lunes, 27 de enero de 2025

Amor post mortem (II) [CDXCVII]

Edgardo Malaver

 

 

Orfeo clamando por Eurídice (sin fecha), obra
del venezolano Pedro Centeno Vallenilla

 

 

 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.

         William Faulkner escribió también sobre la tenebrosa historia de Emily, cuyo marido murió en el lecho nupcial y ella prefirió que todo el pueblo murmurara que al poco tiempo de casarse la había abandonado a enterrarlo como indicaba la sensatez y pasó el resto de su vida durmiendo cada noche al lado de su cadáver.

         También en el siglo XX, como Faulkner, Gabriel García Márquez, invirtiendo los términos del tópico, en su cuento “Muerte constante más allá del amor”, reescribió aquel palpitante poema de Francisco de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”, en que el poeta le expresa a su amada que al “cerrar la postrera sombra sus ojos”, su alma abandonará su cuerpo, y él... “polvo será, mas polvo enamorado”. El personaje de Quevedo sabe, porque ha vivido amando intensamente, que seguirá amando después de la muerte. En el caso de García Márquez, la muerte del desahuciado protagonista sucede poco tiempo después de conocer al “amor de su vida”, una muchacha, mucho más joven que él. La muerte, sin embargo, no detiene el desarrollo del romance porque su vida anterior estuvo siempre vacía de todo sentido, y la precipitación del final no hace más que señalarnos que, aunque postrero, el amor terminó siendo el centro de la vida del personaje, que, además, no dejó de ser amado por su joven amante simplemente por haber muerto.

         Y, con tanto tiempo como ha pasado, la más impresionante de las historias de amor más allá de la muerte sigue siendo la narrada por el antiguo mito de Orfeo y Eurídice, que se enamoran gracias a la música de la lira de él y que son separados por la muerte al morder una serpiente un talón de la joven ninfa. Orfeo entonces emprende el camino en busca de la laguna Estigia y logra que Caronte lo transporte al reino oscuro de la muerte. Y ahí suplica Orfeo, con su música, a Hades que le conceda a su amada esposa volver a la luz de la vida, y Hades, conmovido, le autoriza a Eurídice a volver, pero le pone a Orfeo una única condición: caminar de regreso al mundo de los vivos sin volver la mirada para ver si su esposa viene detrás de él, porque si lo hace la perderá para siempre. Cuando están ya muy cerca del final del camino, el joven enamorado duda y, percatándose de que no ha oído ni un ruido remoto de los pasos de su amada, piensa que todo puede haber sido un sueño, que Hades puede haberlo engañado. De modo, que voltea para verla y lo único que logra ver es la bocanada de humo en que se convierte ella... para siempre. Y esto es suficiente para responder mi pregunta de si los tópicos literarios serían griegos antes de ser latinos. ¿Cómo pude dudarlo?

         En total, el elemento más sospechoso de este fenómeno no es que sea un lugar común, porque, al fin y al cabo, un lugar común expresa siempre una verdad. El rasgo que los ha hecho permanentes, más que la repetición, es (o tiene que ser) el vínculo con la existencia humana. Cualquiera diría que, habiendo existido desde la época antigua, se tendrían que hacer gastado con los años, con la recurrencia, con la reescritura constante. Sin embargo, los tópicos literarios hablan de los grandes temas que deleitan y atormentan a los seres humanos: la vida, la muerte y el amor, razón por la cual no hacen más que fortalecer nuestra firmeza en la idea y el sentimiento sobre el mundo y sus cosas, sobre la vida y sus detalles.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVII / 27 de enero del 2025

 

lunes, 20 de enero de 2025

Amor post mortem (I) [CDXCVI]

Edgardo Malaver

 

 

 

Beatrice (1819), de Washington Allston

 


 

         No creo haber oído a nadie más que a los españoles utilizar esta palabra. O sí: a los médicos (incluyendo, naturalmente, a los médicos españoles). Ah, también a los lingüistas. Pero es quizá el uso que le dan los retóricos —¿estos pertenecen al grupo de los lingüistas?— el que puede hacerme detener cualquier cosa que esté haciendo para entretenerme con ella, como niño que por primera vez mira fuegos artificiales.

         Para ser más claro, sea adjetivo o sea sustantivo, signifique ‘trivial’ o ‘de uso externo’, ‘tema’ o ‘frase hecha, el uso que tengo entre ceja y ceja desde hace días es el que el diccionario define así: ‘lugar común que la retórica antigua convirtió en fórmulas o clichés fijos y admitidos en esquemas formales o conceptuales de que se sirvieron los escritores con frecuencia’. Dice “se sirvieron”, pero la verdad es que todavía se sirven. Como ya entraron los escritores en el baile, ya puedo decir que en este caso se llaman tópicos literarios.

         ¿Y qué tópico ha atraído más a los escritores que el del amor más allá de la muerte, o, para llamarlo por su nombre de pila, el que le dieron en Roma, amor post mortem? (Ahora que digo esto, se me ocurre que deben haber sido griegos antes que latinos: έρωτας μετά θάνατον [erotas metá thánaton], amor post mortem.) En el Renacimiento florecieron como un jardín cuidado con esmero, pero ya antes de esas fechas Dante Alighieri había dedicado “la mitad de su vida” a contarnos la historia en que él mismo, ajeno a toda duda, se encontró atravesando el mismísimo infierno en busca de su adorada, bella, ajena y difunta Beatriz. Y la busca después en el Purgatorio. Y la busca después en el Paraíso. Qué mísero homenaje le hago a tan amoroso recorrido.

         Todavía en la Edad Media, algún juglar castellano recompuso como romance alguna historia que contaba el pueblo español sobre un noble, el conde Olinos, enamorado de una princesa cuya madre ordena matarlo “porque para casar con ella le falta la sangre real”; enterrado uno a cuatro pasos del otro, renacen en forma de arbustos cuyas ramas se enredan y se abraza, y la reina ordena cortarlas. Y entonces se convierten en aves que vuelan juntas por el cielo. Y hay versiones del romance que continúan la historia diciendo que, perseguidas y muertas por orden de la reina, las dos amantes aves, se convierten en un arroyo que sana las penas de aquellos que nunca lograron consumar su amor.

         Fue este lugar común, esta “frase hecha”, esta metáfora, esta imagen poética, innegablemente poética, de la victoria del amor palpitante sobre el fin definitivo e irremediable la que conducía la mano de Edgar Allan Poe, en el siglo XIX cuando escribía, por ejemplo, cuentos como “Ligeia”. Poe estaba tan convencido del poder del amor para vencer a la muerte que sus personajes masculinos, si no estaban enamorado de una muchacha que estaba a punto de morir, no se sentían propiamente ellos, y podían vivir el resto de su vida en el “reino junto al mar” donde yace su joven enamorada; los femeninos, por otro lado, son capaces, como Ligeia, emprender el viaje de regreso a la vida para resucitar en el cuerpo recién fallecido de la segunda esposa de su apuesto galán.

         Romántico como Poe, también Gustavo Adolfo Bécquer escribió con ese mismo ímpetu “La promesa”, aquella historia medieval en que la protagonista confía en la palabra de matrimonio que le da su amante, un noble que se hace pasar por campesino y que se va a la guerra prometiéndole volver para “reparar” la “falta” que ha cometido presa de la pasión; la muchacha muere antes del regreso de él, e, inexplicablemente, desde que la entierran, la novia mantiene fuera de la tumba la mano en que el conde le ha puesto el anillo que simboliza su compromiso. Mientras tanto, en los campos de batalla, él sufre la persecución de una misteriosa mano que lo protege de todos los peligros. Al enterarse de que la joven ha muerto, vuelve, se casa con ella en el cementerio, y en ese momento, la mano entra finalmente en la tumba.


(Continuará la semana próxima.)


emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCVI / 20 de enero del 2025





Otros artículos de Edgardo Malaver


 

lunes, 13 de enero de 2025

Como si alguien jugara con los verbos [CDXCV]

Edgardo Malaver

 

 

 

Antonio José de Sucre va a morir joven,
pero en el pasado

 

 

         ¿Qué va a pasar el día en que se nos ocurra que todo tenemos que tomárnoslo literalmente? Pues va a pasar que, en contra de lo que sería lógico, la lengua va a ser plana e inexpresiva y, además, no vamos a entendernos. La verdad es que no hay nada que sea literal. Si el signo lingüístico es arbitrario, nada puede ser literal, porque lo literal viene ya estipulado antes de tiempo, mientras que lo expresivo depende siempre de lo que está por pasar.

         Y esta particularidad de la lengua llega hasta el interior del verbo. Miren cómo juegan los tiempos con el verbo, parece que hubiera un duende dentro de ellos, haciendo travesuras. Uno puede expresar en presente eventos que en realidad han sucedido en el pasado (se le llama, aunque no siempre, presente histórico):

 

El mariscal Sucre nace en Cumaná y muere joven;

Ayer nada más, trato de abrir la puerta y descubro que está condenada;

Gómez le escribe una carta a Castro y le dice: “No vuelva, compadre”.

 

También puede aplicarse a los futuros:

 

Mañana me compro una camisa;

En un año me gradúo y me mudo yo solo a otra casa;

La próxima semana viene el electricista, le preguntas a él.

 

         Pero como sería injusto que no sucediera al contrario, igualmente suele utilizarse el pasado para hablar de acontecimientos del presente (como para restarle realidad a un hecho o como si imitáramos a niños que juegan):

 

[juguemos a que] Yo era médico y te operaba un riñón;

[imagínate que] Tu tío estaba vivo y venía a hablar contigo

[hazte cuenta de que] Mi mamá te adoptaba y te convertías en mi hermano.

 

Este tiempo, especialmente el copretérito, puede hacer la magia de imprimir modestia a una solicitud, como cuando uno dice:

 

Deseaba pedirle un favor;

Te llamaba para preguntarte sobre la fiesta;

Me preguntaba si era posible esperar aquí.

 

         Y lo más increíble de todo esto: el uso del futuro para hablar del pasado:

 

Los románticos adoptarán los ideales de la antigüedad griega;

García Lorca regresará a Granada, donde lo apresarán y lo asesinarán;

Más tarde, Estados Unidos lanzará la bomba y Japón se rendirá.

 

¡Buen podría llamarse este tiempo futuro histórico!

         También puede suceder, y sucede, que utilicemos el futuro para referirnos a un hecho que sólo vemos como probable, no cierto ni confirmado (lo cual lo hace más bien subjuntivo, pero en realidad vale como presente):

 

A estas horas, ya estarás en Francia;

Después de estos acontecimientos, María se sentirá destrozada;

Te habrás molestado conmigo, ¿no?

 

         Existe un “efecto” que se parece mucho a este pero que no es el mismo. En este caso, se usa un pasado (con más precisión, el que la Academia llama condicional, el que Bello llama postpretérito) para expresar que un hecho es simple imaginación o deseo. Imagínense que uno dice:

 

Por mí, estarías bien lejos;

Mi abuela te diría del mal que vas a morir y te echaría de su casa;

Preferiría morirme.

 

         Por otro lado, el imperativo afirmativo tiene una forma y el negativo otra: ve y no veas, camina y no camines, sufre y no sufras. Se nota mucho que el negativo, curiosamente, siempre es idéntico al subjuntivo (como si el subjuntivo fuera un tiempo); pero también puede expresarse el imperativo por medio del indicativo, ¿no es una hermosura?:

 

Amarás a Dios por sobre todas las cosas;

Vas ahora mismo y te disculpas con tu hermano;

Tú te comes esto y pasas la tarde como unas pascuas.

 

         Los tiempos verbales son diez: uno para lo presente, cinco para lo pasado y cuatro para lo futuro. Esto quiere decir que por más nombres que utilicemos para definir con toda precisión en qué momento ha sucedido un hecho, este siempre va a caer en las tradicionales y sencillas nociones de presente, pasado y futuro que todos conocemos. Pero el sabor de la lengua se multiplica cuando los hablantes mueven las piezas de lugar, como si estuvieran jugando con las palabras y sus posibilidades expresivas, con los verbos y sus tiempos, con lo dicho y lo significado.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCV / 13 de enero del 2025

 



Otros artículos de Edgargo Malaver:


lunes, 6 de enero de 2025

Una de puntuación [CDXCIV]

Edgardo Malaver

 

 

 

Jesús Ávila (1930-2012), autor y compositor
de “Guanaguanare”

 

 

         Me imagino que estoy decepcionando a algunos que quizá deseaban leer hoy sobre los Reyes Magos y su relación con la lengua, esta que no existía cuando ellos hicieron su fugaz pero astuto desfile por el Evangelio. Me abandonó la imaginación y tuve que pensar en un “bateador designado” para hoy. “¡Óyeme, Coma”, grite dentro del dugout, “te toca a ti...! Reyes Mago, el cuarto bate, se fue por otro camino!”. Creerán que lo hice a propósito, pero ese grito contiene un ejemplo del tipo de coma que quiero comentar hoy: la llamada coma vocativa. Es la que se interpone entre las palabras con las que nos dirigimos a nuestro interlocutor y lo que deseamos decirle. Puede ser el nombre o cualquier otra forma de llamarlo: “María, María, te estoy llamando, María” o “Vuela, guanaguanare, picoteando sobre las olas de la mar serena”. Antes de que me pregunten, sí, si el vocativo va al principio de la oración (como este caso de María), la coma viene después del vocativo; si está en medio de ella (como en el caso del guanaguanare), lo rodeamos de comas, y, naturalmente, si va al final, sólo se la ponemos antes porque después sólo puede venir el punto (a menos que queramos extender la oración, lo cual quizá no le haga bien). Dice la Academia que se utiliza para separar elementos de la oración que tienen un alto grado de independencia. Y la verdad es que el vocativo que uno pone en una oración, sea que lo ponga al principio, a la mitad o al final, no es el sujeto, no es el verbo, no es ninguno de los complementos que aparecen en el predicado. Es como un visitante que vino un rato a la casa de la oración. No tiene una función imprescindible: si usted quiere, mi estimado, lo puede eliminar, y la sintaxis no protestará. Aunque siempre sentimos que le “damos fuerza a la frase”, el significado llega intacto al interlocutor digamos: “Ay, Juan José, burro no se monta con sombrero ni zapato” o digamos: “Ay, burro no se monta...”. A menos que le pongamos música popular venezolana, en cuyo caso nos faltarán tres sílabas. Mire, mi estimado lector, usted no se confunda: si va a nombrar de alguna manera a su oyente, déjele claros los límites: póngale comas al nombre que le dé. Dígale al llegar: “¡Hola, cacerola!” y cuando quiera que se vaya, dígale: “¡Chao, pescao!”.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXCIV / 6 de enero del 2025




Otros artículos de Edgardo Malaver