lunes, 12 de febrero de 2018

Unidades de mil, unidades de millón [CXCIII]

Edgardo Malaver


 
Catedral de San José, aledaña a la Plaza
Santander de Cúcuta, Colombia (foto del autor)


         Esta historia tiene dos extremos, dos episodios que están al principio y al final, pero mañana mismo puede aparecer un episodio que vaya más allá, y habrá que escribirlo todo otra vez. En enero del 2017, de regreso de Perú por Cúcuta, al preguntarle a un taxista el precio del viaje desde la Plaza Santander hasta el puente internacional, éste me respondió: “Doce pesitos, paisano”. Naturalmente me sorprendí de cifra tan insignificante, pues unos amigos me habían aconsejado no pagar más de 10.000. Cuando le manifesté mi confusión, me respondió: “Doce mil, doce mil, por supuesto”.
         Hace tres o cuatro días oí contar en mi casa que un obrero se había presentado recientemente en un banco, en Caracas, a cambiar un cheque con que le habían pagado un trabajo. Con la esperanza de no llevar por la calle un paquete demasiado grande que llamara la atención de los ladrones, preguntó si le podían dar, al menos, 60 billetes de 20.000 bolívares, es decir, un millón doscientos mil. La señorita que lo atendía experimentó una sorpresa parecida a la mía en Cúcuta, porque el cheque decía, en letras y en números, que debía entregar a aquel cliente 1.200 bolívares, ni un céntimo más.
         ¿Por qué está pasando esto en Venezuela y en Colombia? En un artículo anterior de Ritos comentaba la aparición de un “nuevo plural” en el español venezolano. Algún nexo debe haber con este otro fenómeno, aunque el de ahora no me parece tan fácilmente comprensible. ¿Qué puede haber causado que, de repente, los hablantes cuenten, con toda normalidad, hasta 999.999 e inmediatamente después digan: “Mil”, en lugar de “Un millón”?  Es posible que el hábito de acortar las cifras “redondas” elidiendo la palabra mil, cuando el contexto indica que todos se refieren a cifras muy altas (lo que en lingüística se llamaría el menor esfuerzo) “engañe” al cerebro, que, al no haber registrado aún, literalmente, el número 1.000 en estos conteos, se decide a terminar en él la cuenta en que se han estado mencionando sólo unidades, decenas y centenas simples.
         También en este caso tiene que tener su participación el contexto, que está metido en todo, pero ¿hace falta que le pase a uno una escena como la de aquel obrero en el banco para percatarse de los inconvenientes de contar de tan disparatada manera? ¿Tiene que pasar por el ridículo o por la estafa para darse cuenta de que 850.000 más 850.000 no da 1.700, ni siquiera tratándose de bolívares... o de pesos? ¿Esto es señal de una extrema habilidad o de torpeza? Si lo es de habilidad, ¿dónde ha dejado la gente que suma así sus quejas sobre las complicaciones matemáticas? Y más allá, ¿esta contrariedad, esta confusión, este fenómeno es meramente matemático o es también lingüístico? Ya ustedes saben mi opinión.
         El año pasado, cuando ya estábamos en el avión de San Cristóbal a Maiquetía, le comenté a mi familia mi conversación con el taxista en Cúcuta. Todos se sorprendieron, es decir, no lo habían oído antes. Al día siguiente, cuando salí a la calle en Caracas, como por obra de magia, todo el mundo estaba hablando como aquel taxista.
         El extremo final de esta historia da la conclusión de que la mayoría de los hablantes, por lo menos en Venezuela, están cambiando los números mediante la herramienta de la lengua... aunque no es lo único que están cambiando. No sé si algún Saussure sabrá explicarse semejante actitud.

emalaver@gmail.com



Año V / N° CXCIII / 12 de febrero del 2018






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