lunes, 12 de octubre de 2020

Una historia 72 veces metafórica [CCCXXII]

Ariadna Voulgaris




Miguel Ángel no es el único que representa el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal... ¡como un higo!





Trabajando en estas últimas semanas con Ritos de Ilación, en la cual escriben muchos traductores, me he enterado de la historia de una versión del Antiguo Testamento en griego que se llama Septuaginta; entiendo que es una referencia conocida en el mundo de la traducción, así que no voy a aburrir a los lectores explicándoles que septuaginta significa ‘siete veces diez’ ni que el rey egipcio Ptolomeo Filadelfo (308-246 antes de Cristo) pidió a Eleazar, sumo sacerdote de Jerusalén, que le enviara 72 sabios de todo Israel para que le tradujeran, porque le interesaba para que la Biblioteca de Alejandría se hiciera más universal, las escrituras que sus súbditos judíos leían en sus ritos, ni que unas semanas más tarde estos le presentaron 72 versiones prístinamente idénticas; tampoco les voy a decir, porque me imagino que lo estudian en primer semestre, que esa versión fue la almohada de san Jerónimo mientras traducía la Vulgata. No, no se lo voy a contar yo, investíguenlo.

He leído en estos días unas cuantas páginas sobre esta historia porque me atrapa lo fantástico que hay en ella; me doy cuenta de que más que una historia sobre la Biblia (y su traducción), es como un relato extraído de la propia Biblia; recuerda el paso del Mar Rojo, la noche de Daniel en la cueva de los leones o, para poner un ejemplo cercano a mi público, la destrucción de la Torre de Babel. Y después de reflexionar un poco, uno se acuerda también de la manzana que durmió a Blancanieves, la transformación de Pinocho en niño o, para seguir seduciendo a mis lectores, la fórmula de Alí Babá para abrir puertas, aunque fueran de piedra. Si todas estas historias son mágicas, maravillosas y asombrosas, la del origen de la primera versión griega del Antiguo Testamento es una de ellas.

Tiene que ser una metáfora. Estando relacionada con la Biblia, proviniendo de la antigüedad y de la poesía oral, habiendo nacido en medio de personajes sabios y espirituales, la historia de la Septuaginta tiene que ser un símbolo, una analogía, una parábola cuya moraleja tenemos que descifrar. Siendo así, fantaseo entonces con aplicar recursos de análisis literario a este episodio. Si alguien de la distinguida audiencia tiene el know-how...

Hoy en día no hay estudioso ni crítico de los textos bíblicos, ni siquiera el más creyente, que no tenga en cuenta el género literario del segmento que examina o que simplemente lee y disfruta; después de mucho tiempo, los especialistas han definido una larga lista de géneros que abundan en la Biblia: relato histórico, saga, mito, cuento, fábula, sermón, exhortación, confesión de fe, narración didáctica, parábola, sentencia (que puede ser profética, jurídica o sapiencial), refrán, discurso, oración, canto y muchos más. Durante siglos se cometió (y, testarudos como somos, seguimos cometiendo) el error de leer literalmente la Biblia, como creyendo que todo lo que en ella dice es indiscutible e inalterable verdad histórica, verificada e intocable; no ha sido nunca así, sino que cada época ha producido los textos bíblicos siguiendo los modelos que le han sido más propicios y los que mejor pudieran consumir los lectores.

¿Verdad que después de leer esto usted no va a seguir pensando que el hombre apareció en la tierra bajo la forma de Adán y Eva? Adán y Eva tienen que ser una metáfora de algo. El jardín, el árbol, la serpiente, la hoja de parra tienen que representar algo en nuestra vida espiritual (que es inmaterial y, por tanto, es más sencillo hablar de ella con imágenes que con términos concretos y científicos). Nuestro espíritu existe (es la viña del Señor de nuestra vida), Dios existe, el bien y el mal existen, aunque no sean tangibles, como no lo sería un árbol alrededor del cual, a semejanza de la pintura de Miguel Ángel, se enrolla la tentación; de alguna manera tenía que representarlo en la escritura (en la literatura) cada pueblo que en la antigüedad reflexionó sobre todo esto. Las comunidades antiguas no conocían (y no era posible que conocieran) el proceso de evolución de las especies, pero su inquieta vida espiritual sí les permitía concebir explicaciones sobre la vida corporal. En todas las culturas del mundo existen los relatos sobre su propio origen, que para ellas es el origen de todos los hombres. La comunidad que un día comenzó a narrar, colectivamente, las historias de Matusalén y de Jonás no venía de otro mundo. Y estas historias, puede ser que luego se les haya visto como verdad absoluta, pero en su nacimiento tienen que haber sido fruto de la imaginación de un espíritu colectivo, por cierto profundamente amante de lo humano.

El texto bíblico, además, como todo texto literario, tiene la virtud de hablarles a los seres humanos de todas las épocas utilizando recursos expresivos e incluso nombrando cosas que existían en la época en que fue escrito y que más tarde dejaron de existir. David, por ejemplo, siendo aún niño, mató al gigantesco Goliat asestándole una pedrada en la frente y por ese camino llegó a convertirse en rey de Israel; ya no existen, por lo menos en la política regular y “profesional” de la cultura occidental (para nombrar apenas uno de los campos de la actividad humana a los que se dedicó el personaje), semejante ritual para ingresar en la vida pública, pero ahí hay moralejas para los políticos contemporáneos. Además, ¿será razonable que un libro que pretende enseñar a los hombres a convivir encomie tanto una escena en que un niño mata a un hombre? ¿Cómo es que David es un héroe, un modelo, un ejemplo para nosotros, si su historia comienza con un homicidio? Y no es que se arrepintió y se le juzgó y fue castigado: el día en que se le antojó “poseer” a la mujer de Urías, movió las piezas para que este muriera, y se salió con la suya. David tiene que ser una imagen, una representación, una metáfora. Mímesis, diría Aristóteles.

No es extraño, por eso, que las historias que se narran alrededor de este texto literario tan antiguo sean o parezcan también literarias: fantásticas, mágicas, sobrenaturales, milagrosas, maravillosas... asombrosas. La leyenda de la Septuaginta, si no es la historia de un inmenso plagio colectivo, debería entenderse como un cuento de Borges, de Papini o de Wells, contado siempre a la ligera y con una inmerecida escasez de poesía. ¿Qué tal si la impresionante coincidencia de que 72 traductores que trabajan aislados unos de otros en el mismo original y que al cabo de 72 días presentan 72 traducciones que repiten, una tras otra, exactamente las mismas palabras, en el mismo orden y en el mismo número, no fuera más que eso, la hipérbole de las hipérboles, se me ocurre, acerca del acuerdo en que estaban todos en que aquel material contenía sin duda de ninguna naturaleza el pensamiento, el deseo y la manifestación de Dios y no de ningún otro espíritu? ¿O qué tal si pudiera representar el hecho (un hecho constatado para ellos) de que lo escrito en la única versión griega que estaban entregando era “una y la misma” que el original hebreo del que habían partido? No es razonable que Ptolomeo quisiera hacer constataciones teológicas (ni traductivas) sobre un dios de otro pueblo, él no era judío, no le hacían faltas esos despliegues experimentales; pero tratándose de un soberano de la antigüedad sí es lógico pensar que querría su traducción poco después de ordenarla. Y para ello ordenó traer a Egipto tantos traductores como fuera necesario para no hacerlo impacientarse; aquellos, por pertenecer a la misma religión, al mismo país, al mismo “pueblo elegido” de la misma deidad, tendrían que concordar en todos los detalles y, como es lógico y deseable, colaborar entre ellos. Así no sorprende que terminaran tan pronto lo que debía ser un trabajo dificilísimo de hacer. La Septuaginta debe haber sido un solo producto compuesto por muchos traductores (¿72?) que tenían visiones fabulosamente similares acerca de lo que decía el original.

La Biblia no es solamente el libro sagrado de los judíos y los cristianos; es también un hermoso texto de naturaleza literaria que habla, como los demás, de los temas que siempre han tocado al hombre por dentro y por fuera. Ha sobrevivido miles de años y ha sido origen y referencia de casi todo lo que se ha escrito y que haya merecido el nombre de literario durante los últimos 3.000 años en Occidente y en un pedazo significativo de Oriente. Ya no estamos en la época de creer que todo lo que está impreso sobre papel es la verdad verdadera, pero tampoco es cuestión de descreer todo lo que suena a literatura fantástica, sobre todo cuando es verdadera literatura. La historia de la Biblia es también historia de la literatura (esto es, historia del hombre) e historia de la traducción.

Deduzco que otra moraleja de la Septuaginta es que su historia no ha terminado. Ni el Antiguo Testamento ni miles de otros textos se han terminado de traducir, porque todavía hay lenguas a las que falta trasladar por primera vez tantas elaboraciones literarias que han fascinado a tanta gente en los cuatro cuartos del mundo y que han empujado a muchos a crear historias, fantásticas y misteriosas en miles de casos, desde que Dios puso las aguas por aquí y el terreno seco más allá, y separó la luz de la oscuridad y se sentó a contemplar lo que había hecho.


ariadnavoulgaris@gmail.com





Año VIII / N° CCCXXII / 12 de octubre del 2020




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