lunes, 5 de septiembre de 2022

Amigos invisibles [CCCLXXXIX]

Edgardo Malaver

 

 

Aun las mujeres poderosas son objeto
de irrespeto.
Mujer oriental (1889),
de Arturo Michelena

 

 

 

         Los lectores de mi generación muy probablemente no necesiten leer Ritos esta semana, pero puede ser que sus hijos hayan sentido curiosidad por el significado de este nombre que, en Venezuela, tan sólo trae a sus memorias los sonidos de un grupo musical que en sus primeros tiempos fue la mar de original y que aún ahora cuenta con 867.000 seguidores.

         El nombre del grupo, que se formó en 1991 y ha producido 13 discos, insinúa que al grupo no le interesa solamente la música sino toda la cultura, pero tampoco solamente el fragmento de la cultura que se encierra en los límites de su país. “Amigos invisibles” era la forma en que el escritor Arturo Úslar Pietri se dirigía a los espectadores de su programa de televisión Valores humanos, que durante décadas ofrecía eruditas charlas sobre infinidad de temas culturales universales, pero también la historia, las costumbres, la lengua de Venezuela.

         Los Amigos invisibles, si se detiene uno a mirar (o más bien a escuchar), nos ofrece también un cúmulo de curiosidades lingüísticas venezolanas, que ellos utilizan para mostrar la naturaleza de los venezolanos. Pienso, por [único] ejemplo, en la canción “Mujer policía”. Un yo masculino se dirige a una mujer que representa a la autoridad en términos típicamente venezolanos: el doble sentido. Le va confesando que quiere cometer un delito únicamente para estar cerca de ella, y lo hace atribuyendo a las palabras envergadura, arreglar, jaula, chaleco antibalas, alimaña connotaciones lujuriosas y sensuales, atrevidas, irrespetuosas. Como las canciones tienen que haber sido escritas con toda la intención de producir un efecto, algo tiene que significar este “atrevimiento”. Por detrás de las palabras dichas (o cantadas), es bastante sencillo identificar el desafío a la autoridad que vemos todo el tiempo en las calles, e incluso la visión de la mujer como poco más que objeto de deseo (ni siquiera de amor), además del habitual recurso de los venezolanos al humor para referirse a todos los temas habidos y por haber. Las intenciones humorísticas, harto ingeniosas y evidentes, en realidad nos interrogan: ¿los venezolanos respetan menos a la autoridad cuando está encarnada en una mujer o respetamos menos (o nada) a las mujeres cuando son agentes de la ley?

         “Tengo a mi lado a mis panas, que son infalibles, tú nos los ves porque son invisibles”, cantan siempre los Amigos. Se me antoja a mí pensar que esos “panas infalibles” pueden ser referencias infaltables en el estudio de lo venezolano como Úslar Pietri y otros intelectuales venezolanos que los integrantes de Los Amigos posiblemente respetan por sus innegables aportes. En suma, el nombre “Amigos Invisibles” funciona como encuentro afortunado entre los altísimos niveles de conocimiento de personajes como Úslar Pietri y los ciudadanos comunes que por cantidad de motivos y razones actúan, piensan y se expresan como las circunstancias cotidianas venezolanas les han enseñado.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIX / 5 de septiembre del 2022

 

lunes, 29 de agosto de 2022

¿Verdad? [CCCLXXXVIII]

Edgardo Malaver

 

 

Pensamientos que dibujan palabras. Bahía Pampatar (1930),
de Francisco Narváez

 

  

         Apenas voy a decir dos cosas: una, que es una muletilla, y dos, que, como muletilla, es ilógica.

         Cuando comencé mi quinto año de bachillerato, no teníamos profesor de Castellano —situación sin duda insuperablemente más provechosa que repetir con la profesora del año anterior—, y como en la cuarta semana, nos consiguieron a un profesor de pelo largo y tan recién estrenado que, como a nosotros, para decirlo con palabras de mi abuela, aún le chorreaba de los labios la leche la madre. El muchacho parecía más hippy que Joan Báez, pero a mí lo que me desagradó de él fue que intentara hablar como esos intelectuales rebeldes que pretenden contradecir todo lo que ha hecho la civilización, pero partiendo y desembocando en la misma cultura, en lo mismo que se ha hecho siempre. Pues él... Él decía cada dos oraciones cosas como “Yo estaba pensando… ¿verdad?”. Desde la primera vez que lo dijo, yo me pregunté cómo pretendía que nosotros supiéramos si había sucedido aquello y que le confirmáramos si él había hecho lo que decía haber hecho.

         Y me sucede cada que vez que oigo, desde entonces, esta forma, ilógica a mi parecer, imposible, de retorcer la comunicación. Sabemos que las muletillas tienen el fin de detener al interlocutor para que no nos robe el turno de habla, para asegurarnos de que vamos a poder seguir, a pesar de que por segundos no estamos muy seguros de cómo continuar. Yo tenía un tío a quien con frecuencia, a mitad de oración, se le iba de la mente lo que quería decir y se podía atascar en una sola sílaba durante varios segundos. Decía, por ejemplo: “Después del accidente, el cliente no encontraba la... la... la... la... la...”. “¡Luis Eduardo...!”, le gritaba mi abuela, “¡¿la qué?, ¿qué es lo que no encontraba?!”. “La póliza, la póliza, no la encontraba y no podía cobrar el seguro”. Mi tío buscaba que no lo interrumpieran mientras él recordaba la palabra.

         Lo que me pasa, lo que me molesta, de esta estrategia de la ¿verdad? atravesada es que, en el fondo y en la superficie, si quisiera responderse, sería una solicitud de ayuda o de confirmación que imposibilita la solidaridad. No puedo saber si de verdad tú pensaste esto, si hiciste aquello, si sentiste lo otro. Nadie espera que se le responda si es o no es verdad lo que está diciendo, pero justamente por eso, ¿no habría que recurrir a una expresión que fuera más coherente?

         Ni siquiera intento ocultar que me cae gorda la expresión. Me pasa con todas las muletillas. Creo que no hay que hacer con ellas otra cosa que podarlas de nuestra habla. Atención, disciplina, lógica. No puedo olvidar que o mis palabras son imagen de mi pensamiento o mi pensamiento da a luz palabras que me dibujan. ¿Comienzo por dentro o comienzo por fuera? Por donde comience, algo tengo que hacer para aclararme la escena, que tengo que comprender yo primero para poder expresarla a los demás.

         Ya no recuerdo si aquel profesor de Castellano terminó con nosotros el año escolar. Pero lo que había que hacer era deshacerse de él. Buena cosa que estaba enseñando a sus alumnos. Lo que sí ha permanecido en el tiempo es la manía de interrumpir lo que se está diciendo para preguntar: “¿Verdad?”, como si los demás supiéramos y pudiéramos confirmar. Pero ya prometí al principio que apenas iba a decir que es una muletilla y que, por eso, es ilógica... en el pensamiento y en la expresión.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXVIII / 29 de agosto del 2022

 

lunes, 15 de agosto de 2022

Peroajá [CCCLXXXVII]

Álvaro Durán Hedderich

 

 

 

Hoy podría arar la tierra, peroajá...
La partida hacia el campo (1894),
de Emilio Boggio

 

 

         Nuestro idioma se nutre de un sinnúmero de interjecciones y expresiones, tanto propias como prestadas de otras lenguas. Entre las propias, encontramos el ajá, definida de la siguiente forma por la RAE: “interj. coloq. U. para denotar satisfacción, aprobación o sorpresa”.

         Esta expresión seguramente forma parte de tu vida cotidiana y es probable que la uses un centenar de veces en el día sin notarlo, incluso por Whatsapp.

         Sin embargo, vamos a hablar de una expresión un poco más compleja dentro de la venezolanidad: el pero ajá. El peroajá podría definirse en cuanto a su función como un reemplazo de todo lo que el receptor del mensaje podría sobreentender en un contexto dado. Les doy un ejemplo:

 

La clase comienza a las 5 de la mañana. Me podría levantar tempranito, pero ajá…

 

         Acá es donde entra ese místico universo de la interpretación de cada quien. Todo va a depender del previo conocimiento que tengan los interlocutores sobre cada uno, sus rutinas, sus comportamientos habituales, el contexto, y demás factores que podría seguir enumerando, pero ajá…

         Acá les dejo unas posibles interpretaciones del ejemplo: podríamos entender que el emisor es perezoso y no quiere despertar tempranito para asistir a esa clase a las 5 am. Podríamos pensar que, aunque podría levantarse, quizá no hay transporte público desde su casa para llegar a tiempo. Si la clase es online, entonces podríamos pensar que no se despertará a las 5 am porque se metería en problemas al despertar a otros miembros de su familia. O podría ser lo mismo que dijimos de primero; un tema de pereza, aunque sea una clase online.

         Como les dije, las interpretaciones estarán sujetas al contexto y al conocimiento previo que tengan los interlocutores. Lo que sí es indudable es que el pero ajá representa una complicidad entre los interlocutores y, a la vez, una contrariedad. Es decir, el ajá se nutre de la esencia del pero y la connotación termina siendo adversa a un enunciado o supuesto inicial, pero no se termina de decir el qué, haciéndole honor a la frase de “a buen entendedor, pocas palabras”.

 

alvdh27@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXVII / 15 de agosto del 2022

 

domingo, 31 de julio de 2022

Otherwise [CCCLXXXVI]

Edgardo Malaver

 

 

Feodor Chaliapin Jr. como Jorge de Burgos
en
El nombre de la rosa (1986)



 


         Acabo de hacer, esta mañana mismo, un descubrimiento que todavía no deja de asombrarme cada vez que me acuerdo mientras hago las cosas típicas del domingo. El entusiasmo que me crea este descubrimiento, sin embargo, no me lleva a pensar que haya sido yo el primero que se da cuenta de semejante hecho, y mucho menos que haya sido por mis propios medios, aunque ¿por qué otros medios podía ser? Lo que acabo de descubrir es que la palabra inglesa otherwise equivale en español, literalmente, a la expresión de otra guisa. Y la coincidencia no sólo es de sentido sino que también fonética e incluso etimológica. Lo único en que no coinciden es, aparentemente, en la frecuencia de uso.

         Una vez que uno conoce la palabra guisa en español, que no la enseñan en casa, y en la escuela, cuando la enseñan, es por accidente y se tardan, la expresión de otra guisa queda clara, si es que llega uno a oírla alguna vez. Y en inglés, por otro lado, es enormemente frecuente, pero a algunos extranjeros nos cuesta captar al primer intento el mecanismo por el cual llega a referirse, cuando actúa como adjetivo, a aquello que es diferente o inhabitual o, como adverbio, a lo que se hace o sucede de otra manera o de “la otra” manera, la contraria a la que estemos tratando. Y este último rasgo es el que salta a la vista cuando lo ponemos frente al espejo con la construcción española.

         Lo que hay que saber entonces es lo que significan los sustantivos wise y guisa, que a propósito he dejado hasta ahora. En sus mentes ustedes ya se respondieron que significan ‘modo’, ‘manera’, ¿no es cierto? El diccionario de la Academia agrega, en la primera acepción, ‘o semejanza de algo’. Pasa lo mismo en inglés. El Collins pone: ‘way, manner, fashion or respect’. Parece que se tradujeran uno a otro.

         Los oigo decir ahora: “Ay, pero eso está en desuso”. Sí, yo también me doy cuenta. Y los lexicógrafos. Los dos diccionarios los dicen, y quizá sea ahí donde está lo más sustancioso de este asunto: la Academia dice de guisa que en el pasado significaba ‘voluntad, gusto, antojo’ y, en tercera acepción, ‘clase o calidad’. Mientras tanto, el Collins marca el wise sustantivo (‘way of proceeding or considering’) como “archaic” y da ejemplos de construcciones, que yo sepa, muy poco frecuentes en la actualidad, como in any wise e in no wise. Corominas ubica la aparición de guisa en español en los años 1140 y Collins la de wise en inglés antes del 900.

         Sin embargo, esto de ninguna guisa es todo. Miremos hacia la lengua francesa y veremos que existe la palabra guise casi de la misma manera que en la española y digo casi únicamente porque en francés no está en desuso—. Tiene el mismísimo significado y se usa para expresar que uno va a hacer las cosas o a actuar de tal o cual manera: à ma guise, por ejemplo, habría sido la frase favorita de Frank Sinatra si hubiera crecido en Francia. Igualmente, anota el Larousse, puede emplearse para indicar un uso alternativo de cualquier cosa, como en la frase En guise de repas, on nous servit des sandwichs.

         En italiano, del que no diré casi nada para no pisar territorio mayormente desconocido —aún—, por lo que observo, pasa igual, y me llaman la atención dos detalles: que in guisa de (y sus variantes, que las tiene) es de uso más bien elevado y que también existe un otherwise italiano: in altra guisa. En portugués, territorio que he explorado mucho menos que el italiano, funciona de modo muy parecido al de los otros, y casi idéntico que en francés. (¡Ah! En francés puedo agregar que, aunque no existe el verbo guiser, sí existe déguiser, ‘disfrazarse’, o sea, vestirse en guisa diferente a la cotidiana.)

         Y más allá en el pasado, según los etimólogos que he podido consultar, particularmente Corominas, el origen de nuestra guisa hispana, ítala y lusa (la gala es guise) está, quién sabe cómo, en una antigua palabra germánica: wisa. El alemán de hoy en día tiene también su Weise, que, por lo que entiendo, equivale a manera, y además, existe, de guisa semejante a lo que hace el inglés, como sufijo para crear adverbios a partir de adjetivos: normalerweise, ‘normalmente’, o adjetivos a partir de sustantivos: kinderweise, ‘infantil’.

         Quién sabe cómo, quién sabe cuándo, quién sabe por cuál sinuoso camino, de labios de qué descalzo campesino, de qué violento soldado, de qué ilustrado poeta, vinieron desde mundos tan lejanos semejantes sonidos a los oídos de nuestros antepasados, que con tan perdurable anzuelo se colgaron de sus conciencias y con tan clara voz nos han alcanzado en el presente.

         Y detrás de todo esto, como el bibliotecario ciego de El nombre de la rosa, frotándose las manos de la imaginación al disfrutar de la telaraña verbal sobre la que nos ha hecho vivir y construir nuestro mundo durante tantos siglos, se nos revela el viejo latín, que no cesa de lanzar su polen a nuestro viento, que no cesa de esclarecernos, una vez y otra vez, generación tras generación, las formas visibles e invisibles que tiene la realidad.


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXVI / 31 de julio del 2022

  

miércoles, 8 de junio de 2022

Puerta abierta, justo peca [CCCLXXXV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

La Puerta de Brandenburgo, cerrada para justos y pecadores
desde 1961 hasta 1989



 

         Parece una máxima latina, que son siempre mínimas. Y quién sabe si proviene de aquellos tiempos. Es como si dijéramos ars longa, vita brevis o amor omnia vincit o memento mori. Puerta abierta, justo peca dice todo lo que quiere decir en cuatro palabras. Y se explica sola: si usted deja una puerta abierta, puede pasar cualquier cosa. En la demora está el peligro, diría don Quijote. Esta versión, que es la que yo aprendí en la infancia, tiene insinuaciones lujuriosas y todo: cualquiera que, por mí que intente ser decente, encuentra una puerta abierta, puede ceder a la tentación. Es lo que tienen los refranes: que pueden perder palabras, pero eso como que les aumenta el significado.

         En España tienen, según el Centro Virtual Cervantes, otra versión que hace implicaciones igualmente graves: en arca abierta, el justo peca. Parece referirse solamente a la tentación del dinero, pero da lo mismo: aunque a Dante le parezcan más degradantes los de la carne, pecado es pecado. Y en una segunda versión española que cambia arca por casa, todas las posibles faltas se reúnen bajo un mismo techo.

         Su forma compacta, su limitado número de sílabas, que la hacen concentradamente sabia y enormemente atractiva, termina siendo aplicable a cantidad de situaciones porque su brevedad le deja espacio a todo. Cuide usted los detalles, porque lo que puede perder es grande. Entre más pienso en ella, más me parece latina y, por eso, misteriosamente comprobada por la experiencia. No me cuesta nada imaginar al emperador Claudio, por ejemplo, dando órdenes para que se cierren todas las puertas en la noche, porque donde hay una puerta abierta, cualquiera derrama sangre.

         El Centro Virtual Cervantes pone que la expresión puerta abierta, justo peca se usa poco. Es verdad, nunca la oigo, a menos que yo mismo les responda con ella a mis hijas o a mis alumnos cuando una puerta, real o metafórica, que ha debido cerrarse ha quedado abierta. Me doy cuenta de repente de que, sin proponérmelo, estoy heredando a la generación que me sigue una frase que me llega de antepasados tan remotos que no los puedo recordar.

         Cierro los ojos y oigo con claridad estas palabas de labios de mi tía Teresa, que tantas veces tomaba la última palabra de lo que uno acababa de decir para comenzar a cantar o para recordar alguna expresión de su madre, mi bisabuela. Una tarde nos metimos todos en el carro, y antes de arrancar, mi primo Miguel, su hijo mayor, dijo: “Hay una puerta abierta”. Y ella entonces recitó por primera vez para mis oídos: “Puerta abierta, justo peca”. Y yo, que disfrutaba tanto escucharla hablar y cantar y contar y preguntarle y buscarle palabas en el diccionario, he guardado sus palabras hasta hoy para ponerlas, por fin, aquí.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXV / 8 de junio del 2022

 

lunes, 16 de mayo de 2022

Más bien que Gómez [CCCLXXXIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Francisco Herrera Luque, autor de En la casa
del pez que escupe el agua (1978)

 

 

 

         Si me pusiera en esta tarde de lunes, para homenajear a mi abuela, que hoy cumpliría 101 años de edad, a enumerar las expresiones graciosas, hermosas o sabias que decía cada día, se me acabaría la semana sin que hubiera hecho otra cosa que narrar y narrar sus historias. Ya me detengo bastante tiempo en ellas cuando hablo con mis hijas, con mis alumnos o con parientes que, inocentes, a veces pisan la trampa de recordarla conmigo.

         Una que recuerdo mucho, que, de hecho, utilizo todos los días cuando me saluda alguien conocido, es estar más bien que Gómez. Usted me llama por teléfono y me pregunta: “¿Cómo estás, Edgardo?”, y yo respondo, como impulsado por un resorte: “¿Yo? Yo estoy más bien que Gómez”. Comencé a escuchar y a repetir de mi abuela esta expresión hace mil años y fue hace bastante poco que me di cuenta de que no dice “mejor”, sino “más bien”, que algo tiene que significar.

         La mayoría de las personas a quienes les confío esta respuesta piensa que lo digo porque Gómez (Juan Vicente, 1857-1935) “está muerto y yo estoy vivo”, pero casi no tiene nada que ver con eso. Digo casi porque ciertamente, en la mentalidad popular, en la mente de todos, vivir es estar “más bien” que estar muerto, pero, si la pensamos un poco, esta expresión nos revela unas implicaciones políticas e históricas que no aparecen a primera vista.

         Nunca se me ocurrió preguntarle a mi abuela lo que significaba estar más bien que Gómez, pero sabemos que, al llegar al gobierno, incluso ya desde los tiempos en que no era más que la sombra de Cipriano Castro (1858-1924), a Gómez comenzó a irle muy bien. Pasó de ser un hacendado sin muchas pretensiones de una apartada provincia andina a ser el hombre más poderoso y acaudalado de Venezuela; Gómez tenía tanto poder que ni siquiera se sentía obligado (aunque sus muchas constituciones lo decían expresamente) a residir en la capital de la república para gobernar. La fortuna de Gómez, que según el historiador Ramón J. Velásquez (1916-2014) ascendía al final de su vida a 115.000.000 de bolívares, estaba diseminada por todo el territorio de Venezuela. Además, lo que se le antojaba a Gómez, como si hubiera nacido de un rey de la Edad Media, era ley irrefutable. O sea, no es difícil concluir que cuando el dictador estaba en la cúspide de su poder, que entre abril de 1910 y el día de su muerte en diciembre de 1935, fue todo el tiempo, nadie estaba mejor que él.

         En 1935, Juanita Lárez, mi abuela, era ya una muchacha grande. Sus mayores y el entorno de la familia, la gente en general, toda Venezuela, debía utilizar aquella expresión para significar ‘estar muy bien’, como hipérbole del bienestar que disfrutaba la persona cuya situación era insuperablemente mejor que la de todos los demás en todo el país. Ella probablemente la oyó decir desde su nacimiento, y la utilizó en su juventud, en los años en que yo era niño, durante mi adolescencia y más tarde, hasta que los sonidos abandonaron sus labios.

 

* * *

 

         Llega alguien a casa por la tarde y le pregunta a mi abuela:

         —¿Cómo te has sentido hoy, Juanita Lárez?

         Y ella, margariteñamente, contesta:

         —¿Yo? Yo estoy más bien que Gómez —y agrega después de un segundo, con picardía—: Jodío está aquel a quien yo le debo... porque este año no le puedo pagar.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIV / 16 de mayo del 2022

 

 

 

sábado, 23 de abril de 2022

Inteligencia artificial [CCCLXXXIII]

Luis Roberts

 


 

La siempre vigente advertencia de Orwell

 

  

         Hace unos días en el chat de la Escuela de Idiomas Modernos (EIM), se ha colado la preocupación del Observatorio Venezolano de Políticas Culturales (OVEPC) de la Unión Europea, a través del grupo de trabajo del Open Method of Coordination (OMC), de la propia EIM —espero— y de mí mismo como traductor, por la degradación social y económica del traductor, “...sino que, además, las herramientas digitales ofrecen ahora a todo el mundo el espejismo de tener la capacidad de traducir de una a, incluso, muchas lenguas”. La sencilla pregunta es: ¿puede la inteligencia artificial sustituir, léase eliminar, la profesión de traductor? En todas partes ya se encuentran aparatitos por menos de 100 dólares para viajar sin tener el problema de la lengua, pues el aparato te traduce lo que tú digas, o lo que te digan, desde y a cualquier idioma, vayas al Tibet o a la Ucrania anterior a la “putinada”, claro.

         ¿Pueden estos aparatos suplantar a un preparado intérprete en conferencias en la ONU, en la OPEP, en la OCDE? No. ¿Nunca? Por ahora. Se acaba de publicar en España un trabajo realizado por lingüistas con un inventario de miles de errores, no de traducción, sino gramaticales y sintácticos, en libros, periódicos, folletos, publicidad, incluso en páginas web gubernamentales, porque, debido, por un lado al paradigma de la “urgencia” de nuestro tiempo, y de ahorro de costes, por otro, la figura del corrector casi ha desaparecido de estos ámbitos, y lo peor es que el consumidor no reclama porque su nivel lingüístico es cada vez menor y, o no lo percibe, o no le importa. Recordemos el famoso reciente estudio de que en el Quijote hay más de 23.000 palabras del castellano, que un profesional cualificado apenas utiliza más de 3.000 y que un joven adolescente o ya no tanto, utiliza unas 700, incluyendo memes y groserías.

         En España ha surgido una nueva actividad para los buenos traductores: la “posedición”. Consiste, simplemente en darle un barniz decente, con tarifas más bajas, por supuesto, a las traducciones que tanto en el audiovisual como en otros campos se hacen con máquinas, con inteligencia artificial, con Google, con reconocimiento de voz, etc. El ya famoso historiador y profesor de la Universidad de Jerusalén Yuval Noah Harari, en su último libro 21 lecciones para el siglo XXI, se atreve a “pronosticar” las profesiones que desaparecerán en un futuro próximo; la primera es la de publicista, pues el algoritmo usurpa sus funciones, la segunda la del médico, pues ya existen robots con millones de datos en su memoria que ningún médico puede tener entre sus conocimientos y que pueden dar un diagnóstico mucho más preciso. Las enfermeras y enfermeros tardarán más tiempo en desaparecer porque son las que intuyen en la mirada del paciente cómo se siente y cómo hay que cuidarlo. Seamos pues las enfermeras del idioma, los “correctores” de las máquinas, los que demos belleza a nuestro idioma, los que lo cuidemos. Por ahí debería orientarse la nueva tendencia de la enseñanza de la traducción, por lo menos hasta que la inteligencia artificial nos alcance.

         ¿Pero la belleza no es un concepto subjetivo hasta en el idioma? Steven Weinberg, fallecido premio Nobel de Física, habla de la belleza de las teorías físicas, que son bellas por su simplicidad y su inevitabilidad, y a los curadores y críticos de arte que le reprocharon que no podía hablar de la belleza de unas teorías, Weinberg les contesta que tan subjetiva es la idea de la belleza de las teorías físicas como la de la belleza artística, y que el concepto de belleza no tiene nada que ver con el de la elegancia de las ecuaciones, como algunos confunden, pues, como dijo Einstein: “Dejemos la elegancia para los sastres”.

         Y a los que argumentan hoy que la inteligencia artificial nunca podrá suplir la belleza creada por el hombre, lingüística, o de otra índole, les propongo echar un vistazo al experimento que ha hecho el periodista científico español Kiko Llaneras con un programa de inteligencia artificial llamado Geniverse (geniverse.co) “pensada para aumentar tu creatividad”. Tú le dices qué quieres que pinte y el programa, la máquina, lo hace. Llaneras reconoce que lo que más le impresionó fue cuando le pidió al programa que le pintara un valle atravesado por un río, con búfalos alrededor y nubes multicolores. Aquí tienen la prueba. 




Cualquier crítico de arte de los de “¿cuánto hay pa eso?”, que los ha habido siempre, diría que un desconocido nuevo genio de la pintura estaba exponiendo su obra en la galería X. La inteligencia artificial ya está aquí y todos, traductores incluidos, tenemos que prepararnos para eso. Orwell ya no es política ficción, es una crónica de nuestros días.

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXIII / 23 de abril del 2022

Día del Libro y del Idioma


martes, 15 de marzo de 2022

Quiero un libro de Magdalena Seijas [CCCLXXXII]

Edgardo Malaver

 

 

Barquisimeto, como lo conoció Magdalena Seijas.
Foto cortesía de Luis Alberto Perozo

 

 

 

         La semana pasada, cuando mi amigo Sérvulo Uzcátegui volvió a las páginas de Ritos de Ilación, como casi siempre, con reflexiones literarias, se me antojó que yo debía hacer lo mismo. Y para que hubiera alguna diferenciación entre nosotros, pensé que si él hablaba de autores hiperconocidos como Teresa de la Parra y Julio Garmendia, yo iba a escoger alguno de tantos cuyos nombres nadie recuerda. Y fue así como, escarbando entre mis anotaciones, volví a dar con una mujer del siglo XIX que, a pesar de los obstáculos, se las arregló para dejarnos silenciosas evidencias impresas de su existencia.

         La escritora Magdalena Seijas, según Rafael Ángel Rivas y Gladys García Riera, nació en Barquisimeto un día que no ha quedado anotado, tan poco se sabe de ella. En alguna época, sin embargo, una calle de la ciudad ha llevado su nombre. Si usted desea ir del Instituto Universitario Jesús Obrero al restaurant La Flaca Fast Food, que está tres largas cuadras más allá en la calle 54, puede caminar hacia el este por la carrera 22-A, que antes de llamarse así, se llamó Magdalena Seijas. También existe un auditorio Magdalena Seijas en el Instituto Pedagógico de Barquisimeto.

         Seijas escribió al menos cinco novelas, según el diccionario de Rivas y García Riera: Aves sin nido (1903), Amor y fe (1904), Raquel (1905), Un rayo de sol (1907) y Flor de martirio (1920). En 1919, un año antes de su muerte, publicó también una obra epistolar titulada Aventuras de dos muñecas, título que insinúa al mismo tiempo narración y poesía. Como ensayista, publicó en 1902 Responsabilidad de las madres.

         No parece haber —debo seguir investigando— libros de cuentos de la autora, pero Rafael Fernando Seijas (1845-1902) incluye un cuento suyo en el célebre Primer libro venezolano de ciencias y bellas artes, de 1895. El cuento, a la vez breve y contundente, se titula “Cosas del tiempo”, y su protagonista, Consuelo, que de principio a fin del relato está sentada frente al espejo, aparece como un retrato la mentalidad que la época imprimía en las jóvenes y que las hacía incluso verse a sí mismas como meras imágenes superficialmente bellas, pero totalmente inútiles para otros fines, ni siquiera para el crecimiento de su propio ser interior.

         Seijas narra serenamente, describiendo a su personaje solamente en aquellos detalles que conciernen a su belleza física y el esmero que constantemente pone en acentuarla y hacerla visible y, con el paso de los años, en mantenerla a flote cubriendo las fallas, hasta que sufre la cruel derrota del tiempo y la decadencia natural de los cuerpos. Consuelo descubre, después de una vida de mirarse al espejo y esperar que su belleza atrajera a alguien, que todo ha sido un engaño y que ha perdido el tiempo. No le queda nada más que llorar, y también con esa sensación del fracaso más nítido se queda el lector, que se pone de su lado, pero no puede hacer nada por las mujeres del pasado. A pesar de esto, el relato, como toda obra de arte concebida con el ser humano en el norte, nos trae al presente para revelarnos su poder persuasivo y su imponderable belleza.

         Conocía este texto desde hace unos meses, pero hace unas tres semanas me tropecé con una nota de El Cojo Ilustrado resucitado por Twitter, donde ponían un texto firmado por Magdalena Seijas y aparecido en la revista en 1896. El texto, brevísimo y exquisito, se titula “El ideal”, y cabría perfectamente en lo que hoy llamamos prosa poética. José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), que con justa razón goza ahora de la fama de cultivar como un dios esta forma de hacer poesía, tiene que haber bebido, a pesar de ser más joven, de la misma fuente que Magdalena Seijas. Donde Ramos Sucre dice, en “Preludio” (1925):

 

El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor,

 

ya Seijas había dicho, en “El ideal” (1895):

 

Yo haré solitaria el viaje de la vida, pues sin ti todo me lastima, pero en las noches silenciosas, si oigo un arrullo que no es ni el gemir de la torcaz ni la queja del aura en la espesura, ¡creeré que es tu voz que remeda un nombre que no puedo descifrar!

 

Donde Ramos Sucre dice:

 

...de tal modo que este será el epitafio de nuestro idilio y nuestra existencia: pasaron como sonámbulos sobre la tierra maldita...,

 

Seijas ha dicho:

 

el hombre también perece cual la flor, y sólo quedan en el corazón huellas de recuerdos o sobre las tumbas epitafios que nadie lee...

 

         A estas alturas no puedo esconder que estoy sencillamente encantado con la desconocida Magdalena Seijas.

         Hace unas horas encontré una revista mexicana de 1902 en la que aparece una historia firmada por ella. Sé que es la misma de Barquisimeto porque comienza hablando del “caudaloso Santo Domingo”, que corre de Mérida a Barinas para unirse al río Apure. “La loca del cacaotal”, que tiene una prosa por momentos sencilla, por momentos profunda, pero siempre armoniosa, trata, como los otros dos cuentos, del amor, de la vida y de la vida ingrata de las mujeres en un mundo injusto. Zuna es una esclava de 19 años que ha decidido dejar de alimentarse para acabar con el sufrimiento de haber perdido a su hijo y de haber sido separada de su África natal, donde ostentaba el rango de princesa. Aunque su ama, Josefa, se empatiza con ella y le da comodidades para que recupere el deseo de vivir, Zuna enloquece y sólo llega a alcanzar la felicidad gracias a la muerte.

         A este ritmo, posiblemente para diciembre pueda armar un libro de cuentos dispersos de Magdalena Seijas. Necesito que pronto vuelvan a abrir las bibliotecas nacionales para ir a buscar las novelas. Si alguien del respetable público tiene noticias de alguno de los libros de esta joya larense y venezolana, qué bueno sería escucharlas. Quiero un libro de Magdalena Seijas.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXII / 14 de marzo del 2022

 

 

 

Otros artículos de Edgardo Malaver:

Plumas de gallina en la plaza

Ligeia, Annabel y otras mujeres de Poe

Traductores de lo intraducible

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Ochocientas velitas