Edgardo Malaver Lárez

Octavia
la Menor educó a sus hijos
con Marcelo y Marco Antonio y a los
de este con Fulvia
y Cleopatra
Uno tiene su papá y su
mamá, y nunca en la vida otras personas, por más que lo intenten serán, en lo
natural, su papá y su mamá. Si mamá, por ejemplo, viene y se casa más tarde con
otro señor, ese señor no es nuestro padre: es nuestro padrastro. Si ese
padrastro ya tenía hijos, estos niños serán nuestros hermanastros. Esta
idea, que es más sencilla que la de la rotación de la Luna alrededor de la
Tierra, es suficiente para que uno entienda todo lo que expresa el sufijo -astro,
que parece tan problemático para tantos hablantes.
Sin embargo, incomprensiblemente
para mí, lo primero que deduce la mayoría es que si su mamá tiene más hijos con
su nuevo esposo, el padrastro, esos hijos serán sus hermanastros. Pues no. Al
ser hijos de nuestra madre, son nuestros hermanos. Como mínimo habría que
considerarlos nuestros “medios hermanos”... denominación inmensamente espantosa
y mucho más despectiva de lo que lo es considerado el sustantivo hermanastro,
si es que de verdad lo es.
¿Por qué tanta gente
considera despectivos estos sustantivos que denominan a otros miembros de
nuestra familia? ¿Será un embrujo que nos lanzó en tiempos remotos la malvada
madrastra de Blancanieves? Ah, la “malvada madrastra”. Esa madrastra era
malvada. ¿Por qué pensar y actuar como si automáticamente todas las demás lo
fueran también? ¿O será que su aparición en nuestras vidas, y con semejantes
gracias que adornan sus afectos hacia los demás, es una expresión de una
realidad ya existente? Esto puede ser lo más verosímil, aunque yo con cierta fe
me empeñe en defender la otra hipótesis, la contraria: la de que fue el
personaje literario el que “enseñó” a la gente a no tenerles cariño a las
madrastras, padrastros y otros “astros de la familia”.
(Aunque es bien fácil pensar esto, sabemos con certeza de que en la antigua Roma, donde casi nadie era monógamo, fueron muy escasas las historias de madrastras bondadosas que dieran un cariño noble y verdadero a sus hijastros y representaran una influencia positiva en ellos. Lo típico y frecuente, marcadamente en las clases encumbradas, eran las madrastras malvadas que no tenían escrúpulos en mover los hilos e inducir decisiones de los poderosos únicamente en pro del ascenso social y político de sus hijos.)
El sufijo -astro,
según la Real Academia, es útil para construir nombres despectivos, sólo eso
dice. Un musicastro, por ejemplo, es un mal músico, o más bien un músico
mediocre; un politicastro es como uno de esos señores encorbatados que se
comportan como políticos, pero en realidad son peores. Y eso no es todo: heredamos
el sufijo del latín y en este idioma un filiaster era, en sentido
estricto, un yerno, no por malo ni por desatento, sino por recién llegado...
supongo. Una filiastra era una nuera, no por deshonesta ni por falsa
sino por... arribista, me imagino. Tal como sigue sucediendo, lo más común era
que los suegros no quisieran mucho a los cónyuges de sus hijos, que legalmente se
convertían en sus hijos, pero mejor juntos que revueltos, eran hijos de mentirijillas.
Para el concepto de hijastro, los romanos tenían la palabra privignus,
que era casi lo mismo: un hijo nuevo que no era hijo de veras. El tiempo, la
migración, el comercio, la conquista, la guerra, el intercambio lingüístico y
cultural —¡y el genético!— hicieron su trabajo más natural y terminaron
llamando filiaster lo que era privignus, al fin era la misma
incomodidad intrafamiliar.
El vocabulario latino de
la familia y sus relaciones tiene una etimología más bien compleja (y muy
coherente) que no vamos a tratar aquí, pero creo que me falta agregar que el
sustantivo filius deriva de un antiguo verbo felo, que
significaba ‘chupar’ (y también ‘amamantar’). Para abreviar, el filius
es el que “chupa”, el que “mama” de la madre, que con el padre crea la familia.
La madre siempre es la hembra de la especie, también en la humana, y eso
en latín se decía femina. De felo provienen igualmente felación,
feliz y fecundo (estos dos últimos porque en latín, felix era
buen sinónimo de fructífero).
Es natural que si uno
tiene una idea o una emoción que juzga positiva, y la ve alterada por alguna intervención
del exterior, sobre todo si esa intervención es indeseable, tenderá a expresarse
de ella y de sus resultados de alguna manera negativa. Uno ama la poesía y
escucha a un mal poeta recitar, lo llamará poetastro, aunque el poema sea
magnífico; una cama incómoda será un camastro, un cómico que no da risa
será un comicastro; un ladronzuelo que no sabe ejercer su oficio será un
pillastre, con esa curiosa terminación en apariencia neutro.
Y por supuesto, los
hablantes tenemos también el poder de la creatividad, uno puede aplicarle el sufijo
-astro a cualquier sustantivo que necesite modificar para expresar cómo
se nos ha alterado el sentir con respecto a alguna cosa o alguna persona, y el
gran descubrimiento es que... ¡no tiene que ser una sensación negativa! Recientemente
me di cuenta de que tengo varios amigos que no hubiera conocido sino porque antes
eran amigos de mis hermanos, de mis primos o incluso de mi madre. Son mis amigastros.
De igual modo, uno puede tener vecinastros, profesorastros, hasta
noviastras.
Aunque la tinta negativa que tienen nos viene del sistema romano de relaciones familiares y del complejo conjunto de normas legales al respecto, los hermanastros no son naturalmente enemigos ni competidores. Los padrastros no son siempre amenazas u obstáculos. La causa de la antipatía está más en nuestro interior que en el de los que llegan a nuestra familia... que son traídos por alguien, no que ellos quisieron venir. O más en nuestro interior que en el de aquellos en cuya familia alguien nos ha adoptado.
Y, sea de una forma o de
la otra, en lo que toca tratar aquí, no me queda duda de que los sufijos y prefijos son a la lengua lo que
el pincel a la pintura.
emalaver@gmail.com
Año XIII / N° DIV / 17 de marzo del 2025
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