jueves, 15 de octubre de 2020

La traducción: hoy y mañana [CCCXXIII]

Luis Roberts




Charlie Chaplin habiéndoselas con los Tiempos modernos en 1936




Hoy, a un ingeniero, un abogado, un médico, le basta con tener su título colgado de la pared y ser miembro de su correspondiente colegio para ejercer su profesión. Un traductor, titulado o no, para ser contratado tiene que demostrar previamente sus habilidades, sus conocimientos, su calidad. O esto era así hasta hace bien poco, pues parece que la guerra de tarifas ha rebajado, y mucho, las exigencias de calidad. Pero los malos traductores serán los primeros en caer en la etapa que se avecina, como veremos más adelante. De todas maneras, ya en el mundo de hoy, cuando un candidato a un trabajo pone en su CV: “médico”, “abogado”, “ingeniero”, etc., siempre obtendrá la misma pregunta: “¿Y qué más?”. Hoy ya no basta con un título académico, hay que tener másteres, posgrados, y si son de diferentes áreas, mejor. 

¿Y qué tiene que tener, “además”, un traductor? Aparte de los títulos, lo mismo que los médicos, los abogados, los ingenieros y los plomeros: sentido común, manejo idóneo de las herramientas, estar al día de los conocimientos y técnicas y un alto nivel de autoexigencia y autocrítica. He puesto en primer lugar el sentido común, porque a mi entender es la más importante de las condiciones, tener el sentido común necesario para entender el sentido del texto, porque traducir no es ni más ni menos que eso: trasladar un sentido. Para ello, lo primero que se necesita es un “buen” conocimiento del idioma que se traduce y eso “se da por supuesto” en quien ha estudiado el idioma. Pero eso no basta. Se necesita usar bien dos herramientas fundamentales: el conocimiento “muy bueno” del idioma de llegada, el castellano, y las técnicas traductológicas.

Hasta hace poco tiempo, los elementos formadores del uso del idioma eran la enseñanza primaria y secundaria, la lectura de libros y de artículos de grandes escritores o periodistas y las piezas oratorias de los grandes tribunos políticos. Hoy, lamentablemente, esas tres fuentes se han agotado y lo que prima como modelo de aprendizaje y uso es la generalmente mala traducción, sobre todo, de la televisión, más que la del cine, y las soflamas de muchos “gaznápiros” de la política, en las redes sociales. Las técnicas se adquieren con la experiencia o cursando una carrera que suele durar cuatro años en casi todo el mundo, dedicada exclusivamente al aprendizaje de la traducción o la interpretación. ¿Y la autoexigencia y autocrítica? Pues consisten en ser corrector exigente de su propio trabajo y no confiar en que ya lo corregirá alguien. Don Miguel de Unamuno aprendió danés para poder leer a Kierkegaard, uno de los grandes representantes del existencialismo en su versión cristiana, y lo divulgó en gran cantidad de escritos, pero nunca se atrevió a traducir ninguno de sus libros, tal vez porque sabía que él era filósofo y no traductor; aunque, igual que Fernando Navarro es médico y uno de los mejores traductores de temas médicos, además de autor de un diccionario, ser poeta es casi obligatorio para traducir poesía y, en general, conocer bien el tema a traducir es un sine qua non. Pero siempre hay un cuñado o un amigo de alguien que ha ido dos veces a Disney y puede traducir esto por muy poco dinero.

Pero hoy ya estamos en el futuro, en un futuro que se intuía para dentro de treinta años, pero que ya nos está llegando más deprisa de lo esperado. Corren por las redes de los traductores los chistes con espantosas traducciones de Google o similares, acompañados del consabido diálogo:

—¿Tú a qué te dedicas?

—Soy traductora.

—¿Pero eso no lo hacen ya las máquinas?

Todavía no, o no del todo. Ya hay aplicaciones en los celulares para comunicarse en una infinidad de idiomas con hablantes de esos idiomas. Pero, por ahora, ningún organismo internacional sustituiría a sus intérpretes por estas aplicaciones, para debates sobre temas importantes. Yo he asistido a uno de los momentos más bochornosos para un intérprete en un debate en un organismo, en Bruselas concretamente, cuando el orador tuvo que decir que el intérprete no había traducido correctamente sus palabras, solo viendo la contradictoria reacción de asistentes. Una de las mentes más lúcidas de este momento, el profesor de Tel Aviv Yuval Noah Harari, historiador, antropólogo y filósofo, en su último libro, 21 lecciones para el siglo XXI, aun anteponiendo que el ser humano nunca ha podido predecir el futuro, se atreve a pronosticar que a muy corto plazo, la big data y el algoritmo van a ser capaces de sustituir con ventaja al sapiens en muchos trabajos.

Cuando en 1997 la computadora Deep Blue de IBM derrotó al campeón mundial de ajedrez, el ruso Kasparov, el mundo intuyó lo que se avecinaba. En 2017 se enfrentó la Stockfish, que había derrotado a todos los grandes ajedrecistas con la AlphaZero de Google. La Stockfish tenía un input de 70 millones de jugadas y la AlphaZero solo 80.000, pero aprendidas por ella misma, nadie le suministró el input. De 70 partidas, AlphaZero ganó 28 y el resto quedaron en tablas. La inteligencia artificial ha llegado para quedarse y profesiones como las de los médicos, publicistas, militares, policías, choferes, trabajadores especializados y muchas más, podrán desaparecer. Un médico nunca podrá tener los millones de datos acumulados en una computadora. Y ya existe. Sin embargo, una enfermera tardará más en desaparecer, porque además de la inteligencia, existe la conciencia, o la inteligencia emocional, esa que tiene el sapiens en común, en muchas cosas, con el resto de las especies animales.

¿Y el traductor? ¿Cuánto tardará DeepL o Linguee, sin hablar de Google, en tener millones de acepciones lexicales en contextos diferentes? ¿Cuánto tardará un programa de reconocimiento de voz en diferenciar por el tono de voz un sentido? ¿Cuándo sabrá si traducir ¡¿cómo estás?! como how are you? o How hot are you! o You are totally crazy!? Como apunta Harari, las emociones, los sentimientos, son reacciones bioquímicas, en el sapiens y en el resto de los animales. ¿Cuánto tiempo tardará la ciencia en reproducirlas e integrarlas en la big data?

En la Revolución Industrial en el siglo XVIII fue relativamente fácil reconvertir a un campesino en un trabajador de una fábrica textil, ¿pero cómo haremos para convertir a un trabajador en un experto en algoritmos? ¿Se convertirá la gran masa laboral en “innecesaria”? Ante estas preguntas cabe preguntarse: ¿Qué tendríamos que enseñar en las universidades, en las escuelas? Harari dice que muchos pedagogos indican que deberían dedicarse a enseñar las cuatro ces: pensamiento crítico, comunicación, colaboración y creatividad. “Lo más importante será la capacidad de habérselas con el cambio, de aprender nuevas cosas y de mantener el equilibrio mental en situaciones con las que no estamos familiarizados”, dice. “Reinventarnos una y otra vez”. Mientras tanto, nosotros seguiremos traduciendo e interpretando, y al mismo tiempo esforzándonos por reconstruir la universidad y el país, y haciendo todo lo posible para que nuestros hijos y nietos no tengan que decir: “Yo cuando sea grande no tendré trabajo”, o lo que es peor, “seré innecesario”.


luisroberts@gmail.com




Año VIII / N° CCCXXIII / 15 de octubre del 2020


1 comentario:

  1. Maravilloso y un poco triste para mí, por eso de que la enfermera tardará más en desaparecer que el médico, porque entre otras virtudes, tiene inteligencia emocional... ¿Los médicos no la tenemos? 😕

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