lunes, 27 de marzo de 2017

Titivillus [CXLV]

Luis Roberts


 
Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos
y su familia (1486), de Diego de la Cruz.
Arriba, a la derecha, Titivilus


  
         Les voy a contar una historia poco conocida en nuestro gremio, la historia de Titivillus. En la Edad Media, en Europa, había tres clases sociales: los nobles, protectores; los siervos, agricultores y artesanos, y el clero que rezaba.
         Estos últimos, además de sus rezos, también eran agricultores, artesanos y copistas de libros. A veces también traductores. Con la aparición de las ciudades no episcopales en el siglo XII, surge la figura del philosophus, lo que hoy llamaríamos “intelectual”, que generalmente también pertenecía al clero. Sólo una ínfima minoría de clérigos y nobles era alfabeta, la generalidad de la población era analfabeta. El libro era más bien un patrimonio, un enser valioso del palacio o del monasterio, cuyo destino era adornar más que ser leído. El propio Carlomagno, tan pío él, vendía sus libros para hacer caridades. Todavía hoy en día muchos nuevos ricos compran libros para rellenar sus bibliotecas, fijándose en el color de las tapas, lujo de la encuadernación, tamaño, etc. Pues algo así era entonces.
         La imprenta aún no se había inventado y los monjes copistas pasaban la mayor parte de su tiempo, entre rezo y rezo, en el scriptorium del monasterio o la abadía, trabajando afanosamente en malas condiciones, con calor y frío y a la luz de mortecinas velas, algo que tan bien conocen hoy en gran parte de Venezuela. Lo importante no era el contenido de los libros sino la forma, la belleza del trazo, la perfección de la copia, la exacta medida del blanco para que el miniaturista incrustase su ilustración. Lo importante del contenido del libro que se copiaba era que se trataba de libros religiosos, evangelios, antiguos testamentos, libros de horas, ensayos de santo Tomás, Alberto Magno, san Anselmo, etc., que por el hecho de laborar para difundir, muy poco, eso sí, la palabra de Dios, merecían la exención de días, semanas, o años de purgatorio para estos piadosos monjes escribas. Algo parecido a lo que hoy sería una acumulación de millas en una línea aérea. Pero tal vez porque rezaban incluso mientras escribían, cometían errores; errores ortográficos, disléxicos, palabras saltadas, lo que hoy llamaríamos errores de “tipeo” o de “atención desenfocada”. Esos errores eran considerados pecados y no sólo se perdían los años de purgatorio redimidos, sino que aumentaban espectacularmente los años de condena purgatoria haciendo que los pobres monjes se estremeciesen de espanto pensando en el negro porvenir que les esperaba en la eternidad de corto plazo.
         Ni Newton ni Murphy habían aparecido todavía, pero las manzanas ya se caían de los manzanos y siempre aparecía un corrector listillo que detectaba el error y anatemizaba al tembloroso curilla. Puestos a buscar una explicación a la causa de esos errores que los condenaban a purgatorios sine die, como algunos retornos modernos, no tardaron en encontrarla: sólo un demonio podía darse a la labor de hacer purgar sus errores a tan piadosos monjes. Dicho y hecho. Se inventaron un nuevo demonio y lo llamaron Titivillus. A partir de entonces lucharían para que Titivillus no les arrastrase al purgatorio y quién sabe si incluso al infierno.
         Apareció la imprenta y con ella los errores tipográficos que Titivillus seguía propiciando. El mundo se ha ido haciendo cada vez más descreído y ya sólo aparecen los demonios en las películas de terror, pero no cabe duda de que Titivillus sigue haciendo de las suyas, no ya entre copistas y tipógrafos, sino incluso entre escritores, correctores y traductores. Hace ya algunos años, quien tiene potestad e infalibilidad para el caso, anunció que el Purgatorio no existía, que era, eso también, una metáfora, como si el sufrimiento de un trocito de eternidad fuese una figura retórica, o una figura de estilo. Reconozco que mi alma descarriada conoció un gran alivio, pues ni ella ni el cuerpo que la contiene están para muchas purgas.
         Pobres monjes medievales, la de soponcios que se habrían ahorrado. Curiosamente, y de forma casi simultánea ¡ojo!, no insinúo que lo uno tenga relación con lo otro, ¡Dios me libre! el Word de Microsoft incorpora su corrector y años después el Todopoderoso Gates firma un acuerdo con la Real Academia Española para, entre otras cosas, supervisar ortográfica y sintácticamente el corrector que corresponde al español internacional. Piensen, pues, que Titivillus les va a seguir acechando, tentando y llevando al error y que si ya no tienen un purgatorio para expiar sus culpas, los correctores seguirán pasando por un purgatorio al corregir sus trabajos y que, no es una amenaza del más allá sino de aquí mismo, la furia de un corrector frustrado puede ser infinitamente más incontrolable que la de un dios tonante.

luisroberts@gmail.com



Año V / N° CXLV / 27 de marzo del 2017

lunes, 20 de marzo de 2017

Tú sí eres jalamecate [CXLIV]

Andrea Villada


Donde hay pesca, hay jalamecates. Pampatar, 1970



         Hace ya unos cuatro años, estando en un hermoso hotel de Mochima, en el maravilloso estado Sucre, se me ocurrió levantarme temprano para poder observar el amanecer desde su mismísimo principio. No quería perderme ni un minuto, así que salí al balcón a las 5:00 de la mañana y noté con gran admiración y curiosidad que había ya tres hombres en el agua, tres lugareños practicando esnórquel con linternas en mano en busca de un buen banco de peces. Al lado del hotel, aquel incrustado en la montaña, había una pequeña casa rebelde que rompía la armonía del ambiente apareciendo malcriadamente en el único espacio arenoso que había en los alrededores.
         Al haber crecido en la caótica ciudad de Caracas y saber de pesca lo que sé de aeronáutica, no imaginaba el propósito de aquella tempranera búsqueda, pero, unas tres horas después, todo ocurrió de sopetón. Los gritos comenzaron desde el agua: “¡Ahora sí! ¡Rápido, rápido, rápido!”, y de la nada salieron seis hombres más en una pequeña lancha con una red tan grande que ellos apenas cabían en la corroída embarcación. ¡Yo estaba maravillada! De cuando en cuando, los hombres se sumergían para asegurarse de que los peces estuvieran dentro de aquella prisión de mecate que iban lanzando hasta formar un extenso óvalo que empezaba en la orilla de la pequeña playa y terminaba allí mismo. Sin embargo, lo que sin duda llamó más mi atención fue el hecho de ver cómo de aquella ínfima playa contigua salían unas tres docenas de personas para ayudar a recoger la red, jalando y jalando aquel pesado mecate para que, así, el patriarca del lugar les repartiera uno que otro pez. Entonces, de repente se me ocurrió: ¿será de esto que sale aquella famosa expresión que sirve para identificar a los aduladores?
         Cuando le comenté aquella idea a mi querido profesor Edgardo Malaver, él me hizo el favor de iluminarme con un poco de conocimiento sobre el origen náutico de algunas palabras, como verga, por ejemplo, y otras más que ahorita no logro recordar. De cualquier manera, para ayudarme a aclarar mi mente, el mismo profesor me envió un archivo con lo que el filólogo venezolano Ángel Rosenblat había investigado sobre este tema. Al parecer, la expresión no es para nada nueva y ya se usaba desde el siglo XIX, pero su origen dista mucho de estar claro. Lo que sí está claro es que los términos que la componen vienen del ámbito marítimo, pues los marineros tenían muchas sogas que jalar y todas eran de mecate. Sin embargo, la creencia popular es que jalamecate como sinónimo de adulador viene de la época de Bolívar, cuando los que deseaban congraciarse con él mecían su chinchorro, cuyos extremos son de mecate, mientras el Libertador tomaba su siesta. Lo curioso es, y a eso apunta Rosenblat, que nadie en los llanos llama a eso jalar mecate, más bien lo llaman echar una mecidita. Es por eso que esta teoría se ha ganado unos cuantos detractores y otras se barajan como candidatas, como el hecho de jalar el mecate de los baldes para sacar agua de los pozos, o el famoso juego de la cuerda en el que hay que jalar mecate para arrastrar a los que están del lado opuesto, o incluso jalar la cuerda de la campana para atraerla hacia sí.
         A mi parecer, y respetando la opinión de los expertos, ninguna de esas teorías son mutuamente excluyentes y, además, especialmente las que no incluyen al chinchorro de Bolívar, no me parecen del todo satisfactorias.
         De cualquier manera, al ver saltar desesperadamente al agua a uno de mis compañeros de viaje, llegar a nado hasta el único rincón arenoso que nos rodeaba, jalar aquella red repleta de peces y regresar con cuatro peces en mano entregados por el mandamás de aquel recóndito lugar, uno para cada uno de los que disfrutábamos de aquellas vacaciones juntos, no pude evitar decirle: “¡Hay que ver que tú sí eres jalamecate!”.

andrealvilladac@gmail.com






Año V / N° CXLIV / 20 de marzo del 2017

lunes, 13 de marzo de 2017

Buenas noches [CXLIII]

Edgardo Malaver



“Eres la virgen impoluta del silencio", pero... buenas noches.
Talgat Koshabaev y Alevtina Lapshina como Romeo y Julieta




         Nuestra compañera Ariadna Voulgaris escribió la semana pasada que buenas noches es la despedida formal que se emplea cuando, de noche, nos separamos de alguien. Y dice más. Dice que es lo que utiliza uno cotidianamente cuando decide irse a dormir y deja a la familia en la sala.
         Me siento muy incómodo con esa idea, que no es de Voulgaris sino de muchísimos hablantes. Y no es por que no esté de acuerdo, yo también lo habría dicho, sé que es cierto. Me siento incómodo con el hecho de que buenas noches pueda ser una despedida adecuada que decirles a las personas con quienes lo compartimos todo en la intimidad del hogar. Si es lo más formal que pueda utilizarse para despedirse, si es lo más propio para despedirse en el trabajo, en la escuela o en nuestro contacto con las autoridades, entonces, ¿cómo puedo sentirme a gusto diciéndoselo también a mi madre, a mis hermanos, a los que viven conmigo, a quienes me une el cariño? Y, más allá —o más adentro, según se vea—, ¡¿cómo puedo despedirme cada noche con semejante prosopopeya de la persona que duerme a mi lado en la misma cama?!
         Una vez que se acaba la noche, me pasa lo mismo. También me cuesta mucho —tanto que ya no me esfuerzo— saludar a los que comparten techo conmigo diciéndoles ese seco y distante saludo institucional, oficinesco, corporativo de buenos días. Gracias al cielo existe en Venezuela ese saludo a la vez social y espiritual que marca la relación que tenemos con nuestros mayores. Es como una falta ver a nuestra madre por primera vez en el día y decirle cualquier cosa que no sea “La bendición, mamá”. A mis hermanas las puedo pellizcar, gruñirles, alabar su incurable escasez de belleza, pero jamás y nunca voy a insultarlas diciéndoles: “Buenos días, vírgenes impolutas del silencio”.
         Sin embargo, a esa misma hora, un vecino me toca la puerta y no respondo ni acepto como respuesta nada que no sea buenos días. No comienzo una clase sin decir buenos días, aunque ya lleve un cuarto de hora conversando con los estudiantes, pero es precisamente en ese contexto, en ese escenario, donde cabe decir buenos días, más que Hola, más que ¿Qué tal, mi pana?, más que ¿Cómo amaneciste, mi corazón? A una clase en la universidad no va uno a hablar de sus intimidades (por más que la experiencia personal que tenga el profesor en todos los campos es material válido y pertinente para la situación didáctica), como si estuviera fregando los platos del día anterior aún en piyama y sin haberse peinado. No va uno a la alcaldía de su ciudad con la misma actitud con que entra en el baño de su casa. No se presenta nadie en un templo vestido como quien va a comprar frutas en el mercado. Las fórmulas lingüísticas de saludar y despedirse, ergo, también tienen que variar. Y me parece a mí (y, a diferencia de Voulgaris, no temo no tener la razón, porque hablo puramente de mi sensación) que buenos días, buenas tardes y buenas noches, que quedan tan bordadas en situaciones formales, en situaciones íntimas marean toda la música que oímos alrededor.
         La lengua no está extraditada de los sentimientos ni a la inversa. Otros hablantes sentirán como yo y darán señales similares a las mías. Y si no, siempre nos queda un último recurso a los lingüísticamente deformes: explicar (y explicarnos) el fenómeno como parte de nuestro idiolecto, el modo particular de hablar de cada quien, que, por más particular que sea, nunca lo será tanto como para no sumarse a la corriente de formas particulares de hablar que tejen un idioma.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLIII / 13 de marzo del 2017

lunes, 6 de marzo de 2017

Adiós [CXLII]

Ariadna Voulgaris


“Hasta la vista, baby”, parece expresar la mano de Terminator
al despedirse de John Connor antes de autodestruirse



         ¿Ustedes cómo se despiden? ¿Dicen adiós o hasta luego? ¿Dicen hasta luego o chao?
         Miles de personas en todo el mundo de habla española temen despedirse diciendo adiós porque creen que eso hará que sea la última vez que vean a su interlocutor. Yo me pregunto si esta palabra será así de mágica o si es superstición o prurito de la gente.
         Cierto que uno siente que puede faltar menos tiempo para volver a verse cuando utiliza hasta luego, hasta la vista y otras. Adiós, de verdad, tiene un halo más definitivo, pero, por su origen, puede ser lo mejor que nos lleguemos a decir cuando nos despedimos. Mi diccionario de etimología dice que adiós proviene de la expresión a Dios te encomiendo, a Dios encomiendo tu alma (o tu vida, tu destino).
         No es extraño que se hiciera toda aquella prosopopeya en la antigüedad, cuando las comunicaciones de larga distancia eran casi inexistentes y al irse uno de viaje, no había manera, que no fuera la fe, de imaginar siquiera cuándo volveríamos a ver a la familia y a los amigos. Ni ellos a uno.
         También solía usarse, como lo ha hecho hace poquito Joaquín Sabina, con Dios, que es algo así como apócope de con Dios te dejo, con Dios vayas, con Dios quedes. Tiene que haber sido, digo yo sin pretensiones de tener la razón, la mayor posibilidad (o a lo menos la expectativa) de volverse a ver, que debe haber venido con la Revolución Industrial, o paulatinamente después de ella, que se empezó a sentir que era mejor usar esas otras variantes, como el curioso chao o el refinado buenas tardes.
         Veamos algunas de las despedidas más frecuentes:

Hasta luego. Es como informal, cercano, amistoso. No hace falta ser muy adulto ni muy joven para usarlo
Buenos días, tardes, noches. Es quizá lo más formal que pueda emplearse para despedirse en el trabajo, en oficinas del Estado, en el lugar donde uno estudia. Sin embargo, es tan común que uno suele utilizarlo cuando, en la noche, se va a dormir y deja a la familia, o parte de ella, instalada frente al televisor.
Chao. Todo el mundo les va a decir que nos lo han regalado los italianos. Sin embargo, como en italiano se utiliza también para saludarse al encontrarse, yo que ustedes investigaría más esta etimología.
Nos vemos. Quizá sea el que indica la mayor expectativa de reencontrarse pronto. Nos vemos más tarde, pronto, después.
Hasta la vista. Igual que el anterior, pero en este caso se siente que, por más que se crea que será pronto, no se sabe cuándo volveremos a vernos. ¿Se acuerdan del robot personificado por Arnold Schwarzenegger en Terminator, a quien John Connor enseña a decir: “Hasta la vista, baby”?
OK. Aunque no siempre se escribe así porque es una imitación del inglés, es la despedida más informal que puede pensarse, porque, como ya saben, es equivalente a ‘estamos de acuerdo’.
Dale. No lo usen. Es que no tiene mucho sentido. Parece provenir del vocabulario hamponil.

         Ya está bien. Aunque despedirse a veces es difícil y aunque entre nos no sea verdad, como dice Sabina, “para decir con Dios, a [nosotros] nos sobran los motivos”.

ariadnavoulgaris@gmail.com




Año V / N° CXLII / 6 de marzo del 2017

lunes, 27 de febrero de 2017

Picnic [CXLI]

Edgardo Malaver


 
El picnic (1846), obra de Thomas Cole,
albergada en el Museo de Brooklin



         Uno escucha un día que la palabra picnic, por lo menos en Estados Unidos, es delicada para algunas comunidades y uno pregunta por qué, y le responden: “Porque significa ‘capturar negros’, pick niggers, es mejor no usarla”. Y, aunque siempre pareció extraño que no se escribiera pick nick, parece razonable, se ve creíble. Y sigue sonando la idea, y entonces uno estudia inglés y ya no hace falta que le traduzcan la dichosa palabra, ni hacia el español ni hacia el inglés. Pero un día se le ocurre a uno, como Ritos nació en un picnic en el 2013, que sería magnífico celebrar el cuarto aniversario escudriñando en la biografía de esta palabra. Y descubre así que el razonamiento aquel era pura falacia, nacida quizá del fanatismo de algún grupo o del remordimiento de otro.
         El primer descubrimiento es que picnic, incluso en inglés, proviene del francés —no del inglés mismo—, pero no de cualquier época: del siglo XIII, según el Diccionario histórico de la lengua francesa de Robert. (Es importante la fecha porque en ese siglo no existía lo que en este momento se llama Estados Unidos.) En francés, el nombre está compuesto por el verbo piquer (‘picar’, ‘pinchar’) en tercera persona singular del indicativo (pique) y el sustantivo nique, que equivale a ‘cosa de muy poco valor’. Es bien sabido que en un picnic cada quien trae alguna comida sencilla que suele consumirse en su totalidad durante la reunión.
         Por alguna razón, que habrá que investigar más adelante, la palabra adoptó en inglés una ortografía que parece más típica del español, y parece que siempre se ha escrito así en inglés. Dice también en el Robert histórico que existen documentos escritos en Inglaterra en el siglo XVIII que ya traen la palabra picnic, aunque el Merrian-Webster dice que apareció en 1826.
         No deja de ser cierto que miles de esclavos americanos murieron linchados, colgados e incluso quemados vivos mientras grupos de hacendados blancos (hombres y mujeres, niños y ancianos, civiles y militares, autoridades y aristócratas de a pie) disfrutaban de sandwiches, tocino, galletas, frutas, quesos y vino. No deja de ser cierto, triste y vergonzoso, pero no es ese el origen del nombre.
         En español, por su lado, existe una palabra que pareciera ser la traducción perfecta de picnic: jira. (Sí, con jota; sí, como jirón, ¿el pedazo de tela en que uno se sienta?) El diccionario de la Academia define jira como ‘banquete o merienda, especialmente campestres, entre amigos, con regocijo y bulla’. La Academia y Fundéu recomiendan escribir pícnic. En Venezuela no le ponemos ni le pronunciamos la tilde.
         En febrero del 2013, un grupo de amigos de la Escuela de Idiomas fuimos a un picnic en el Parque del Este de Caracas y llevábamos todo lo pertinente para cantar cumpleaños. Perseguimos lo que siempre perseguimos: palabras, pero ese día sólo cazamos a Ritos. Y aquí lo tienen.

emalaver@gmail.com





Año V / N° CXLI / 27 de febrero del 2017
EDICIÓN DEL CUARTO ANIVERSARIO



sábado, 25 de febrero de 2017

Lágrimas de cocodrilo [CXL]

Edgardo Malaver



Hoy cumple Ritos de Ilación cuatro años. 
Para celebrarlo, regresamos de nuestro involuntario receso de cinco lunes, esperando 
que aún se acuerden de nosotros los amigos 
que nos han acompañado hasta ahora. 
Gracias por la fidelidad.



Esta especie de cocodrilo habita sólo en el Orinoco, entre 
Colombia y Venezuela (foto: Colombia Magia Salvaje)



         Cualquiera diría que exageramos cuando decimos que alguien se ríe como una hiena; pero cuando uno es fanático de los documentales sobre el reino animal, termina tropezándose con alguno en que las hienas, realmente, a pesar de que parezca una metáfora, en lugar de ladrar, maullar o rugir... se ríen.
         Bueno, eso es lo que parece. Si los loros parecen hablar, las hienas parecen reírse. Ha de ser su manera de comunicarse. Pasan la vida mordiéndose entre sí, pero siempre en medio de risas. Pasa algo similar en otras especies. Los gallos y los canarios, para nuestro bien, cantan y las serpientes silban. Los diccionarios dicen incluso que las liebres zapatean. Las ballenas, tan poéticas, también cantan. ¿Los animales de veras se comportan de manera tan típicamente humana? Pues más bien no. Somos nosotros —o más precisamente la lengua— quienes les atribuimos semejante conducta. Sus sonidos nos recuerdan los nuestros y los nombramos con palabras que ya hemos creado antes. La metonimia es como la línea recta.
         ¿Hay otros sonidos familiares que emitan los animales? Quizá no sean muchos; lo que hacen los leones y los tigres es rugir, lo que hacen los búhos es ulular; las abejas zumban y las cabras balan. No parecen cosas de gente humana. Sin embargo, cuando un ser humano grita mucho y muy alto, en la lengua también se invierte el sentido del acto de nombrar y se dice que chilla, como los monos. Los osos gruñen —algunos conductores de autobús también—, las cigarras chirrían —como algunas cantantes de ópera— y los becerros berrean —cosa que es común decir de nuestros bebés.
         Hay también animales cuyos sonidos conocemos bien, pero pueden expresarse con unos verbos bastante curiosos. Las ranas, por ejemplo, croan, sí, pero también groan y charlean. Hemos oído que los caballos relinchan, pero también bufan y aun rebufan, y que los burros roznan y ornean, además de su conocido rebuznar. Las vacas y los bueyes mugen y a veces remudian e incluso braman. ¿Y los elefantes, que sí que no son frecuentes en nuestros espacios? Los monótonos elefantes simplemente barritan —a veces berrean—, pero los polifónicos jabalíes arrúan, rebudian y guarrean. Y nada como los cuervos, que graznan, crascitan, urajean, croajan y voznan. ¡Uy, uy, uy...!
         Así llegamos a los cocodrilos, que, como seguramente ayer los dinosaurios y hoy las iguanas, no cierran los ojos ni para dormir, de vez en cuando segregan un líquido que les lubrica la membrana ocular. Los restos de esa sustancia al caer son lo que llamamos “lágrimas de cocodrilo”, que como no son lágrimas de tristeza ni dolor, desde antiguo han sido consideradas falsas o interesadas. Y quizá por ese detalle fisiológico del Crocodylidae, el sonido que produce es el llamado llanto. Sí, así como las panteras himplan y las perdices titean, castañetean y ajean, los cocodrilos lloran.
         Los sonidos de la naturaleza nos llevan de la risa al llanto con una facilidad sólo explicable mediante las metáforas que nuestra mente concibe para entender el mundo y sus cosas. Si pudieran tomarse la hiena y el cocodrilo como extremos plausibles, todo lo que está en medio, más que representar la identidad de cada especie, nos daría resonancias de la visión que tiene cada pueblo de cómo es el mundo y de cómo es su mundo. Si un animal ríe o llora, e incluso si hace algo tan intrigante como gluglutear o marramizar, depende siempre de cómo somos nosotros y, más que eso, de cómo es nuestra lengua.

emalaver@gmail.com






Año V / N° CXL / 25 de febrero del 2017

lunes, 16 de enero de 2017

Mi primo es mi tío [CXXXIX]

Edgardo Malaver


 
Retrato anónimo de John Donne, cerca de 1595



          “¿Quién es tu hermano? Tu vecino más cercano”, decía con frecuencia mi abuela. Un momento... ¿mi abuela? Es la madre de mi madre. Sí, es mi abuela. El vecino, por más cercano que sea, no es de mi familia... ¿O sí lo es?

         No, pero existen parentescos que, al menos en Venezuela, no llamamos igual que en otros países. La de primos y tíos, por ejemplo, es una relación cuyo concepto aquí sufre una variación bastante curiosa con respecto a la utilizada por otros hablantes del español, que, sí, está bien, son la mayoría.
         Hasta donde llegan mi vista y mi oído, en el español que se habla en Venezuela, en general, un tío es exclusivamente un hermano de nuestro padre o de nuestra madre. Según el diccionario, sin embargo, es un hermano o un primo de nuestro padre o de nuestra madre. Es así en los tres países de habla española que he visitado, y la de controversias y confusiones que despierta esa diferencia en conversaciones entre personas aficionadas a la genealogía... o que simplemente cultivan un intenso amor por sus antepasados.
         Quizá sea de esa definición que provenga el amplio uso que se hace en Venezuela del término primo hermano, aunque ninguno sepamos explicarnos por qué no es suficiente con decir primo. En esos otros países los primos hermanos son los primos en primer grado, los hijos de nuestros tíos, porque nuestros tíos son hermanos entre sí, mientras que los primos a secas lo son en segundo grado (primos segundos), es decir, el parentesco que une a los hijos de dos que son primos hermanos. También debe ser por esa razón que conservamos tío abuelo o bistío, porque en la nomenclatura regular de los parentescos, que incluso es un asunto legal, existe una diferencia sustancial entre un tío que es hermano de mi padre y otro que lo es de mi abuelo. En Venezuela llamamos igualmente tía a la hermana de nuestra madre y a la de nuestra abuela. Simplemente tía.
         Tampoco es muy común en Venezuela —y aquí espero con fe que alguien me contradiga— la costumbre de adoptar como tíos, sobrinos, etc., a los hermanos, primos, etc., de la esposa de un tío nuestro. Me doy cuenta, al decir esto, de que la viuda de mi tío Luis Eduardo, Amanda, siempre ha sido para mí la esposa de mi tío y, después de 40 años en la familia, quizá sea tarde ya para comenzar a llamarla tía. Y mi primo José resulta que en realidad tendría que ser mi tío, porque es primo hermano de mi madre, es decir, hijo de una hermana de mi abuela materna. (Ahora que él ha bautizado a una de mis hijas, ¿tendré el deber —o quizá el derecho— a convertirme en su sobrino? Siento que sería un descenso en el rango.)
         En Venezuela en realidad, aunque en lo que atañe a los lazos familiares parezca que tenemos más cuidado acerca de a quién considerar tío y a quién primo, uno puede llamar primo o tío a cualquiera que vaya pasando por la calle, en un intento de ganarse su confianza o su compasión. Un día en Puerto La Cruz, cuando yo aún no había cumplido 20 años, un mendigo de unos 70 me dijo: “Dame un bolívar, mi tío, por caridad”.
         Pueden ser señales que nos da la lengua para que entendamos que, para traducir arbitrariamente a John Donne (1572-1631), no hay hombre que sea una isla, siempre hay algún vínculo, con otras familias, con otras palabras, con otros mundos. Todos los nombres nombran y en las diferencias está la riqueza.

emalaver@gmail.com





Año IV / N° CXXXIX / 16 de enero del 2017

lunes, 9 de enero de 2017

We will come back [CXXXVIII]

Edgardo Malaver



Gallegos en sus años mozos, recién casado
con doña Teotiste Arocha


 

         Los presidentes de Venezuela son ideales para legar a las futuras generaciones frases llamativas, expresiones memorables, refranes, retruécanos, gritos de guerra, hasta conjuros para atraer fanáticos. Eleazar López Contreras (1883-1973), el primer militar venezolano que lo fue hasta el día en que se convirtió en presidente, imprimió en nuestra memoria lo que parecía ser su lema en medio del confuso susto que produjo la muerte de Juan Vicente Gómez (1857-1935): “Calma y cordura”. José Antonio Páez (1790-1873) no dijo su frase más notable como presidente, sino como soldado, pero su “¡Vuelvan caras!” trocó en victoria una matanza desoladora. En la madrugada del 23 de enero de 1958, acorralado por los militares sublevados, Marcos Pérez Jiménez (1914-2001) les dijo a sus más cercanos colaboradores: “Mejor vámonos, el pescuezo no retoña”.
         La llegada de la radio hace 90 años y luego la de la televisión en los años 50 proporcionaron una forma casi inalterable, pero sobre todo rápida y sencilla, de dejar registrados estos acontecimientos lingüísticos que en muchas ocasiones han contribuido a la unidad de los venezolanos... y en unas pocas, a destruirla.
         En 1978, cuando después de dos períodos presidenciales en el poder, Acción Democrática perdió las elecciones, los periodistas abordaron a Rómulo Betancourt (1908-81) en busca de las impresiones del patriarca del partido. Él les respondió: “Les voy a decir lo que dirían los amigos americanos: we will come back”. A partir de ese momento, todos, todos, todos los venezolanos, en todas las situaciones posibles e imaginables, respondían a todo y a todos: “We will come back”. Una generación más tarde, ya nadie utilizaba la expresión, pero su presencia en el habla cotidiana venezolana fue mil veces más que omnipresente.
         Hoy en la mañana, el presidente de Venezuela, conocedor de la decisión que estaba a punto de tomar la oposición en el parlamento, bromeaba diciendo: “No sé si todavía soy presidente”. Tiene toda la sonoridad de una de esas frases que se incorporan, por lo menos largo tiempo, al habla popular (y sobre todo al humor popular) hasta que llega alguna otra que la desplaza con renovada gracia... o falta de ella. En el futuro, si esta frase trasciende, seguramente nuestros nietos se preguntarán cómo era posible que el presidente no supiera si seguía siéndolo... o que bromeara al respecto. Sin duda, no es una situación regular. Y es quizá eso lo que distingue a estas afirmaciones asociadas al poder: que nacen de una situación bastante irregular. En la democracia, por lo menos aquellas en que están más o menos derechas las cosas, se sabe con toda claridad hasta cuándo será presidente el presidente.
         En situaciones irregulares, indeseables, desventajosas estaban también López Contreras, Páez y Pérez Jiménez. Y también Betancourt. Simón Bolívar (1783-1830), el día del terremoto de 1812, también estuvo en medio de una circunstancia harto adversa que él terminó revirtiendo a su favor. ¿Y qué frase histórica hemos citado los venezolanos más que “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”?
         Por ahora (¿quién recuerda este embrujo de frase?), no existe calma ni cordura en Venezuela, y su lengua lo manifiesta como acostumbra hacerlo según el estado de la historia: crispándose, violentando al interlocutor, cercándose para no compartir nada con nadie. La lengua bien puede, digamos para imitar a Luis Herrera Campíns (1925-2007), hipotecarnos los demás sectores del espíritu. Por eso la lengua, como el petróleo, bien podría sembrarse, como diría Arturo Úslar Pietri (1906-2001), que nunca fue presidente pero fue candidato. El habla de los presidentes bien podría influir en el desarrollo de todos los demás ciudadanos. No sé qué habría que hacer para lograrlo, pero, como diría Rómulo Gallegos (1884-1967), “un día será”.

emalaver@gmail.com





Año IV / N° CXXXVIII / 9 de enero del 2017

lunes, 2 de enero de 2017

Perú (III) [CXXXVII]

Edgardo Malaver


Estampilla cubana conmemorativa 
de los 450 años del Descubrimiento 
de América



         La expresión del presente adquiere diversas formas en cada lengua y, dentro de cada una, en diferentes lugares. Normalmente es expresado por el verbo, pero hay otras formas de señalarlo, la más frecuente mediante adverbios. Sin embargo, existen también idiomas en los que se lo deja implícito, es decir, una oración sin marcas de tiempo se interpretará siempre en presente.
         En español, regularmente, acompañando o no el presente del verbo, encontramos los adverbios o construcciones adverbiales. Decimos: “Está lloviendo ahora”, pero también “Está lloviendo en este preciso instante”. Nuestro presente puede ser inmediato, el del momento exacto de la enunciación, o más amplio, cuando se refiere a una época de años, décadas o incluso siglos. El contexto nos da las claves. Podemos oír decir: “Hoy es sábado”, porque el día anterior ha sido viernes; pero también “Hoy las mujeres tienen derecho al voto” porque hace 50, 100, 120 años no era así.
         El adverbio hoy, justamente, es tan versátil que en ocasiones nos vemos obligados a combinarlo con algún otro o con algún sustantivo o sintagma para lograr la precisión que intentamos imprimir a nuestra comunicación. Por ejemplo, “Hoy en día no existen ya los caballeros andantes”. Nuestros oyentes nunca pensarán que la semana pasada —a pesar de la buena falta que hace— andaba Amadís de Gaula por la Gran Manzana auxiliando doncellas desamparadas. En muchos lugares hoy en día es intercambiable por hoy día.
         No es así en Perú. Aunque también se oye en Chile, en Perú hoy día significa exclusivamente ‘el día de hoy’, ‘dentro de las presentes 24 horas en que estamos viviendo’. Quizá sea más sencillo reconocer a un hablante del español de Perú por el uso de esta construcción que por cualquier otro rasgo de su habla, sea cual sea su nivel educativo o su oficio, dentro o fuera de su país.
         Desde hace años, se me ha antojado —o, como diría don Quijote, tengo para mí— que los peruanos podrían haber heredado esa expresión de Bartolomé de las Casas (1474-1566). Es una impresión más literaria que científica que me despertó un día en clase la lectura de su Brevísima relación de la destruición de las Indias, de 1552. Por arriesgada que sea esta afirmación, Fray Bartolomé utiliza a menudo una expresión con la que se siente que hace un esfuerzo por precisar que se refiere al momento en que escribe, en oposición a la vaguedad temporal que implican expresiones como actualmente, hoy en día o incluso el sencillo hoy.
         Dice, por ejemplo, “Desde que entraron en [esta] tierra hasta hoy, [...] han embiado muchos navios cargados, é llenos de Indios por la mar á vender a Santa Marta [...], é hoy en este dia los envian” (De las Casas, 1815, 123). Hoy en este día. ¿Será esta la expresión, que no debe haber sido creada por Fray Bartolomé, el antecedente del aparentemente peruano hoy día? Lo sea o no, el esfuerzo por fijar su ‘momento actual’ es evidente. En otros pasajes da hasta tres indicaciones de presente inmediato en la misma oración: “Y otra cosa no han hecho de quarenta años á esta parte, hasta hoy, e hoy en este día lo hacen” (p. 4). Que no quede duda: es hoy, no ayer ni mañana.
         Quién sabe si estoy exagerando con mis intuiciones, pero lo cierto es que cada pueblo se las arregla para expresar, de un modo u otro, en una geografía u otra y a lo largo del tiempo, todo lo que la realidad le ofrece. Y quizá no estemos conscientes de ello, pero el pasado es la principal influencia del presente. Por lo menos en el español de Perú es así hoy día.

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Bibliografía
De las Casas, B. (1815). Brevísima relación de la destruición de las Indias. Lima: COFIDE-Universidad de San Marcos.





Año IV / N° CXXXVII / 2 de enero del 2017

lunes, 26 de diciembre de 2016

Perú (II) [CXXXVI]

Edgardo Malaver


Pizarro Going to Peru (1878), de Constantino Brumidi,
en el Capitolio de Washington



         A los niños siempre nos llama la atención que la lengua, que a nuestro juicio debería ser uniforme y regular, sea tan caprichosa y zigzagueante. A uno le enseñan en la escuela (o comienza a oír en casa) nombres como Francia, Colombia, Nigeria, y de repente comienza también a escuchar que algunas personas, de la nada, dicen “la India”, “los Países Bajos”, “el Perú”. ¿Por qué le sacuden a uno el mundo de esa manera?
         Más tarde descubre uno que no todos esos nombres que parecen requerir el artículo lo necesitan de verdad. Perú, por ejemplo, puede funcionar con artículo y sin él. Y después se descubre que algunos de estos nombres sólo en los lugares así nombrados tienen el artículo siempre. Perú, por ejemplo. En Venezuela no es frecuente, ni remotamente, que los hablantes digan “el Perú”, pero en Perú, no hay nadie, excepto los extranjeros, que diga nunca solamente, así, con desamparo, “Perú”.
         Este uso, por lo menos en el país de los incas, de ninguna manera es nuevo. En 1526, en su segundo viaje, Francisco Pizarro convenció a 13 de sus hombres de quedarse con él en la Isla del Gallo, en lugar de obedecer la orden de regresar que le enviaba el gobernador de Panamá, trazando con la espada una raya en el suelo, señalando al sur y diciéndoles: “Por aquí se va al Perú a ser ricos, por aquí se va a Panamá a ser pobres. Escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere” (Lorente, 2005, 107). Se decía así en tiempos fundacionales y así se dice ahora.
         Parece que pasa lo mismo en Argentina y en Ecuador. Hasta donde ha llegado mi oído, los ciudadanos de estos países sólo dicen, respectivamente “la Argentina” y “el Ecuador”. Yendo por ese camino, me percato de que América del Sur es como un manantial de lugares que tienen nombres a los que a veces les toca aparecer con artículo y otras sin él. Incluso existe una “regla” al respecto, en la que el uso del artículo “es natural” cuando el país lo lleva en su nombre oficial: República del Ecuador, República del Paraguay, República del Perú, República Federativa del Brasil, República Oriental del Uruguay. Curiosamente, el nombre oficial de Argentina es República Argentina. El Salvador, que no es sudamericano, no entra en el grupo porque el artículo forma parte del nombre en todos los casos.
         Estas “sacudidas” pueden contrariarnos un poco cuando comenzamos a aprender español, como nativos o como extranjero, pero no representan problema alguno para la lengua misma. Pizarro desobedeció aquella orden y a cambio consiguió la autorización del rey para conquistar Perú, es decir, para encontrar inmensa cantidad de riquezas. De igual modo, la lengua gana en matices, es decir, en riqueza, cuando en unos lugares se observa fielmente la “norma” y en otros lugares, a veces se hace lo mismo, y otras, otra cosa.

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Bibliografía
Lorente, S. (2005). Escritos fundamentales para la historia peruana. Lima: COFIDE-Universidad de San Marcos.





Año IV / N° CXXXVI / 26 de diciembre del 2016

lunes, 19 de diciembre de 2016

Hayaca [CXXXV]

Edgardo Malaver


De la página 643 de la 15ª edición
del diccionario de la Academia (1925)



         Una vez, en el año 2000, trabajando como corrector en una revista, hice una travesura. En la edición de diciembre se me estaba escapando un error inmenso en un reportaje sobre las comidas venezolanas de Navidad. La palabra hayaca aparecía en casi todos los párrafos y yo no me daba cuenta. Un minuto antes de devolver el material al jefe de redacción, mi ángel de la guarda se apoderó del control de mis ojos e hizo que mi vista cayera sobre la dichosa palabra que se agazapaba sobre el papel entre las demás, que, cómplices, la escondían.
         Me devolví, me senté de nuevo en mi escritorio y cogí el diccionario, dominado por una pregunta, más que por una duda: “¿Por qué Álvaro Melgarejo, el periodista más correcto del estado, habrá escrito hallaca con ye?”. Y el diccionario, mirándome con los ojos de mi madre cuando me increpa: “¡¿Esa es la educación que yo te he dado?!”, me respondió: “Pastel de harina de maíz relleno con pescado, carne en pedazos pequeños u otros ingredientes, que, envuelto en hojas de plátano, se hace en Venezuela, especialmente en Navidad”. O sea, Melgarejo, como siempre, sabía lo que estaba haciendo.
         Qué tentación. Si un día, en el Sol de Margarita, había despertado el escándalo de todos al poner tilde a la mayúscula inicial del apellido del gobernador, lo cual estaba respaldado por las reglas del español, ¿qué destino me esperaba si dejaba, en apariencia, mal escrita una palabra tan importante en diciembre en toda Venezuela? Pero qué delicioso iba a ser ponerle el diccionario en la cara al director cuando viniera a reclamar que yo había dejado escapar un error de aquel tamaño (que para mí se había reducido inmensamente al pasar por la conciencia de Melgarejo). Iba a ser placentero demostrarles a todos en aquella revista que nadie corregía a los correctores, excepto cuando eran los redactores quienes se equivocaban. Qué tentación.
         Además, había sostenido con Melgarejo conversaciones sobre la manía de la gente de creer que la Academia tiene siempre la última palabra y, a pesar de ello, no hacerle caso nunca. Todo desembocaba siempre en la idea de que nadie se fija en cómo se escriben las palabras... en los medios de comunicación, se entiende. Así que aflojé mi resistencia y me dejé tentar por el diablito de la travesura. No corregí el “error” y entregué la que aquella tarde fue la última prueba que debía leer.
         (Ahora que Internet lo permite, he descubierto que la palabra hayaca, aunque con una definición más amplia, ha estado en el diccionario desde 1925, que desde el 2001 aparece al mismo tiempo como cubanismo y venezolanismo y que en este último caso tiene, como ortografía alternativa, hallaca.)
         En la noche, según me contaron, llegó Melgarejo a la redacción y preguntó por mí. Y todos les respondieron que ya había terminado mi turno. La tarde siguiente fui yo quien preguntó por él. Y me respondieron que había salido a una rueda de prensa del gobernador. Cuando llegué a mi escritorio encontré una nota con su letra que decía: “Ganamos una. Buen trabajo, muchacho”. Nadie más dijo nada.

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Año IV / N° CXXXV / 19 de diciembre del 2016

lunes, 12 de diciembre de 2016

Perú [CXXXIV]

Edgardo Malaver


Núñez de Balboa descubre el océano,
de Tancredi Scarpelli (1866-1937)



         La de veces que sucede que uno cree que se está entendiendo con los demás, y resulta que está entendiendo algo radicalmente diferente. Y como les pasa lo mismo a ellos, todo queda bien, todos nos quedamos con nuestra equivocada versión correcta de las cosas y no nos lanzamos golpes, pero en realidad no nos hemos entendido. Ha sucedido incluso con los orígenes de los nombres de algunos países.
         El Inca Garcilaso de la Vega cuenta, en su célebre libro Comentarios reales, de 1609, que el nombre Perú no existía en la lengua de los indios del lugar, lo crearon los españoles. Poco después de 1513, Vasco Núñez de Balboa (1475-1519), que en ese año se había convertido en el primer europeo en encontrar el Océano Pacífico por su costa oriental, se fue a averiguar también cómo se llamaba aquella tierra que ahora era suya. Desde uno de los cuatro barcos que mandó construir para ello, sus hombres vieron a un indio que pescaba en la desembocadura de un río y lo atraparon para que les informara lo que deseaban saber. Le preguntaron: “¿Qué tierra es esta y cómo se llama?”. El indio entendió que le preguntaban su nombre y lo dijo: “Berú”. Ellos siguieron haciéndole señas y el indio creyó que le preguntaban dónde lo habían encontrado y respondió: “Pelú”, palabra con la que en su lengua se llamaba al río. Desde aquel momento, “que fue el año de mil y quinientos y quince, o diez y seis, llamaron Perú aquel riquísimo y grande imperio, corrompiendo ambos nombres, como corrompen los españoles casi todos los vocablos que toman del lenguaje de los indios de aquella tierra”, nos confía el poeta.
         El mismo Inca Garcilaso, en su Florida del Inca, de 1605, relata casi la misma historia sobre el origen de Yucatán. Y en Margarita Jesús Manuel Subero (¿o habrá sido Ángel Félix Gómez?) explica exactamente así la aparición del nombre Paraguachí en castellano. Ya no lo llamaríamos corrupción, pero son ejemplos suficientes para pensar que debe haber pasado en toda América... o dondequiera que un pueblo ha ido a conquistar a otro.
         La de historias nacionales que provienen de un “error” de esta naturaleza. Perú llegó a ser un virreinato, el mayor, de la corona española entre 1542 y 1824, representó la fuente más abundante de riquezas para el reino español, acumuló un patrimonio cultural que hoy en día aún vibra y deslumbra a los visitantes, y todo esto existió y existe siempre bajo un breve nombre que provenía de un error de comunicación, de una situación en que era casi imposible obtener el socorro de un intérprete. Parece, sin embargo, que fue un error afortunado.

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Año IV / N° CXXXIV / 12 de diciembre del 2016