lunes, 6 de enero de 2025

Una de puntuación [CDXCIV]

Edgardo Malaver

 

 

 

Jesús Ávila (1930-2012), autor y compositor
de “Guanaguanare”

 

 

         Me imagino que estoy decepcionando a algunos que quizá deseaban leer hoy sobre los Reyes Magos y su relación con la lengua, esta que no existía cuando ellos hicieron su fugaz pero astuto desfile por el Evangelio. Me abandonó la imaginación y tuve que pensar en un “bateador designado” para hoy. “¡Óyeme, Coma”, grite dentro del dugout, “te toca a ti...! Reyes Mago, el cuarto bate, se fue por otro camino!”. Creerán que lo hice a propósito, pero ese grito contiene un ejemplo del tipo de coma que quiero comentar hoy: la llamada coma vocativa. Es la que se interpone entre las palabras con las que nos dirigimos a nuestro interlocutor y lo que deseamos decirle. Puede ser el nombre o cualquier otra forma de llamarlo: “María, María, te estoy llamando, María” o “Vuela, guanaguanare, picoteando sobre las olas de la mar serena”. Antes de que me pregunten, sí, si el vocativo va al principio de la oración (como este caso de María), la coma viene después del vocativo; si está en medio de ella (como en el caso del guanaguanare), lo rodeamos de comas, y, naturalmente, si va al final, sólo se la ponemos antes porque después sólo puede venir el punto (a menos que queramos extender la oración, lo cual quizá no le haga bien). Dice la Academia que se utiliza para separar elementos de la oración que tienen un alto grado de independencia. Y la verdad es que el vocativo que uno pone en una oración, sea que lo ponga al principio, a la mitad o al final, no es el sujeto, no es el verbo, no es ninguno de los complementos que aparecen en el predicado. Es como un visitante que vino un rato a la casa de la oración. No tiene una función imprescindible: si usted quiere, mi estimado, lo puede eliminar, y la sintaxis no protestará. Aunque siempre sentimos que le “damos fuerza a la frase”, el significado llega intacto al interlocutor digamos: “Ay, Juan José, burro no se monta con sombrero ni zapato” o digamos: “Ay, burro no se monta...”. A menos que le pongamos música popular venezolana, en cuyo caso nos faltarán tres sílabas. Mire, mi estimado lector, usted no se confunda: si va a nombrar de alguna manera a su oyente, déjele claros los límites: póngale comas al nombre que le dé. Dígale al llegar: “¡Hola, cacerola!” y cuando quiera que se vaya, dígale: “¡Chao, pescao!”.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCIV / 6 de enero del 2025

 

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