martes, 16 de julio de 2019

¿Por qué Andrés Bello escribe tan mal? [CCLXVIII]

Edgardo Malaver


 
Rebelde portada de 1923 del autor
de
Platero y yo


...i los pensamientos se tiñen del color de los idiomas.

Bello

         El artículo de la semana pasada trataba de Rodrigo Díaz de Vivar (h. 1048-1099), el Cid Campeador, para homenajearlo porque se cumplían 920 años de su muerte, pero sobre todo para hablar del Cantar de mío Cid, la obra literaria que narra sus hazañas. Y como había descubierto que nuestro Andrés Bello estuvo investigando y escribiendo sobre el Cantar la mitad de su vida, me di el placer de leer y utilizar sus escritos para sustentar lo que deseaba decir. Bello, por cierto, hizo con la copia de Per Abat lo mismo que después haría Ramón Menéndez Pidal, pero nadie recuerda ni menciona el hermoso y agudísimo trabajo de Bello.
         La citas que utilicé provinieron de la edición de 1881 de las obras completas de Bello editadas por el Consejo de Instrucción Pública de Chile, de modo que el texto exhibía algunos de los rasgos más destacados de las ideas del autor acerca de cómo debía ser la ortografía de la lengua española. Tales rasgos hoy en día, en que muchas de las razonable propuestas de Bello se quedaron sin el apoyo que un día reunieron, lucen mucho como una trasgresión, cuando no una fuente de confusión: usa la i en lugar de la conjunción y, por ejemplo, y escribe general y energía con jota. ¿Por qué don Andrés escribía tan mal?, puede preguntarse cualquiera que no lo conozca.
         Pues resulta que estaba siendo equilibrado y ecuánime, porque en realidad Bello propuso en 1823 (la misma época en que comenzó a estudiar el Mío Cid) una reforma bastante sencilla pero también bastante audaz de la ortografía del castellano, que en algún momento llegó a tener algo de aceptación en Sudamérica, sobre todo en Chile. No sería justo decir que era original, puesto que en el siglo XV Antonio de Nebrija ya había formulado el corazón de la propuesta de Bello: “Tenemos de escrivir como pronunciamos, et pronunciar como escrivimos”, porque de otra manera, ¿para qué tenemos letras?
         Siguiendo esa lógica, Bello publicó, junto con el colombiano Juan García del Río, en su Biblioteca Americana de Londres un artículo titulado “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar la ortografía en América”, en el cual exponen que el castellano, que consta de sonidos elementales bien diferenciados, “es quizá el único idioma de Europa que no tiene más sonidos elementales que letras”. Además desestiman radicalmente la utilidad de dos de los tres criterios de la Real Academia para configurar la ortografía: el uso constante y la etimología. La pronunciación es para ellos el único criterio razonable para tal fin.
         En consecuencia, “sugieren” —es la palabra que usan— una reforma ortográfica de dos etapas que pretende conformar un alfabeto de 26 letras, variando también los nombres de casi todas: A (a), B (be), CH (che), D (de), E (e), F (fe), G (gue), I (i), J (je), L (le), LL (lle), M (me), N (ne), Ñ (ñe), O (o), P (pe), Q (que), R (ere), RR (re), S (se), T (te), U (u), V (ve), X (exe), Y (ye), Z (ze).
         Con esto no sólo queda explicada la curiosa utilización de la i y la jota en Bello sino también en autores contemporáneos y posteriores a él, como Simón Rodríguez, Fermín Toro y Domingo Faustino Sarmiento. En 1844 la reforma había sido acogida oficialmente por Chile, donde don Andrés era inmensamente respetado; luego lo hicieron otros países, incluyendo Venezuela, pero la iniciativa naufragó finalmente en 1944, cuando su gran promotor, Chile, la abandonó. Juan Ramón Jiménez, sin embargo, siguió utilizándola por convicción hasta el fin de sus días en 1958.
         La ortografía, que como dice Bello, no tiene por objeto “corregir la pronunciación común, sino representarla fielmente”, puede ser tan sencilla como lo sean los sonidos de la lengua. Y considerándola con criterios claros y coherentes, puede contener ideas y emociones, conocimiento e imaginación. El quid es, entonces, si las letras de veras pintan los sonidos de nuestras palabras, porque las palabras han de dibujar siempre nuestro paisaje interior.

emalaver@gmail.com



Año VII / N° CCLXVIII / 16 de julio del 2019




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