lunes, 20 de enero de 2025

Amor post mortem (I) [CDXCVI]

Edgardo Malaver

 

 

 

Beatrice (1819), de Washington Allston

 


 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.


(Continuará la semana próxima.)


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVI / 20 de enero del 2025





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