Darío, imitando a su maestra, puntero en mano y presto a demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra: “Tinku u-na moñica wistiro de a-sol saptitus lancus y wilu de tol” (...).

 

¿Qué interpreto yo? Los niños, sin saber lo que hacían, terminaron escogiendo lo mejor de los dos mundos: la musicalidad y la rima de los versos, desconocidos hasta ahora que les hacen repetirlos, y la sonoridad y la pronunciación que para ellos era propia, la que conocen de casa, de la comunidad, de su vivencia cotidiana. Casi se puede decir que han creado una lengua nueva a partir de los sentidos de la lengua recién llegada a ellos y los sonidos que han heredado de sus antepasados. Una vez en sus labios estos versos, no sabría yo decir cuál de las lenguas se adaptó a la otra, cuál de las dos se sometió a la otra, es decir, o hubo una penetración mutua, en la que una lengua entra hasta donde puede en territorio extraño, o hubo una invitación mutua, en la que cada una de ellas se sintió en casa en los nuevos espacios. Muñeca, moñika; zapatitos blancos, saptitus lankus. ¿No es, poco más o poco menos, lo mismo que, hace tanto tiempo y guardando las proporciones, debe haber sucedido entre mater y madre, sukkar y azúcar?, aide-de-camp y edecán?
¿Qué me pregunto? Las lenguas que llegan a un lugar nuevo, ¿a quién pertenecen? Pertenecen a quienes las han traído hasta que los que estaban ya ahí comienzan a adoptarla y, sin querer siquiera, pero con pleno derecho, por causa del frote y del saboreo, de la resistencia y del amor nuevo que comienzan a sentir, a modificarla para que ella hable con propiedad del nuevo contexto y respire holgadamente la nueva atmósfera. Amor y resistencia, atracción y distancia, permanencia y peregrinación se convierten así en fuerzas que tallan las lenguas a medida que pasan los siglos. Y como brotando de los labios de los niños, florecen de las mismas semillas pero con nuevos colores.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DI / 25 de febrero del 2025
EDICIÓN DEL DUODÉCIMO ANIVERSARIO


lunes, 17 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (II) [D]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

—¿Será tierra firme, capitán?
—¡Es Margarita, gañán!

 

 

 

(Continuamos...)


         Lo que no han considerado ellos es que una cosa es la lógica, incluso la lógica lingüística, que pocas veces coincide con la lógica matemática, y otra cosa es el uso concreto que le da la gente, el pueblo, especialmente el pueblo más sencillo, el menos prejuiciado por la educación formal, a cada expresión, a cada palabra, a cada nombre que le llega a los oídos.

         Así que les grabo yo también un audio en que les digo que sí, que los dos tienen razón por razones diferentes; ella porque está usando el razonamiento con sabiduría y lo explica claramente y él porque comprende la realidad como es y también como “debería ser”. Mi respuesta dividió el asunto en la dicotomía saussureana de norma y uso. La norma (que proviene del uso) es una cosa y el uso que da la gente a las palabras es otra cosa. Una vez que la gente comienza a usar las palabras de una forma, ese uso desembocará un día en norma, pero la norma siempre puede violarse, desviarse, descomponerse para ajustarse a la necesidad que tengan los hablantes. Y luego volverá a convertirse en norma y después sigue siendo posible que se desvíe y se use de manera diferente, incluyendo la manera “correcta”.

         Después de grabarles el primer mensaje, me acordé de Cristóbal Colón, que, demente de mí, se me ocurre que debe haber sido quien utilizó el nombre Tierra Firme en la lengua española por este lado del mar. Sin duda sus marineros la usaban, y mucho porque hacía ya muchos días que deseaban llegar a tierra y a tierra firme, como dice mi bella prima política uruguaya, aunque fuera una isla de diez metros cuadrados, porque estos hombres tenían hambre, porque se sentían engañados por el Almirante o porque no comprendían lo que habían venido a hacer navegando hacia el oeste como si fueran locos. Pero sin duda, la expresión tierra firme se quedó en Margarita y supongo que en muchos otros lugares relacionados y enamorados del mar, porque pertenece a la jerga de los marineros, de los pescadores, de la gente que vive del mar y que la lleva todo el tiempo en la mente y además la ama, pero que de vez en cuando siente que necesita regresar a casa. Siempre es bueno llevar alimento a la familia, ir a las fiestas del santo patrono, engendrar un hijo... o varios... esas cosas.

         No es difícil, pues, darse cuenta de que, aunque la lógica, la razón limpia nos indica que tierra firme es todo aquel territorio seco que nos libre, como diría el conde Olinos, de las furias del mar, sucede en ese lugar fantástico que es Margarita que la gente de todos los niveles de educación y de todos los campos de actividad humana dicen tierra firme para referirse solamente al territorio venezolano que está más allá del mar, y que para algunos seguramente se refiere solamente a Puerto La Cruz, a Cumaná, a Cariaco, a Píritu, quizá incluso La Guaira. Puerto Cabello y Maracaibo es ya demasiado lejos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° D / 17 de febrero del 2025

 

lunes, 10 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (I) [CDXCIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Un carpintero de ribera siempre trabaja en tierra...
a veces en tierra firme

 

 

 

         Siempre aparece, con muy poco talento para el mimetismo dialectal, alguien que dice delante de mí (o dirigiéndose a mí), porque cree que los margariteños hablan así: “¿Cómo está ‘laisla’?”. Cuando me toca, respondo: “No, no, Margarita es el continente. La isla es Venezuela”. Una vez mi hija mayor me preguntó qué era entonces América, y yo le contesté que América era ya otro planeta.

         Ahora viene mi primo Moisés, que creció en Paraguachí y se casó con esta hermosa muchacha uruguaya, con quien es delicioso conversar porque llama las cosas por otros nombres, pero siempre termina uno sabiendo a qué se refiere, y cuando pregunta termina encontrando por sí sola de la respuesta... bueno, Moisés y ella hace como un mes me graban un audio en que me cuentan que tienen una contrariedad lingüística: ella tarda en captar cuando, hablando de Margarita, él menciona un lugar llamado Tierra Firme. En el audio me explica lo que yo sé: que los margariteños llaman así a todo lo que no es Margarita, es decir, Venezuela continental; y sí, eso significa también que las demás islas o son parte de Margarita o no son, a lo sumo son islitas que navegan realengas por el mar, pero no son tampoco, jamás, tierra firme).

         Entonces, el pobre Moisés, como preocupado, viene y me explica esto y me dice que su esposa no lo comprende porque, según ella, tierra firme es todo aquello que es tierra por oposición al mar, a un barco, a las olas. Si uno va en un bote y no encuentra la costa, puede llegar a desesperarse por encontrar tierra firme, y si lo que encuentra es una isla, eso es tierra firme, sin importar si es continental o no, porque no se mueve como el bote sobre el agua.

         Y entonces viene Moisés y me pregunta, admitiendo que en el fondo le parece que tiene bastante sentido lo que ella dice, qué pienso yo. ¡Yo...!, ¡que también hablo como él!, ¡que nací en Margarita como él!, ¡que crecí en Margarita como él!, ¡que fui a la escuela en Margarita como él!, ¡que soy descendiente del mismo carpintero de ribera que él!, ¡y que a los 18 años me inscribí en la Universidad Central como él! Es una especie de injusticia, una especie de ventajismo nuestro que le hacemos a la pobre chica uruguaya cuando la dejamos escoger como juez de la “diatriba” a otro margariteño que habla el mismo español que él. Pero claro que, estrictamente, ella tiene razón.


(La próxima semana les sigo contando.)


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Año XII / N° CDXCIX / 10 de febrero del 2025

 




lunes, 3 de febrero de 2025

La isla de los perros [CDXCVIII]

Edgardo Malaver

 

 

 

Escudo de armas de las Islas Canarias.
Dibujo de 1772

 

 

         Seguro que, como me ha pasado a mí, a ustedes también se les ocurrió bien temprano la idea de que las Islas Canarias se llaman así porque hay en ellas una gran abundancia de canarios o quizá que todas variedades o especies de canarios que existen provienen de allá. La imagen de las Canarias que guardo en mi mente desde la infancia, debido a esa apresurada hipótesis, es amarilla porque siempre me imaginé que en aquellas islas, al contrario que en la mía, habría más canarios que gente, más canarios que árboles, más canarios que señales de tránsito. Pues fíjese usted que no es así.

         Esto ya lo sabe todo el mundo, pero yo acabo de ver la luz hace pocos días. El nombre de este territorio español en aguas africanas no tiene que ver con el canario silvestre, que Carlos Linneo (1707-78) llamó serinus canarius en 1758. Y es importante mencionar esta fecha porque resulta que la graciosa avecita sí que es endémica del archipiélago, pero no es por ella que él recibió este nombre sino a la inversa.

         Aunque hay opiniones divergentes (e incluso investigaciones muy serias que lo ponen en duda), las Islas Canarias recibieron ese nombre, según la tradición, en los primeros años del Imperio Romano, que acababa de anexionárselas. Entre los años 19 y 9 antes de Cristo, el rey Juba II de Mauritania (52 antes de Cristo-23 después de Cristo), que había crecido en Roma, envió una expedición a explorar las llamadas Islas Afortunadas (nombre mitológico de los tiempos en ni siquiera se sabía con certeza cuántas eran ni en qué punto del océano se localizaban); y de esa época y de esa investigación data, según lo narrado por Plinio el Viejo (23-79 después de Cristo) en su obra Historia natural (77 después de Cristo), el nombre Insulae Canariae. Y cuenta Plinio que los expedicionarios encontraron “multitudine canum ingentis magnitudinis, ex quibus perducti sunt Iubae duo” (vastas multitudes de perros de gran tamaño, de los cuales le trajeron dos a Juba). A partir de entonces las islas fueron llamadas Canarias porque había en ellas abundancia de canum, de canis, perros.

         A pesar de todo esto, existen investigadores que, por falta de evidencias, niegan la presencia de perros de cualquier tamaño en las siete islas en la época de Juba. Algunos de ellos, como Juan Álvarez Delgado, creen que el erudito rey pudo haber ido personalmente a la isla y haber dedicado a ese viaje uno de los once libros que escribió, otros lo descartan totalmente. Sin embargo, Juba II es reconocido como el gobernante y humanista que, como afirma Alicia García García, “sacó a las islas de la esfera del mito” en que vivió en la antigüedad clásica, junto con Madeira, las Azores, las Salvajes y Cabo Verde.

         ¿Los canarios? Los canarios, los pajaritos llamados canarios, fueron llamados así mucho después, e incluso se les llamó en realidad “canarios de las Canarias”, lo cual sugiere que ya existía el nombre actual del archipiélago.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVIII / 3 de febrero del 2025

lunes, 27 de enero de 2025

Amor post mortem (II) [CDXCVII]

Edgardo Malaver

 

 

Orfeo clamando por Eurídice (sin fecha), obra
del venezolano Pedro Centeno Vallenilla

 

 

 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.

         William Faulkner escribió también sobre la tenebrosa historia de Emily, cuyo marido murió en el lecho nupcial y ella prefirió que todo el pueblo murmurara que al poco tiempo de casarse la había abandonado a enterrarlo como indicaba la sensatez y pasó el resto de su vida durmiendo cada noche al lado de su cadáver.

         También en el siglo XX, como Faulkner, Gabriel García Márquez, invirtiendo los términos del tópico, en su cuento “Muerte constante más allá del amor”, reescribió aquel palpitante poema de Francisco de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”, en que el poeta le expresa a su amada que al “cerrar la postrera sombra sus ojos”, su alma abandonará su cuerpo, y él... “polvo será, mas polvo enamorado”. El personaje de Quevedo sabe, porque ha vivido amando intensamente, que seguirá amando después de la muerte. En el caso de García Márquez, la muerte del desahuciado protagonista sucede poco tiempo después de conocer al “amor de su vida”, una muchacha, mucho más joven que él. La muerte, sin embargo, no detiene el desarrollo del romance porque su vida anterior estuvo siempre vacía de todo sentido, y la precipitación del final no hace más que señalarnos que, aunque postrero, el amor terminó siendo el centro de la vida del personaje, que, además, no dejó de ser amado por su joven amante simplemente por haber muerto.

         Y, con tanto tiempo como ha pasado, la más impresionante de las historias de amor más allá de la muerte sigue siendo la narrada por el antiguo mito de Orfeo y Eurídice, que se enamoran gracias a la música de la lira de él y que son separados por la muerte al morder una serpiente un talón de la joven ninfa. Orfeo entonces emprende el camino en busca de la laguna Estigia y logra que Caronte lo transporte al reino oscuro de la muerte. Y ahí suplica Orfeo, con su música, a Hades que le conceda a su amada esposa volver a la luz de la vida, y Hades, conmovido, le autoriza a Eurídice a volver, pero le pone a Orfeo una única condición: caminar de regreso al mundo de los vivos sin volver la mirada para ver si su esposa viene detrás de él, porque si lo hace la perderá para siempre. Cuando están ya muy cerca del final del camino, el joven enamorado duda y, percatándose de que no ha oído ni un ruido remoto de los pasos de su amada, piensa que todo puede haber sido un sueño, que Hades puede haberlo engañado. De modo, que voltea para verla y lo único que logra ver es la bocanada de humo en que se convierte ella... para siempre. Y esto es suficiente para responder mi pregunta de si los tópicos literarios serían griegos antes de ser latinos. ¿Cómo pude dudarlo?

         En total, el elemento más sospechoso de este fenómeno no es que sea un lugar común, porque, al fin y al cabo, un lugar común expresa siempre una verdad. El rasgo que los ha hecho permanentes, más que la repetición, es (o tiene que ser) el vínculo con la existencia humana. Cualquiera diría que, habiendo existido desde la época antigua, se tendrían que hacer gastado con los años, con la recurrencia, con la reescritura constante. Sin embargo, los tópicos literarios hablan de los grandes temas que deleitan y atormentan a los seres humanos: la vida, la muerte y el amor, razón por la cual no hacen más que fortalecer nuestra firmeza en la idea y el sentimiento sobre el mundo y sus cosas, sobre la vida y sus detalles.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVII / 27 de enero del 2025

 

lunes, 20 de enero de 2025

Amor post mortem (I) [CDXCVI]

Edgardo Malaver

 

 

 

Beatrice (1819), de Washington Allston

 


 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.


(Continuará la semana próxima.)


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVI / 20 de enero del 2025





Otros artículos de Edgardo Malaver


 

lunes, 13 de enero de 2025

Como si alguien jugara con los verbos [CDXCV]

Edgardo Malaver

 

 

 

Antonio José de Sucre va a morir joven,
pero en el pasado

 

 

         ¿Qué va a pasar el día en que se nos ocurra que todo tenemos que tomárnoslo literalmente? Pues va a pasar que, en contra de lo que sería lógico, la lengua va a ser plana e inexpresiva y, además, no vamos a entendernos. La verdad es que no hay nada que sea literal. Si el signo lingüístico es arbitrario, nada puede ser literal, porque lo literal viene ya estipulado antes de tiempo, mientras que lo expresivo depende siempre de lo que está por pasar.

         Y esta particularidad de la lengua llega hasta el interior del verbo. Miren cómo juegan los tiempos con el verbo, parece que hubiera un duende dentro de ellos, haciendo travesuras. Uno puede expresar en presente eventos que en realidad han sucedido en el pasado (se le llama, aunque no siempre, presente histórico):

 

El mariscal Sucre nace en Cumaná y muere joven;

Ayer nada más, trato de abrir la puerta y descubro que está condenada;

Gómez le escribe una carta a Castro y le dice: “No vuelva, compadre”.

 

También puede aplicarse a los futuros:

 

Mañana me compro una camisa;

En un año me gradúo y me mudo yo solo a otra casa;

La próxima semana viene el electricista, le preguntas a él.

 

         Pero como sería injusto que no sucediera al contrario, igualmente suele utilizarse el pasado para hablar de acontecimientos del presente (como para restarle realidad a un hecho o como si imitáramos a niños que juegan):

 

[juguemos a que] Yo era médico y te operaba un riñón;

[imagínate que] Tu tío estaba vivo y venía a hablar contigo

[hazte cuenta de que] Mi mamá te adoptaba y te convertías en mi hermano.

 

Este tiempo, especialmente el copretérito, puede hacer la magia de imprimir modestia a una solicitud, como cuando uno dice:

 

Deseaba pedirle un favor;

Te llamaba para preguntarte sobre la fiesta;

Me preguntaba si era posible esperar aquí.

 

         Y lo más increíble de todo esto: el uso del futuro para hablar del pasado:

 

Los románticos adoptarán los ideales de la antigüedad griega;

García Lorca regresará a Granada, donde lo apresarán y lo asesinarán;

Más tarde, Estados Unidos lanzará la bomba y Japón se rendirá.

 

¡Buen podría llamarse este tiempo futuro histórico!

         También puede suceder, y sucede, que utilicemos el futuro para referirnos a un hecho que sólo vemos como probable, no cierto ni confirmado (lo cual lo hace más bien subjuntivo, pero en realidad vale como presente):

 

A estas horas, ya estarás en Francia;

Después de estos acontecimientos, María se sentirá destrozada;

Te habrás molestado conmigo, ¿no?

 

         Existe un “efecto” que se parece mucho a este pero que no es el mismo. En este caso, se usa un pasado (con más precisión, el que la Academia llama condicional, el que Bello llama postpretérito) para expresar que un hecho es simple imaginación o deseo. Imagínense que uno dice:

 

Por mí, estarías bien lejos;

Mi abuela te diría del mal que vas a morir y te echaría de su casa;

Preferiría morirme.

 

         Por otro lado, el imperativo afirmativo tiene una forma y el negativo otra: ve y no veas, camina y no camines, sufre y no sufras. Se nota mucho que el negativo, curiosamente, siempre es idéntico al subjuntivo (como si el subjuntivo fuera un tiempo); pero también puede expresarse el imperativo por medio del indicativo, ¿no es una hermosura?:

 

Amarás a Dios por sobre todas las cosas;

Vas ahora mismo y te disculpas con tu hermano;

Tú te comes esto y pasas la tarde como unas pascuas.

 

         Los tiempos verbales son diez: uno para lo presente, cinco para lo pasado y cuatro para lo futuro. Esto quiere decir que por más nombres que utilicemos para definir con toda precisión en qué momento ha sucedido un hecho, este siempre va a caer en las tradicionales y sencillas nociones de presente, pasado y futuro que todos conocemos. Pero el sabor de la lengua se multiplica cuando los hablantes mueven las piezas de lugar, como si estuvieran jugando con las palabras y sus posibilidades expresivas, con los verbos y sus tiempos, con lo dicho y lo significado.

 

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Año XII / N° CDXCV / 13 de enero del 2025

 



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