lunes, 24 de marzo de 2025

Tópicos literarios: Beatus ille (I)

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Dichoso Horacio que dio
con la fórmula del
Beatus ille

 

 

         Al principio de este año, el 20 de enero, me propuse publicar una serie sobre los llamados tópicos literarios, pero sucedieron cosas y no pude, no hace falta atormentarlos con esa historia. Escribí solamente dos sobre el tópico más conocido: el Amor post mortem, y me propongo ahora reiniciar la serie. Esta semana toca, entonces, el Beatus ille.

         El tópico del Beatus ille proviene de un célebre poema del poeta romano Horacio (65-8 antes de Cristo) en el cual el autor alaba la vida sosegada del campo y felicita al hombre que se decide por ella. El término Beatus ille, de hecho, son las primeras palabras del poema, cuya fecha aún se discute. “Dichoso aquel”, dice, “que, lejos de los negocios, labra como los antiguos su propia tierra, heredada ella con todos sus bueyes”. No pierde tiempo el poeta para revelarnos su sana intención, que no es repudiar la obligación trabajar —pues le parece afortunado poseer un pedazo de tierra que cultivar, que es trabajo pesado—, sino tener que hacerlo, indignamente, en beneficio de algún propietario. Lo ideal, entonces, en esta visión parece ser procurarse el propio alimento con el sudor de su frente. Al menos por ahí comienza Horacio.

         La primera estrofa es ciertamente un resumen de lo que podríamos llamar las condiciones ideales de la vida retirada en el campo, de la vida más sencilla, de la vida más natural a la que el hombre puede aspirar en este mundo. Desvincula al dichoso individuo que se va al campo de la actividad política, de la carrera de las armas, de las travesías en el mar, del comercio, de las relaciones sociales. Sólo considera bueno vivir de manera simple y natural:

 

Dichoso aquel que, lejos de los negocios,

labra como los antiguos su propia tierra,

heredada ella con todos sus bueyes,

y sin deuda alguna con ningún usurero,

ni despierta como los pobres soldados

con el grito amenazante de la diana

ni teme a la furia del mar enardecido

ni tiene que aburrirse sentado el foro

ni atravesar los soberbios umbrales

de los hombres más poderosos.

 

         El poema de Horacio, incluido en Épodos II, del año 30 antes de Cristo, equivale a un acta de independencia, a una declaración de mayoría de edad, a una patente de un descubrimiento. La humanidad se acaba de dar cuenta con él de que la civilización y todas sus ventajas, las ciencias y las artes y todas sus certezas y bellezas, el pensamiento ordenado y todos sus jugosos frutos son nada si lo comparamos con lo que la vida por sí sola, desprovista de toda legislación y tecnología y de todos sus miserables halagos, puede ofrecer.

         No puede uno pensar que, siglos más tarde, Henry David Thoreau (1817-62) no haya leído a Horacio. Su idea de vivir solo en una cabaña construida con sus propias manos y aceptar lo que la naturaleza le ofreciera cada día, su ánimo de “simplificar, simplificar, simplificar” parece la traducción del antiguo texto latino sobre la vida armoniosa a su puesta en práctica norteamericana. He ahí un paso adelante de Thoreau: puso manos a la obra e incluso se metió en problemas con el gobierno por negarse a aceptar la imposición de los tributos a lo que la naturaleza tiene resuelto para el hombre desde el origen mismo de la vida.

         Dice, aunque en prosa, el poeta americano desde aquella su humilde choza apartada del mundo(en Walden, de 1854):

 

Me fui al bosque porque deseaba vivir deliberadamente, ocuparme sólo de lo esencial de la vida, y ver si no podía aprender lo que ella tenía que enseñarme, para no descubrir en el momento de mi muerte que no había vivido. No quería vivir lo que no fuera la vida, pues la vida es tan entrañable... Quería vivir profundamente, chupar todo el tuétano de la vida, vivir con tanta firmeza y tan espartanamente que huyera de mí todo aquello que no fuera la vida.

 

         Después de Horacio y antes que Thoreau, escribieron sobre este tópico en español, y casi con las mismas palabras del primero, varios autores tan conocidos por sus habilidades que parece inverosímil tanta coincidencia.

         El principal de ellos es quizá fray Luis de León (1527-91), que con su “Vida retirada” no sólo se sumaba al tópico literario iniciado por Horacio sino que, al menos implícitamente, nos deja señales de esa “buena vida”, esa “vida ideal” que ha de ser para el cristiano la vida eterna con su Señor. Son sus versos más conocidos:

 

¡Qué descansada vida

la del que huye del mundanal rüido

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido.

 

         En el caso de fray Luis, casi sería un delito pensar que no hubiera leído al poeta romano. Lo que es más, se sabe que tradujo el poema de Horacio, por lo cual es más lógico pensar que estamos en presencia de una especie de adaptación del texto latino al Renacimiento español. En la versión de fray Luis nos esperaba, con su originalidad, la imagen enigmática de una “escondida senda”. Y con esto, confirmamos que los que eligen la “vida retirada”, la “descansada vida” pueden llamarse sabios, no sólo dichosos.

         Y aunque parezca muy sencillo reconocer cuál es el camino mejor para el sosiego, el autor habla de él como si en realidad fuera muy difícil encontrarla: está escondida, parece, a los ojos comunes: hace falta sabiduría para entrar en ella. Además, no puede uno inhibirse de recodar aquel consejo de Jesús: “Entren por la puerta estrecha”, porque “es angosta la puerta y estrecho el camino que lleva a la vida, y son pocos los que lo encuentran”. Son pocos los sabios que encuentran la escondida senda.

         Si fuera posible, tendríamos que señalarle a fray Luis que no sabía de lo que se quejaba. El mundanal ruido que menciona nos golpea hoy el rostro. Si hace 500 años ya era un detalle de la “civilización” del que provocaba huir, ¿adónde habría que irse ahora para librarse de su persecución? Los habitantes del escandaloso Occidente podríamos preguntarnos si hay un lugar donde no se confunda ruido con alegría y silencio con muerte. Y a esta hora de la historia, hasta el tradicionalmente silencioso Oriente se ha contaminado con el virus, con la plaga, con la pandemia del ruido. ¿Habrá, entonces, algún lugar al que irse a arar la tierra propia, libre de los impuestos y sabiéndose vínculo entre la paz del cielo y la de la tierra?

         [La semana que viene seguiremos reflexionando sobre esta dicha vista por otros autores. Hasta entonces.]

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XIII / N° DV / 24 de marzo del 2025

 

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