viernes, 30 de septiembre de 2022

Quiero ser Anónimo [CCCXCIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

  

 

Los traductores ven en la penumbra. La gruta azul (1873),
de Ramón Bolet Peraza


 

         Seguramente habrá oído usted ese chiste simple que hacen algunos cuando hablan de manera superficial de literatura: “Qué autor más prolífico era este señor Anónimo, ¿no?”. La verdad es que Anónimo pareciera ser más bien el nombre de un grupo que, puesto a decidir el destino de sus obras, optó por un borgiano trueque de fama por renuncia.

         Lo que quizá no haya oído antes es que existen en ese pariente de la literatura que es la traducción ciertos ideales que la persiguen adondequiera que aquella la conduce. Uno de ellos es la necesidad inevitable o, más bien, la obligación generosamente aceptada (aunque en el fondo es un deseo antinaturalmente autoinducido) de ser invisible. La invisibilidad en traducción significa que el traductor debe crear en el texto que entrega a sus lectores una atmósfera que les produzca las mismas sensaciones e ideas, los mismos placeres y angustias que el original ha de haber provocado en el mundo interior del lector de su primera lengua. Se supone, entonces, que el traductor debe brillar por su aparente ausencia.

         El problema es que, así como no desaparece un autor cuyo nombre se ignora, invisibilidad (y aun “aparente ausencia”) no significa en absoluto negación, mucho menos inexistencia. Y es un problema porque quien escribe una novela o un artículo para The Economist no trabaja más que quien los traduce, y sin embargo, el mundo actual, que se ufana de haber perfeccionado a tal punto sus formas de comunicación que estas han salido ya de la atmósfera, parece unánimemente decidido a ignorar por completo la ineludible necesidad de la traducción para lograr una comunicación de tal calibre.

         Si usted ha comprado alguna vez un horno de microondas surcoreano, un teléfono celular noruego, una plancha francesa, lo más probable es que durante su fabricación algún traductor brasileño haya traducido algún contrato al italiano o un manual de instrucciones al inglés para un fabricante que opera, por ejemplo, en Tokio.

         Aunque siempre hay quien cuida los pequeños y grandes detalles, en miles de casos es perceptible (porque es incomprensible) esa gruesa cortina que se despliegan sobre el trabajo de los traductores. Muchos miembros de las industrias editorial, televisiva, cinematográfica, farmacéutica, etc., en contra de la ley, suelen omitir sin razón la sencilla mención de que lo que están publicando ha sido escrito en otro idioma, como si fuera una debilidad haber acudido a un traductor o como si la palabra traducción fuera para un informe científico o una película una mácula imborrable y vergonzosa. No pasa en todas partes, pero en Venezuela pasa todos los días.

         Se dirá que el mundo entero tiende hoy a hablar inglés, lo cual reduce mucho la necesidad de la traducción. Sin embargo, en todas las épocas ha habido lenguas dominantes que todos han tendido a aprender para trabajar, hacer negocios e incluso ir a la guerra, y está claro que eso no ha eliminado la necesidad de traducir.

         Yo soy traductor y traduje Las mil y una noches al alemán, traduje Lazarillo de Tormes al chino, traduje Beowulf al ruso. Si no hubiera sido por mí, habría tenido que ser por otro traductor que Ionesco, Fellini y Botero se nutrieran como artistas de ese maná literario que son los cuentos de Sherezade o las penas del pobre Lázaro. Si no fuera por mí, en este instante, el Nóbel de Literatura del 2047 no estaría leyendo Elogio de la locura, que posiblemente será esencial para el trabajo que le granjeará tan codiciada distinción.

         También soy el traductor de muchas de las noticias que usted lee u oye todos los días mientras va al trabajo. Y me dedico a cuidar que sus hijos no pierdan el hilo de las aventuras de Barney, Harry Potter y Los Increíbles.

         Por estas y otras razones, por lo menos hoy que es San Jerónimo, yo también quiero tener nombre. Quiero que me llamen, al menos, Anónimo.

 

Originalmente publicado en El Universal, Caracas, 3 de octubre del 2005, pág. 4-8

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCXCIV / 30 de septiembre del 2022




Otros artículos de Edgardo Malaver:

Jerónimo, o por qué celebramos el Día del Traductor el Día de la Secretaria

De cómo la traducción engendró la literatura latina

Paradójica e imposible naturaleza de la traducción

El traductor polémico 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario