Edgardo Malaver
Jesús Ávila (1930-2012), autor
y compositor
de “Guanaguanare”
Me imagino que estoy decepcionando a
algunos que quizá deseaban leer hoy sobre los Reyes Magos y su relación con la
lengua, esta que no existía cuando ellos hicieron su fugaz pero astuto desfile por
el Evangelio. Me abandonó la imaginación y tuve que pensar en un “bateador
designado” para hoy. “¡Óyeme, Coma”, grite dentro del dugout, “te toca a
ti...! Reyes Mago, el cuarto bate, se fue por otro camino!”. Creerán que lo
hice a propósito, pero ese grito contiene un ejemplo del tipo de coma que
quiero comentar hoy: la llamada coma vocativa. Es la que se interpone entre las
palabras con las que nos dirigimos a nuestro interlocutor y lo que deseamos decirle.
Puede ser el nombre o cualquier otra forma de llamarlo: “María, María, te estoy
llamando, María” o “Vuela, guanaguanare, picoteando sobre las olas de la mar
serena”. Antes de que me pregunten, sí, si el vocativo va al principio de la oración
(como este caso de María), la coma viene después del vocativo; si está en medio
de ella (como en el caso del guanaguanare), lo rodeamos de comas, y,
naturalmente, si va al final, sólo se la ponemos antes porque después sólo
puede venir el punto (a menos que queramos extender la oración, lo cual quizá
no le haga bien). Dice la Academia que se utiliza para separar elementos de la
oración que tienen un alto grado de independencia. Y la verdad es que el vocativo
que uno pone en una oración, sea que lo ponga al principio, a la mitad o al
final, no es el sujeto, no es el verbo, no es ninguno de los complementos que
aparecen en el predicado. Es como un visitante que vino un rato a la casa de la
oración. No tiene una función imprescindible: si usted quiere, mi estimado, lo
puede eliminar, y la sintaxis no protestará. Aunque siempre sentimos que le “damos
fuerza a la frase”, el significado llega intacto al interlocutor digamos: “Ay,
Juan José, burro no se monta con sombrero ni zapato” o digamos: “Ay, burro no
se monta...”. A menos que le pongamos música popular venezolana, en cuyo caso nos
faltarán tres sílabas. Mire, mi estimado lector, usted no se confunda: si va a
nombrar de alguna manera a su oyente, déjele claros los límites: póngale comas
al nombre que le dé. Dígale al llegar: “¡Hola, cacerola!” y cuando quiera que
se vaya, dígale: “¡Chao, pescao!”.
emalaver@gmail.com
Año XII / N° CDXCIV / 6 de enero del 2025
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