sábado, 10 de septiembre de 2022

Annus horribilis [CCCXCI]

Edgardo Malaver

 

 

Isabel, sin apellido, en 1929, cuando
apenas era la primera nieta del rey

 

 

 

         Anteayer murió la reina Isabel II de Inglaterra. Cuántas veces he imaginado en los últimos años que el mundo tendría que paralizarse cuando esto sucediera. El mundo era otro cuando nació Isabel en 1926. Lo que es más, el propio Reino Unido era tan diferente que al nacer ella no tenía posibilidades de llegar a ser nunca la reina. Ni siquiera su padre parecía destinado reinar: los futuros hijos de su hermano mayor iban a estar por encima de él en la línea sucesoria cuando el rey, Jorge V, les heredara la corona. Y al final, la historia y sus caminos llenos de recodos se encargó de mantenerla a ella sentada en aquel trono durante inimaginables 70 años.

         En el año 1992 intentan la independencia antiguas colonias, principalmente Mauricio, que lo logra; se divorcian tres de sus cuatro hijos; la princesa Diana, su nuera, revela las infidelidades de su marido, el príncipe heredero, que poco después se confirman; se filtran a los medios de comunicación el contenido de varias conversaciones telefónicas íntimas de miembros de su familia, y en noviembre, como si fuera poco, hay un incendio en el castillo de Windsor. De modo que, en discurso, Isabel describe 1992 como un annus horribilis... el peor de sus cuarenta años como reina.

         En latín, la expresión annus horribilis significa, literalmente, ‘año terrible’. Cuando las cosas no nos han salido como las planeábamos y sobre todo si los eventos adversos han sido más numerosos que los favorables, al hacer un balance, podemos adoptar la fórmula latina o traducirla, como hace la Academia, como ‘año de gran infortunio’. La frase en la actualidad nos recuerda a Isabel II, pero en realidad fue acuñada en 1891, cuando un grupo anglicano se refirió así al año 1870 debido a la adopción, por parte del Concilio Vaticano I, del dogma de la infalibilidad del papa y otras decisiones de la Iglesia Católica. El hecho ciertamente fue triste porque trajo la consecuencia de que se formaron iglesias nuevas a partir de ese solo punto. Estos grupos, llamado “católicos viejos”, o “veterocatólicos”, aparecieron en muchos lugares del mundo, particularmente en Europa, y se reúnen en la llamada Unión de Utrecht. Sin embargo, uno de los que ha pervivido hasta hoy se llama Iglesia Antigua de Colombia.

         Después de 1891 la expresión había sido utilizada por muchos intelectuales, historiadores, políticos, poetas y periodistas, pero sólo alcanzó popularidad planetaria cuando, cien años después, Isabel II la hizo suya. No hay duda de que no se puede ser soberano, y el más longevo además, de un país tan influyente como el Reino Unido, cuya monarquía ya cuenta su historia en decenas de siglos, sin influir también en el habla, al menos, de sus propios ciudadanos.

         No soy yo el primero que menciona que la forma de hablar de Isabel era imitada por muchos británicos, que era el ideal de la clase alta y la media, que una inmensa cantidad de cursos de inglés ofrecen enseñar a “hablar como la reina”, y ese particular idiolecto de una sola persona que estuvo presente en la historia del mundo durante 70 años seguirá estándolo, en mayor o menor medida, en todos los que hoy hablan su lengua. Y, conscientes o inocentes de ello, los hablantes del inglés del futuro tendrán también una pequeña deuda lingüística con Isabel II, aquella diminuta princesa que, al cumplir 10 años de edad, no había dormido nunca en una cama bajo cuyos veinte colchones se escondiera un guisante.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCXCI / 10 de septiembre del 2022

 



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