miércoles, 23 de abril de 2025

Jorge y san Jorge [DX]

Edgardo Malaver


San Jorge y el dragón (1605), de Rubens




Ya tenemos 30 años celebrando formalmente la fiesta del Día del Libro y del Idioma, por lo menos en el mundo de habla española. En Barcelona, aunque la tradición tiene muchos más años, en este momento hay una fiesta inmensa que parte y desemboca en el libro, en la escritura, en la lengua. Y en Bogotá, en Santiago, en Guadalajara y en esta mesa en estoy sentado yo, miles y miles de personas estamos emocionados porque el mundo entero tiene puestos ojos jubilosos en un objeto antiguo que nos ilusiona tener entre manos y que ha vertido, desde que existe, horas y horas de placer, belleza y conocimiento en nuestro espíritu, es decir, y es lo más importante, nos ha hecho más humanos.
También hay en este momento, sin embargo, en el mundo cristiano —y un poco más allá—, un velatorio. Ha muerto hace dos días el papa Francisco, venido de ese mundo de habla española donde hoy estamos de fiesta. Oímos las noticias de las lecturas públicas de Don Quijote —en Inglaterra leerán Romeo y Julieta, imagino—, pero al mismo tiempo oímos las noticias de los peregrinos que en este instante, en Roma, están saludando con tristeza y por última vez a un hombre que hace doce años salió de su casa en Buenos Aires para asistir a una reunión de trabajo porque acababa de renunciar su jefe, y no volvió nunca más, porque lo eligieron a él como sucesor. Lo pusieron de repente al frente de la organización transnacional más grande y más antigua del mundo.
Y este hombre se llamaba Jorge.
También se llamaba Jorge el santo por el que, al menos en España, arman tanto alboroto todos los años en esta fecha. Este otro Jorge era un soldado romano nacido, como Jesucristo, en Palestina en el año 275, aproximadamente, que encarna, según la literatura hagiográfica, las virtudes que sostienen al cristiano “en su lucha cotidiana contra el maligno”. La tradición enseña que Jorge, convertido ya a la fe cristiana y dueño ya de una buena reputación en el ejército del Imperio Romano, llegó un día a una pequeña ciudad donde los habitantes vivían atemorizados por “un gigantesco lagarto” (¿un cocodrilo particularmente grande, quizá?) que había devorado a varias personas. Jorge decidió enfrentarlo y, siguiendo el ejemplo de Jesús, inició su cacería del animal arrodillándose para orar. El enfrentamiento dio la victoria al soldado, con lo cual atrajo a muchos habitantes del lugar a la conversión, y esta, la persecución hacia sí.
Otras versiones más entretenidas de la leyenda cuentan que fue por el amor de “una hermosa doncella” que Jorge se enfrentó a “un dragón” (¿un cocodrilo más grande?, ¿más de uno?). En el sitio en que cayó la sangre del dragón nació un rosal, detalle que dio lugar a que este símbolo acompañe las celebraciones en Cataluña y a que el santo-guerrero sea bien visto por los enamorados catalanes.
No puedo ser yo el primero que repara en que las semejanzas que pueden descubrirse entre estos dos Jorges no se limitan al nombre que los dos llevan. San Jorge, que es el que pertenece a la esfera del mito, es el que puede tomarse de modelo. En primer lugar, el santo se hizo célebre en tierras lejanas a la suya, tal como ha sucedido con el papa. Además, como defensor de la fe, Francisco comparte con Jorge la lucha contra las fuerzas que, en el siglo IV y en el XXI, niegan a los creyentes el derecho de escoger en quién poner su confianza. En tercer lugar, los dos parecen confiar en la oración como arma, incluso más poderosa que la espada, para los combates de la vida. El sacerdote no llevaba armadura como llevaba el soldado, pero igualmente está claro que los dos soportaban los golpes como los héroes. San Jorge fue conminado a violar la ley de Dios al final de su vida —fue ejecutado por no acceder a hacerlo—, mientras que Bergoglio estuvo contra la pared en ese sentido durante la dictadora argentina en su juventud.
En suma, ni siquiera ahora es el recién fallecido pontífice extraño al ánimo que mueve hoy a tanta gente que ama los libros y la lectura. Siguiendo sin proponérselo el ejemplo de Juan Pablo, que fue actor y dramaturgo en sus años mozos, y de Benedicto, que siempre fue filósofo, Francisco tenía conducta de poeta y, de hecho, siempre estaba citando poetas y narradores, y no solamente a san Agustín y san Ignacio de Loyola, que sería natural en un sacerdote, sino también a Borges, a García Lorca, a Dostoievski, a Dante, a Virgilio. Acabo de enterarme de que en los años 60 el padre Bergoglio fue profesor de literatura, e incluso llegó a invitar y recibir en su salón de clases al autor de Ficciones. El año pasado, el Instituto Cervantes anunció desde la oficina vaticana de Francisco que en el 2025 publicaría el intercambio epistolar entre los dos célebres argentinos.
Luctuoso y alegre a la vez, este vigésimo quinto Día del Libro y del Idioma del siglo XXI, como si hubiera sido coreografiado por una mente creadora superior, ha quedado marcado por la memoria clásica y mitológica y por el legado espiritual y humanista de un Jorge santo y un papa Jorge.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DX / 23 de abril del 2025
EDICIÓN DEL DÍA DEL LIBRO Y DEL IDIOMA

domingo, 20 de abril de 2025

Noli me tangere [DIX]

Edgardo Malaver


Noli me tangere (1442), de Fra Angelico



Si nos tomáramos los Evangelios como textos meramente literarios, que también lo son, bien podríamos interpretar las escenas de la última semana de la vida terrenal de Jesús como metáfora de los vaivenes que sufrimos todos los seres humanos a lo largo de la existencia. Esa semana comienza con la entrada triunfal del protagonista en la capital de su reino natal, la ciudad santa de su cultura. Lo reciben con tanta alegría que todos cortan palmas para saludarlo como sus antepasados saludaban a un legendario rey del que, según el narrador de la historia, desciende este nuevo líder. La alegría de verlo al fin, los rumores fabulosos que desde hace meses llegan a la ciudad y las expectativas de que este hombre se convierta en un libertador que traiga la paz y el bienestar al pueblo no le permite a la multitud percibir que viene montado en lomo de asno, no trae ni una sortija en los dedos, su traje es el mismo que el de ellos y en su séquito no hay soldados y nobles, sino parias y excluidos que ha ido reuniendo por el camino. Salta de boca en boca el deseo de coronarlo para que de una vez expulse al ejército enemigo, pero él ni por asomo tiene esas ínfulas.
Una semana más tarde, ese mismo pueblo y sus autoridades, las locales y las invasoras, le han tendido emboscadas, le han puesto precio a su cabeza, sus amigos lo han abandonado, uno de ellos lo ha vendido, lo han atrapado como a un ladrón, le han hecho un juicio sumario y amañado, lo han condenado a muerte, le han hecho cargar una cruz hasta el sitio donde lo colgarían en ella y le han hecho derramar sangre hasta que muere, desnudo y a la vista de todos. Lo entierran, ponen guardias en su tumba y desatan una persecución contra los pocos seguidores que le quedan.
En otras palabras, todos hemos tenido nuestros domingos de ramos y, tiempo después, nuestros viernes santos. Muchos que nos ponían en un pedestal han pedido después que nos crucifiquen. Todos hemos sido un falso mesías para alguien, a tal punto que sólo nuestra madre y dos o tres amigos más se atreven a visitar nuestra tumba.
La esperanza —y la meta— sería llegar también a vivir nuestro propio domingo de resurrección, ese momento en que la suma y resta de pecados y virtudes, de debilidades y hazañas nos deje en el lado luminoso de la vida, renacer después de tanta tormenta hecho ahora de una naturaleza que no sea de este mundo, superar en la tierra la naturaleza humana para ascender a un estado superior.
“Noli me tangere”, le dice Jesús a María Magdalena, acaso su discípula más fiel, que al verlo resucitado corre, llena de alegría humana, a abrazarlo. “No me toques”, que ya no soy lo que crees ver en mí. El cincel del dolor, la cruz de la soledad, el silencio oscuro de la muerte me han esculpido de nuevo. Como no soy únicamente carne y huesos, nervios y humores, ahora soy un mejor yo.
Pocas páginas más adelante, esta historia nos aclara que, misteriosamente, de nuevo se puede tocar al protagonista, que incluso invita a uno de sus amigos a meter el dedo en sus heridas, que aún están abiertas en su cuerpo. Es indudable que en estas escenas posteriores a la resurrección hay más y más significados que podríamos desentrañar literariamente; sin embargo, me temo que haría falta una lupa mucho más clara que la mía, porque el personaje del que hablamos es un verdadero misterio. Y quizá sea más misterio que personaje.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DIX / 20 de abril del 2025
EDICIÓN DE PASCUA DE RESURRECCIÓN


lunes, 14 de abril de 2025

Un soponcio de Semana Santa [DVIII]

Ariadna Voulgaris



Un actor personifica al padre José Cortés de Madariaga
en Caracas, en el 2012



Casi me dio un patatús cuando lo supe. Casi me desmayo, por poco no sufro un vahído. Un síncope, pues.
Es que acabo de enterarme de que la palabra soponcio pertenece a ese gordo saco de palabras que nos han ido cayéndonos encima desde que existe la Semana Santa, es decir, la Semana Mayor, que en la antigüedad más antigua se llamaba también Gran Semana.
El soponcio más propio de la Semana Santa que yo conozco es el que tiene que haberle dado a Vicente Emparan el 19 de abril de 1810, que era Jueves Santo, día de la Última Cena. El señor Emparan, pobre, iba apuradito para la Catedral de Caracas, cuidadoso de no llegar tarde a la misa, cuando se le atraviesa el guapo de Francisco Salias, hermano de otro Vicente, el músico, y lo ataja a cuatro pasos de entrar en el templo. Quién sabe si al dar el español un paso dentro de la iglesia hubiera podido Salias formar el zaperoco que formó.
Bueno, en honor a la purísima verdad, a Emparan no debe haberle dado un soponcio por eso. Lo que sí debe haberle dado es por lo menos un sudor frío en la espalda al ver que el jefe de la guardia que lo custodiaba les ordenaba a los soldados que bajaran las armas que, lógica y militarmente, apuntaron sobre Salias y sus mantuanos compañeros. En ese momento sí debe haber sentido, como Jesucristo si no hubiera sabido de antemano lo que iba a pasar, que, enviado al despacho del procurador romano, perdía toda esperanza de salir airoso de aquel trance, que era más bien un aprieto, una dificultad, un brete.
Pues fíjense ustedes, aquella escena evangélica es el antepasado más remoto de la palabra soponcio. Siglos después, cuando comenzaron a proliferar las desviaciones de la fe y la Iglesia se reunió en Nicea para poner en papel el resumen más claro posible de los elementos que diferenciaba la verdadera fe cristiana de aquellas otras, erradas, los encargados del resumen, es decir, los autores del Credo, dividieron el texto en tres partes, como Dios manda: los rasgos del Padre, los del Hijo y los del Espíritu Santo. Y al describir al Hijo, dijeron que se trataba de aquel que había padecido sub Pontio Pilato, que ya saben ustedes que se pronunciaba como se pronuncia ahora en español. De modo que en la época en que no se rezaba sino en latín, cada vez que alguien cambiaba de una mala situación a una peor —como cuando un juez envía a un reo a otro juez que es capaz de considerarlo inocente y aun así azotarlo y, lavándose las manos, entregarlo a otros jueces que esperan la mínima oportunidad para crucificarlo—, la gente cogió la maña de repetir aquel verso de la oración que dice sub Pontio, “su Poncio”, “so Poncio”, soponcio. Es que en Semana Santa, con la calor que hace, a cualquiera le da un síncope. Un telele, un jamacuco. Un desmayo, pues.
El segundo soponcio de Vicente Emparan —¿qué duda puede caber?— tiene que habérselo causado descubrir, después de preguntarle al pueblo de Caracas si querían que él siguiera siendo representante del rey, que detrás de él había estado todo el tiempo el padre Madariaga. Un puede conjeturar que, intentando zafarse de los niños ricos que lo habían acorralado en el Cabildo, pensó en aquel plebiscito instantáneo y, molesto con la gente que no lo apoyaba, habrá pensado que, informando a España, lo repondrían en el cargo. Pero al tropezarse, no con cualquier curita, ¡con José Cortés de Madariaga!, lo habrá adivinado todo: “La cosa está clara”, se habrá dicho, “este le hizo la seña negativa a la gente”. Y del soponcio, salió de la escena y nunca más volvió a aparecer en ningún otro episodio de la historia de Venezuela.


ariadnavoulgaris@gmail.com




Año XIII / N° DVIII / 14 de abril del 2025
EDICIÓN DE DOMINGO DE RAMOS


lunes, 3 de marzo de 2025

Sesenta y tres monosílabos juntos [DII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Darío Lancini (1932-2010), poeta venezolano

 

 

Para Ana María, la inspiradora.

 

         Viene mi niña pequeña y me dice: “Fíjate, papá, en la oración yo no sé si es él todas las palabras tienen dos letras. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis sílabas, ¡¿qué fue, mano?!”. Yo levanto las cejas por el placer de verla detenerse en esos detalles de la lengua, se lo aplaudo, lo celebramos, y ella vuelve a su escritorio, donde está haciendo una tarea de la escuela.

         Y yo me quedo en mi propio escritorio, pero durante un rato no puede trabajar: me hacen cosquillas estas sílabas en la mente, y trataba, sin lograrlo, de evitar que hicieran fila, una tras otra, construyendo oraciones, sin mucho sentido al principio, pero pronto llegaron a tenerlo. Pensé que a Darío Lancini le habría gustado mucho esta idea, este mecanismo para escribir poemas como los suyos, que siempre escondían algún tipo de código como este. Tengo que investigar si alguna vez lo intentó, que seguramente sí. Ya no hay remedio, ya me acorralaron los monosílabos.

         Así que, para que la idea me dejara en paz algún día, me puse a escribir oraciones solamente con monosílabos intentando que tuvieran algún sentido, aunque fuera ficticio. Al principio apenas logré igualar el récord de mi hija, después agregué dos (yo no sé si él ve mi fe), cuatro (oh, ya no sé si él no da el do), cinco (yo no sé si él no ve la fe en ti), ocho, nueve... Después comencé a “sacrificar” algunas para agregar un número superior en su lugar. Me puse a hacer listas de monosílabos recorriendo el alfabeto y combinando cada consonante con las vocales en los dos órdenes posibles, y esto aumentó inmediatamente la longitud de las nuevas frases que se me ocurrían. Escribí, por ejemplo: si él es el de la be, el de la ce, el de la de, yo no lo sé, que llega a tener 19 palabras monosílabas y... ¿bisónicas? Y fue milagroso, porque esta cifra se duplicó en un instante y después siguió creciendo.

         Al momento de decidirme a escribir esta nota, había llegado a una oración de 55 palabras, incluso titulé con ese número. Y mientras escribía, volvió a aumentar a 58, a 60 y, finalmente, a 63. Y estoy seguro de que en cualquier momento le sumo otras, o alguno de ustedes me escribe para darme una de 75, de 92, de 104. Lancini llegó a escribir una obra teatral con palíndromo... ¡de siete páginas!  Siempre es posible agregar una palabra más, que bien podría exigir el uso de otra y otra y otra. Como decía mi profesora Martha Shiro, “you never know with language”.

         Aún tengo que verificar en el diccionario algunos monosílabos que aparecieron en el “inventario” que hice, y que se ven sospechosamente atractivos; es como si me guiñaran el ojo, como diciéndome: “Anda, úsame, que yo tengo significado suficiente para entrar en tu lista”. Ya son 39, las muy evidentes, pero aún tengo que examinar las que no conozco, las escondidizas, las tímidas.

         ¡Ja, ja, ja...! ¿Me creerán que ya se me iba a olvidar ponerles aquí la oración de 63 monosílabos que logré escribir? Paren la oreja:

 

Ah, no, si él es en sí el de la be, si es el de la ce, si es el de la de, yo ya no lo sé —yo no lo vi, él no me lo da de sí, ve tú si es de ir—, ni su as se le ve en el té ni su do es el de la fe.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DII / 3 de marzo del 2025

 



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Baño de María

La ñapa de Isabel Allende


martes, 25 de febrero de 2025

Tengo una muñeca vestida de azul [DI]

Edgardo Malaver



Una clase con niños de otra lengua puede ser
un laboratorio para una nueva lengua


Me tropiezo y me pongo a leer un artículo sobre las dificultades de aplicar las teorías de la educación de Jean Piaget a los niños andinos y amazónicos y que viven en sus comunidades originarias y, por tanto, son hablantes nativos del aimara, del quechua y lenguas del Amazonas (y, ergo, partícipes de las culturas que rodean a esas lenguas). “¿De cuál niño se trata?”, se pregunta el autor del artículo, Walter Quispe Santos. “Los niños de la Suiza francesa a los que investigó Piaget” no son los mismos “que observan los psicólogos y educadores en una realidad histórica y ecosociocultural variada como la nuestra [...]. Entonces, ¿a quién enseñamos?”.
Quispe Santos cita a continuación un poema de Efraín Miranda en el que una niña indígena siente que en la escuela ponen a una niña blanca delante de ella, una niña que el maestro ha creado para educarla; pero esa niña blanca existe también dentro de la niña india, porque ahí la ha puesto el maestro, y es a ella a quien se dirige cuando le habla a ella; sólo cuando el maestro no le habla a ella, la otra niña desaparece. “El maestro se olvida de mí y de todos los alumnos”, dice, porque “para los indios no se ha inventado nada”. Sin embargo, la niña indígena resiste: “está dentro de mí, pero no me puede”, y “al concluir mis estudios, se extinguirá”.
Y luego el autor reflexiona sobre el punto que me convence de seguir leyendo el artículo: la narración de un “experimento” ideado y aplicado por el profesor Luis Enrique López durante una investigación académica (“Tengo una muñeca vestida de azul: ¿kuns uka siñurita parlpachaxa?”):


La profesora pidió a sus alumnos que prestaran atención a lo que ella escribía en la pizarra. “Tengo una muñeca vestida de azul, zapatitos blancos y velo de tul”. Puntero en mano, la profesora hizo que los alumnos repitieran, por lo menos unas cinco veces, cada uno de los versos de la pizarra, sin percatarse siquiera de si sus discípulos entendían o no lo que decían. Nunca se dio explicación alguna sobre el contenido de los versos (…) Sin embargo, nadie parecía aburrirse y el “loreo” continuaba, con los alumnos que creían que imitaban a su profesora a perfección y con ella sin darse cuenta de los obvios problemas que tenían sus alumnos para emitir sonidos castellanos. A la voz de vestido, los niños decían wistiru; de muñeca, moñica; y de tul, yol. (...) Darío, imitando a su maestra, puntero en mano y presto a demostrar lo que sabía, leyó de corrido los versos de la pizarra: “Tinku u-na moñica wistiro de a-sol saptitus lancus y wilu de tol” (...).

 

¿Qué interpreto yo? Los niños, sin saber lo que hacían, terminaron escogiendo lo mejor de los dos mundos: la musicalidad y la rima de los versos, desconocidos hasta ahora que les hacen repetirlos, y la sonoridad y la pronunciación que para ellos era propia, la que conocen de casa, de la comunidad, de su vivencia cotidiana. Casi se puede decir que han creado una lengua nueva a partir de los sentidos de la lengua recién llegada a ellos y los sonidos que han heredado de sus antepasados. Una vez en sus labios estos versos, no sabría yo decir cuál de las lenguas se adaptó a la otra, cuál de las dos se sometió a la otra, es decir, o hubo una penetración mutua, en la que una lengua entra hasta donde puede en territorio extraño, o hubo una invitación mutua, en la que cada una de ellas se sintió en casa en los nuevos espacios. Muñeca, moñika; zapatitos blancos, saptitus lankus. ¿No es, poco más o poco menos, lo mismo que, hace tanto tiempo y guardando las proporciones, debe haber sucedido entre mater y madre, sukkar y azúcar?, aide-de-camp y edecán?
¿Qué me pregunto? Las lenguas que llegan a un lugar nuevo, ¿a quién pertenecen? Pertenecen a quienes las han traído hasta que los que estaban ya ahí comienzan a adoptarla y, sin querer siquiera, pero con pleno derecho, por causa del frote y del saboreo, de la resistencia y del amor nuevo que comienzan a sentir, a modificarla para que ella hable con propiedad del nuevo contexto y respire holgadamente la nueva atmósfera. Amor y resistencia, atracción y distancia, permanencia y peregrinación se convierten así en fuerzas que tallan las lenguas a medida que pasan los siglos. Y como brotando de los labios de los niños, florecen de las mismas semillas pero con nuevos colores.

emalaver@gmail.com



Año XIII / N° DI / 25 de febrero del 2025
EDICIÓN DEL DUODÉCIMO ANIVERSARIO


lunes, 17 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (II) [D]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

—¿Será tierra firme, capitán?
—¡Es Margarita, gañán!

 

 

 

(Continuamos...)


         Lo que no han considerado ellos es que una cosa es la lógica, incluso la lógica lingüística, que pocas veces coincide con la lógica matemática, y otra cosa es el uso concreto que le da la gente, el pueblo, especialmente el pueblo más sencillo, el menos prejuiciado por la educación formal, a cada expresión, a cada palabra, a cada nombre que le llega a los oídos.

         Así que les grabo yo también un audio en que les digo que sí, que los dos tienen razón por razones diferentes; ella porque está usando el razonamiento con sabiduría y lo explica claramente y él porque comprende la realidad como es y también como “debería ser”. Mi respuesta dividió el asunto en la dicotomía saussureana de norma y uso. La norma (que proviene del uso) es una cosa y el uso que da la gente a las palabras es otra cosa. Una vez que la gente comienza a usar las palabras de una forma, ese uso desembocará un día en norma, pero la norma siempre puede violarse, desviarse, descomponerse para ajustarse a la necesidad que tengan los hablantes. Y luego volverá a convertirse en norma y después sigue siendo posible que se desvíe y se use de manera diferente, incluyendo la manera “correcta”.

         Después de grabarles el primer mensaje, me acordé de Cristóbal Colón, que, demente de mí, se me ocurre que debe haber sido quien utilizó el nombre Tierra Firme en la lengua española por este lado del mar. Sin duda sus marineros la usaban, y mucho porque hacía ya muchos días que deseaban llegar a tierra y a tierra firme, como dice mi bella prima política uruguaya, aunque fuera una isla de diez metros cuadrados, porque estos hombres tenían hambre, porque se sentían engañados por el Almirante o porque no comprendían lo que habían venido a hacer navegando hacia el oeste como si fueran locos. Pero sin duda, la expresión tierra firme se quedó en Margarita y supongo que en muchos otros lugares relacionados y enamorados del mar, porque pertenece a la jerga de los marineros, de los pescadores, de la gente que vive del mar y que la lleva todo el tiempo en la mente y además la ama, pero que de vez en cuando siente que necesita regresar a casa. Siempre es bueno llevar alimento a la familia, ir a las fiestas del santo patrono, engendrar un hijo... o varios... esas cosas.

         No es difícil, pues, darse cuenta de que, aunque la lógica, la razón limpia nos indica que tierra firme es todo aquel territorio seco que nos libre, como diría el conde Olinos, de las furias del mar, sucede en ese lugar fantástico que es Margarita que la gente de todos los niveles de educación y de todos los campos de actividad humana dicen tierra firme para referirse solamente al territorio venezolano que está más allá del mar, y que para algunos seguramente se refiere solamente a Puerto La Cruz, a Cumaná, a Cariaco, a Píritu, quizá incluso La Guaira. Puerto Cabello y Maracaibo es ya demasiado lejos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° D / 17 de febrero del 2025

 

lunes, 10 de febrero de 2025

¿Dónde es tierra firme? (I) [CDXCIX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Un carpintero de ribera siempre trabaja en tierra...
a veces en tierra firme

 

 

 

         Siempre aparece, con muy poco talento para el mimetismo dialectal, alguien que dice delante de mí (o dirigiéndose a mí), porque cree que los margariteños hablan así: “¿Cómo está ‘laisla’?”. Cuando me toca, respondo: “No, no, Margarita es el continente. La isla es Venezuela”. Una vez mi hija mayor me preguntó qué era entonces América, y yo le contesté que América era ya otro planeta.

         Ahora viene mi primo Moisés, que creció en Paraguachí y se casó con esta hermosa muchacha uruguaya, con quien es delicioso conversar porque llama las cosas por otros nombres, pero siempre termina uno sabiendo a qué se refiere, y cuando pregunta termina encontrando por sí sola de la respuesta... bueno, Moisés y ella hace como un mes me graban un audio en que me cuentan que tienen una contrariedad lingüística: ella tarda en captar cuando, hablando de Margarita, él menciona un lugar llamado Tierra Firme. En el audio me explica lo que yo sé: que los margariteños llaman así a todo lo que no es Margarita, es decir, Venezuela continental; y sí, eso significa también que las demás islas o son parte de Margarita o no son, a lo sumo son islitas que navegan realengas por el mar, pero no son tampoco, jamás, tierra firme).

         Entonces, el pobre Moisés, como preocupado, viene y me explica esto y me dice que su esposa no lo comprende porque, según ella, tierra firme es todo aquello que es tierra por oposición al mar, a un barco, a las olas. Si uno va en un bote y no encuentra la costa, puede llegar a desesperarse por encontrar tierra firme, y si lo que encuentra es una isla, eso es tierra firme, sin importar si es continental o no, porque no se mueve como el bote sobre el agua.

         Y entonces viene Moisés y me pregunta, admitiendo que en el fondo le parece que tiene bastante sentido lo que ella dice, qué pienso yo. ¡Yo...!, ¡que también hablo como él!, ¡que nací en Margarita como él!, ¡que crecí en Margarita como él!, ¡que fui a la escuela en Margarita como él!, ¡que soy descendiente del mismo carpintero de ribera que él!, ¡y que a los 18 años me inscribí en la Universidad Central como él! Es una especie de injusticia, una especie de ventajismo nuestro que le hacemos a la pobre chica uruguaya cuando la dejamos escoger como juez de la “diatriba” a otro margariteño que habla el mismo español que él. Pero claro que, estrictamente, ella tiene razón.


(La próxima semana les sigo contando.)


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCIX / 10 de febrero del 2025

 




lunes, 3 de febrero de 2025

La isla de los perros [CDXCVIII]

Edgardo Malaver

 

 

 

Escudo de armas de las Islas Canarias.
Dibujo de 1772

 

 

         Seguro que, como me ha pasado a mí, a ustedes también se les ocurrió bien temprano la idea de que las Islas Canarias se llaman así porque hay en ellas una gran abundancia de canarios o quizá que todas variedades o especies de canarios que existen provienen de allá. La imagen de las Canarias que guardo en mi mente desde la infancia, debido a esa apresurada hipótesis, es amarilla porque siempre me imaginé que en aquellas islas, al contrario que en la mía, habría más canarios que gente, más canarios que árboles, más canarios que señales de tránsito. Pues fíjese usted que no es así.

         Esto ya lo sabe todo el mundo, pero yo acabo de ver la luz hace pocos días. El nombre de este territorio español en aguas africanas no tiene que ver con el canario silvestre, que Carlos Linneo (1707-78) llamó serinus canarius en 1758. Y es importante mencionar esta fecha porque resulta que la graciosa avecita sí que es endémica del archipiélago, pero no es por ella que él recibió este nombre sino a la inversa.

         Aunque hay opiniones divergentes (e incluso investigaciones muy serias que lo ponen en duda), las Islas Canarias recibieron ese nombre, según la tradición, en los primeros años del Imperio Romano, que acababa de anexionárselas. Entre los años 19 y 9 antes de Cristo, el rey Juba II de Mauritania (52 antes de Cristo-23 después de Cristo), que había crecido en Roma, envió una expedición a explorar las llamadas Islas Afortunadas (nombre mitológico de los tiempos en ni siquiera se sabía con certeza cuántas eran ni en qué punto del océano se localizaban); y de esa época y de esa investigación data, según lo narrado por Plinio el Viejo (23-79 después de Cristo) en su obra Historia natural (77 después de Cristo), el nombre Insulae Canariae. Y cuenta Plinio que los expedicionarios encontraron “multitudine canum ingentis magnitudinis, ex quibus perducti sunt Iubae duo” (vastas multitudes de perros de gran tamaño, de los cuales le trajeron dos a Juba). A partir de entonces las islas fueron llamadas Canarias porque había en ellas abundancia de canum, de canis, perros.

         A pesar de todo esto, existen investigadores que, por falta de evidencias, niegan la presencia de perros de cualquier tamaño en las siete islas en la época de Juba. Algunos de ellos, como Juan Álvarez Delgado, creen que el erudito rey pudo haber ido personalmente a la isla y haber dedicado a ese viaje uno de los once libros que escribió, otros lo descartan totalmente. Sin embargo, Juba II es reconocido como el gobernante y humanista que, como afirma Alicia García García, “sacó a las islas de la esfera del mito” en que vivió en la antigüedad clásica, junto con Madeira, las Azores, las Salvajes y Cabo Verde.

         ¿Los canarios? Los canarios, los pajaritos llamados canarios, fueron llamados así mucho después, e incluso se les llamó en realidad “canarios de las Canarias”, lo cual sugiere que ya existía el nombre actual del archipiélago.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVIII / 3 de febrero del 2025

lunes, 27 de enero de 2025

Amor post mortem (II) [CDXCVII]

Edgardo Malaver

 

 

Orfeo clamando por Eurídice (sin fecha), obra
del venezolano Pedro Centeno Vallenilla

 

 

 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.

         William Faulkner escribió también sobre la tenebrosa historia de Emily, cuyo marido murió en el lecho nupcial y ella prefirió que todo el pueblo murmurara que al poco tiempo de casarse la había abandonado a enterrarlo como indicaba la sensatez y pasó el resto de su vida durmiendo cada noche al lado de su cadáver.

         También en el siglo XX, como Faulkner, Gabriel García Márquez, invirtiendo los términos del tópico, en su cuento “Muerte constante más allá del amor”, reescribió aquel palpitante poema de Francisco de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”, en que el poeta le expresa a su amada que al “cerrar la postrera sombra sus ojos”, su alma abandonará su cuerpo, y él... “polvo será, mas polvo enamorado”. El personaje de Quevedo sabe, porque ha vivido amando intensamente, que seguirá amando después de la muerte. En el caso de García Márquez, la muerte del desahuciado protagonista sucede poco tiempo después de conocer al “amor de su vida”, una muchacha, mucho más joven que él. La muerte, sin embargo, no detiene el desarrollo del romance porque su vida anterior estuvo siempre vacía de todo sentido, y la precipitación del final no hace más que señalarnos que, aunque postrero, el amor terminó siendo el centro de la vida del personaje, que, además, no dejó de ser amado por su joven amante simplemente por haber muerto.

         Y, con tanto tiempo como ha pasado, la más impresionante de las historias de amor más allá de la muerte sigue siendo la narrada por el antiguo mito de Orfeo y Eurídice, que se enamoran gracias a la música de la lira de él y que son separados por la muerte al morder una serpiente un talón de la joven ninfa. Orfeo entonces emprende el camino en busca de la laguna Estigia y logra que Caronte lo transporte al reino oscuro de la muerte. Y ahí suplica Orfeo, con su música, a Hades que le conceda a su amada esposa volver a la luz de la vida, y Hades, conmovido, le autoriza a Eurídice a volver, pero le pone a Orfeo una única condición: caminar de regreso al mundo de los vivos sin volver la mirada para ver si su esposa viene detrás de él, porque si lo hace la perderá para siempre. Cuando están ya muy cerca del final del camino, el joven enamorado duda y, percatándose de que no ha oído ni un ruido remoto de los pasos de su amada, piensa que todo puede haber sido un sueño, que Hades puede haberlo engañado. De modo, que voltea para verla y lo único que logra ver es la bocanada de humo en que se convierte ella... para siempre. Y esto es suficiente para responder mi pregunta de si los tópicos literarios serían griegos antes de ser latinos. ¿Cómo pude dudarlo?

         En total, el elemento más sospechoso de este fenómeno no es que sea un lugar común, porque, al fin y al cabo, un lugar común expresa siempre una verdad. El rasgo que los ha hecho permanentes, más que la repetición, es (o tiene que ser) el vínculo con la existencia humana. Cualquiera diría que, habiendo existido desde la época antigua, se tendrían que hacer gastado con los años, con la recurrencia, con la reescritura constante. Sin embargo, los tópicos literarios hablan de los grandes temas que deleitan y atormentan a los seres humanos: la vida, la muerte y el amor, razón por la cual no hacen más que fortalecer nuestra firmeza en la idea y el sentimiento sobre el mundo y sus cosas, sobre la vida y sus detalles.

 

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Año XII / N° CDXCVII / 27 de enero del 2025