lunes, 29 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (III) [CDLXXI]

Edgardo Malaver Lárez



No siendo H.G. Wells, es difícil averiguarlo




Por ejemplo, es conocida esa característica del español de Argentina y de otros países cercanos de expresar en pretérito las acciones que han sucedido hace poco pero que podrían repetirse, que en otros lugares se expresan con el tiempo compuesto: todavía no comí en lugar de todavía no he comido. Dado que el tiempo compuesto expresa normalmente que una acción ha sucedido en el pasado, pero es posible (o seguro) que vuelva a suceder en el futuro, mientras que el pretérito señala que una acción sucedió una vez (o muchas) en el pasado pero ha quedado cerrada la posibilidad de que se repita, en algunos lugares del español se oye el ruido de bisagra oxidada cada vez que, a las ocho de la mañana, los amigos del sur afirman, por ejemplo, Aún no desayuné. ¿No será posible ya que desayune a las nueve y veinte o a un cuarto para las diez? El tiempo compuesto no he comido respondería esa pregunta sin que la formuláramos siquiera.

En México existe un curioso uso de la conjunción hasta, que ha comenzado, hace poco, a influir en el resto de la lengua del continente y que lleva a los hablantes no mexicanos decir unos cuantos absurdos al día. Es común ahora construir oraciones que normalmente parecen indicar, según la semántica de algunos verbos, lo contrario a lo que se desea decir, como, por ejemplo, El médico llega hasta pasado mañana. Llegar es un verbo que indica una acción puntual, es decir, una vez que uno llega a un lugar, ya llegó, no sigue llegando minutos después o durante un día y medio o una semana. De modo que lo naturalmente español en este caso sería El médico llega pasado mañana. En la otra opción, el médico se demora lo que falta para pasado mañana haciendo algo que normalmente es instantáneo: llegar.

En castellano regular, si se deseara enfatizar el tiempo que falta para que suceda el acto, la oración habría sido más bien El médico no llega hasta pasado mañana. En ese sentido, el hablante mexicano dice en realidad lo contrario de lo que desea decir. Sin embargo, cuando uno oye a un mexicano decir algo así, comprende inmediatamente. El problema aparece cuando el hablante es de otra nacionalidad: uno se pregunta qué querrá decir. Seguramente no será así en el futuro, pero es absolutamente imposible, no siendo H.G. Wells, averiguar ahora cuándo va a suceder, y, más que eso, si este rasgo sobrevivirá en caso de que el español de México se convierte en otro idioma. También es posible que aparezca otra estructura que reemplace a ésta y subsista.

En Perú, por cierto, existen diversas peculiaridades, pero una que salta a la vista (o al oído) es la omisión de la preposición a en algunas construcciones referentes al tiempo. Por ejemplo, un peruano puede pasar su vida entera diciendo, sin percatarse de esta omisión, Yo siempre llego de mi trabajo siete y media, pero los sábados llego cuatro o cinco. ¿Qué ha pasado con la preposición? En la lengua hablada luce como un intento de enfatizar la precisión con la que se habla del tiempo o el poco o mucho tiempo que se tarda un evento en ocurrir.

Los peruanos también hacen, unánimemente, elisión del artículo definido en ciertos nombres de lugar, sobre todo de calles y avenidas. En Lima, al menos, nadie dirá nunca Este autobús me deja en la Arequipa. Sin temor al riesgo de que se interprete que hace un largo viaje a otra ciudad, siempre eludirá el uso del artículo, y todos sabrán que ese hablante va apenas a la avenida Arequipa.


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Año XII / N° CDLXXI / 29 de julio del 2024


lunes, 22 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (II) [CDLXX]

Edgardo Malaver Lárez



Codex Aemilianensis, datado en el 994



Y cualquiera diría que esos cambios suceden en la informalidad de la lengua hablada cotidiana, en la calle, en el mercado, entre los niños, entre las personas que han tenido menos educación. Ciertamente. Si uno va a conversar con el ministro de Cultura de Costa Rica, es muy poco probable que le atrape un verbo mal conjugado; si uno se tropieza por ahí con un profesor de filosofía de la Universidad de Chile, sería extraño que hable con dequeísmo; pero así es como ha funcionado este negocio desde que Eva se acercó a Adán con aquella oferta que todos recordamos. Es precisamente en el mercado, en el barrio bullanguero, en la fiesta desordenada del pueblo reunido con el pueblo donde se cuecen las lenguas, donde hierven los cambios que serán la norma más aceptada y apreciada en el futuro. Es en la boca de los niños, que de camino de la escuela a la casa se atreven a decir lo que sus padres y maestros no les permiten, donde nacen las interjecciones, las formulas de tratamiento, las nuevas palabras del diccionario de dos y tres décadas más tarde. Pasados dos o tres siglos, a todos les parece que esas son las palabras que no se pueden violentar y que la juventud malhablada de ese momento está deformando la lengua que han recibido de sus padres (los malhablados del pasado, lo sabemos). La generación de Aristóteles se quejaba de lo mismo.

El latín no se convirtió en español, por ejemplo, porque en Hispania comenzaran a decir oculus en lugar de ophthalmos, caballus en lugar de equus, jocare en lugar de ludere. Sin duda, esa era una señal de lo que estaba pasando más adentro, pero la evolución esencial de una lengua hacia la otra ocurrió cuando los hispanos comenzaron a cambiar el orden de los elementos de la oración latina, a conjugar los verbos de manera diferente, a vincular mediante otras fórmulas las palabras de su discurso, a “torcer” la estructura que ofrecía el latín, la relación entre las palabras, y esa conducta les ofreció una mayor precisión, una mayor claridad, una mejor comunicación entre los miembros de la comunidad. Generación tras generación, los nuevos modos de expresión —que, sí, son siempre adoptados primero por los más jóvenes— fue fortaleciéndose, fue quedándose en la mente colectiva como las formas más adecuadas, más sencillas, más “correctas”, y fueron heredadas por la generación siguiente. Separados por una mayor distancia de las que existen hoy por causa de la mayor lentitud de las comunicaciones, fue apareciendo en Hispania un código que pocos en Roma reconocían. Pero no es razonable pensar que ese “español” que apareció entonces, hace mil años, es el que hablamos ahora. El español que hablamos ahora también es el resultado de una evolución, y lo más interesante de eso es que sigue y seguirá evolucionando hasta que, de tanto evolucionar, quién sabe, se convierta en otra cosa.

¿Existe, entonces, alguna señal en el español de América Latina que nos haga pensar que, aunque sea incipientemente, se esté convirtiendo en otra lengua? Quizá sea demasiado pronto para afirmarlo, pero, más allá de la mera sinonimia que siempre se menciona —en Colombia llaman suéter a lo que en España llaman chándal—, tendrían que aparecer cambios sintácticos, que tendrían que llevar, después de mucho tiempo, a la incomprensión total entre comunidades nacionales, para que pudiera llegarse a esa conclusión. ¿Se oyó eso? Comunidades nacionales enteras que difícilmente pudieran adivinar lo que les dicen sus vecinos de más allá del río. Esto, como reside en el corazón mismo de la lengua, es mucho más complejo que el simple cambio de un conjunto de sonidos por otro para llamar a un animal, una parte de una casa, un aparato.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXX / 22 de julio del 2024

lunes, 15 de julio de 2024

¿Puede el español de América Latina convertirse en otro idioma? (I) [CDLXIX]

Edgardo Malaver Lárez



Hace ocho años una amiga que era editora en una página web me sugirió escribir un artículo breve, una reseña, una entrada de blog para aquella página. Me sugirió también el tema, que es el que ustedes ven en el título, y yo pasé varios días dándole vueltas en la cabeza a la idea, pero algo debe haberme ocupado lo suficiente para que el artículo se pusiera a escribirse solo en mi mente durante... ¡tres años! Pasado ese tiempo, como no soportaba la vergüenza, lo escribí y se lo envié, junto con mis súplicas para que me perdonara semejante demora. Resultó que era demasiado largo y finalmente no se publicó. Varias veces he pensado que podría aparecer en Ritos de Ilación, pero... ¡también es demasiado largo para Ritos! Sin embargo, en vista de la cercanía de las vacaciones, me decidí a adelantárselas al rigor académico y he convencido a todos de dividir el texto en cuatro partes y publicarlo a partir de hoy hasta el 5 de agosto. De modo que aquí voy con mi intento de respuesta a esta pregunta, que probablemente se hacían en Roma cuando oían hablar a los ciudadanos que venían de Galia, de Hispania e incluso de Dalmacia.


El abanico también vino de España, ¡y cómo ha evolucionado!




Lo más habitual en un artículo que trate sobre el español que se habla en América Latina —y con semejante título— es que el autor presente un inventario, ridículamente breve siempre, de palabras, conceptos y objetos que se nombran de diferentes formas en diferentes países. Estos autores parecen pensar que todos, sin movernos de casa, gracias a ellos, vamos a conocer a fondo las variedades de una lengua que ya se hablaba hace mas de mil años y que sirve hoy de código de comunicación al menos a 40 países, lo cual representa más de 560 millones de personas. Existen también los que se concentran en la vana empresa de identificar el país de América Latina donde se habla “el mejor español”, como si tal cosa existiera o fuera posible definir un criterio razonable para medirlo. Y, además, están los autores que se sienten atormentados por el fantasma de la perniciosa invasión lingüística extranjera que amenaza la intangible soberanía de la lengua que trajeron los conquistadores (es decir, la lengua que heredamos de unos tatarabuelos invasores).

Yo nací y crecí en un pueblo pequeño de un estado minúsculo de Venezuela —ocupa el antepenúltimo lugar entre sus 25 entidades federales ordenadas según el tamaño de sus territorios—, y ese estado, Nueva Esparta, es, además, un conjunto de tres islas, una de ellas inhabitada. Sin embargo, ya de pequeño, me llamaba la atención que rodando unos diez minutos hacia el sudeste era perceptible una buena diferencia con respecto a la manera de hablar de la gente. Por supuesto, lo más llamativo para mí no era que en el otro pueblo llamaran las cosas por otro nombre, que sucedía, sino que ahí la voz de la gente tenía otra música. Muy parecida a la de mi familia, pero perceptiblemente diferente, para ser un lugar tan cercano.

Las diferencias terminológicas me saltaban a la cara cuando nos visitaban mis primas del estado Zulia, que está en el otro extremo del país. Nos divertíamos de lo lindo señalando las cosas y preguntándonos unos a otros los nombres que les dábamos a todo en nuestros respectivos estados. El universo material recibía nuevos nombres, con lo cual renacía y tomaba nuevas formas, a partir de la iluminación milagrosa del contacto lingüístico. El mundo se enriquecía porque esas diferencias no lo hacían menos comprensible sino más amplio, más bello y más atractivo. El ventilador era para mis primas el abanico, el coleto era el lampazo, un polo era un helado; pero siempre las diferencias en las formas de hablar eran más notorias, verdaderamente más notorias, que las de vocabulario. La melodía que nos percibíamos mutuamente era ineludible debido a la distancia geográfica.

Y si uno viaja más lejos, pasa lo mismo: en Perú llamarán vereda a la acera, en Argentina llamarán colectivo al autobús y en México llamarán mensos a los tontos. Y no tengo que explicarle a nadie que la musicalidad de sus voces varía de una manera que nos tiene fascinados a todos desde que el mundo es mundo. Es decir, las diferencias léxicas y fonológicas no tendrían que llamar tanto nuestra atención porque son lo más cotidiano que hay en cualquier lugar donde los seres humanos se comuniquen mediante la lengua. Todos los días un perro muerde a un hombre, y eso no es noticia. Lo que sí llama a atención, al menos la mía, es que en algunos de estos lugares observo microscópicos cambios sintácticos. Estos sí son el hombre que muerde al perro.


(Seguimos la próxima semana.)


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Año XII / N° CDLXIX / 15 de julio del 2024

lunes, 8 de julio de 2024

Cuando a Roma fueres... [CDLXVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Escena de Sophia Loren en Roma, de 1964

 

 

         Cuando a Roma fueres, haz como vieres” (Quijote II, 54), decía el Caballero de la Triste Figura, imitando a mi abuela. Parece una recomendación más bien sabia, si pensamos que en tiempos antiguos en los actuales quizá sí— no había manera de saber nada de otro lugar que no fuera presentarse en ese lugar y vivir un tiempo en él. No digo que me sienta inclinado a adoptar formas de decir las cosas que he encontrado en Perú, pero sí me veo a veces asombrado, sorprendido, agradado por algunas de ellas.

         Algunas personas aquí responden las gracias diciendo, por ejemplo, “Qué ocurrencia”. Puede ser también: “¿Cómo se le ocurre?”. Me imaginaba al principio que eran personas mayores quienes dirían así (porque en Venezuela esas expresiones sonarían como típicas de los abuelos), pero ya hace tiempo que concluí que la edad no es el factor determinante. Una de las primeras personas a las que oí responder así fue la directora de la escuela en la que mi hija iba a estudiar primer grado. En aquel momento quedé totalmente confundido, pero de camino a casa pensé que quizá había querido decir: “Qué ocurrencia la de usted, agradecerme por tan poca cosa”. Me colgué de esa interpretación y me gustó la expresión como señal de humildad.

         Discursivamente, es más poético, no hay duda, que el simple de nada del español general, que de todas maneras es también bastante humilde. Cuando respondemos “De nada” o “Por nada” a las gracias que nos da alguien, le estamos diciendo: “Me estás agradeciendo por nada, no estoy haciendo nada en realidad”. Pero esta forma que usan los peruanos impresiona al mismo tiempo por su cortesía y una resonancia proveniente de la retórica de otros tiempos.

         Hace unos días un hombre bastante joven que me atendió en una tienda, en la que solamente había entrado para preguntar un precio, respondió mi “Muchas gracias” con un “Imagínese”. Fue como que me respondiera: “Imagínese las pequeñeces por las que usted da las gracias”. Ojalá que nadie me desmienta esta interpretación porque me gusta el sonido de estas palabras, que le inyectan placer a la situación.

         ¡Ah...! El placer. Un día, siendo yo aún un muchacho, oí a una persona muy elegante y educada responder las gracias con un “Fue un placer”, y desde entonces lo uso. Quizá voy a sonar pretencioso, pero me atrae también esta fórmula porque implica que soy yo quien tendría que agradecer porque en realidad soy yo quien sale ganando debido al gusto que me da hacer... lo que sea que usted me está agradeciendo.

         Qué de metáforas. Y qué de descubrimientos. No se puede uno parar a reflexionar sobre las expresiones más conocidas, cotidianas y recurrentes, porque se tropieza con secretos, misterios y recompensas. No creo que llegue al punto de adoptar todas estas fórmulas y metáforas, pero sí disfruto su poesía y su poder comunicativo. Y llegados a este punto, apenas me resta darles a ustedes las gracias por su lectura y su paciencia... Vamos a ver qué me responden.

 

 

 

Año XII / N° CDLXVIII / 8 de julio del 2024

 

lunes, 1 de julio de 2024

Una palabra de un quilo [CDLXVII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

El quilo chileno no pesa mucho ni se escribe con ca

 

 

         Cuando yo era estudiante, un día, durante las vacaciones, en Margarita, me desperté casi a mediodía y descubrí que estaba solo en casa. Yo tuve que salir también y cuando estaba cerrando la puerta, llegó una antigua alumna de mi mamá que le vendía harina de trigo cada semana. El encargo aquella semana estaba incompleto por un problema de transporte y la mujer prometía traer lo que faltaba al día siguiente. Le escribí eso a mi mamá en una nota que pegué de la nevera, para que no pudiera dejar de verla.

         En la noche, cuando regresé a casa, mi hermana me esperaba, armada con pruebas documentales irrefutables, para vengarse de mí por todas las veces que, cuando ella estaba aprendiendo a escribir, le corregí casi todo lo que escribía en sus cuadernos: las palabras mal acentuadas, los verbos mal conjugados, las concordancias de género y número, todo aquello con lo que la atormenté hasta que llegó a sexto grado y yo me fui a la universidad. Es decir, después de verme cerrar con llave la puerta, para estar segura de que no me iba a escapar, en medio de un preámbulo reivindicativo, me puso delante la notita que yo había dejado en la nevera y me espetó: “Te pasas la vida corrigiéndolo a uno y luego vienes y escribes esto”.

         Leí sonriendo la nota y casi se me cayeron los ojos al piso de la sala: había escrito “...otros tres quilos de harina”. No dejaba atrás el asombro, porque ni para bromear había pensado nunca en escribir la palabra kilo con cu, pero no dejaba tampoco de reírme porque mi hermana celebraba aquello como si se hubiera ganado un millón de dólares en la lotería.

         Pasado el alboroto, escribí en mi cuaderno de esa época una reflexión sobre el asunto. Y recuerdo que cada cierto tiempo me volvía a la mente aquel extrañísimo error (nada extraño en realidad porque, al fin y al cabo, la grafía utilizada representaba el sonido que se necesitaba). Me fui a dormir esa noche pensando en el curioso episodio, pero sin que me atormentara. Y en la mañana me desperté, como todos los días de vacaciones, tarde, pero antes de desayunar la voz de mi hermana me trajo la imagen de la palabra quilo a la mente. Más o menos al mediodía me había fastidiado ya lo suficiente como para recurrir al diccionario. Para jugar, imagino ahora, porque ¿qué iba a encontrar?, ¿que kilo se escribe con ca? Eso ya lo sabíamos desde siempre. ¡Ah! Pero puedo buscar quilo, con cu. ¿Existirá? Y si existe, ¿qué significará?

         Pues resulta que encontré la palabra quilo, ¡con cu! La exclamación que lancé llegó por lo menos a las nubes. Salí disparado a pavonearme con el diccionario en la mano delante de mi hermana. “¿Qué te pasa?”, me dijo. “No me irás a decir que ahora la Academia escribe kilo con cu”.

         “Pues mira”, le dije riéndome y abriéndole el diccionario, su propio diccionario, por cierto, en la página donde estaba la definición:

 

quilo, m. p. us. V. kilo.

 

Las abreviaturas significaban: masculino, poco usual. Ver... Es decir, también se escribe con cu. Es el “protocolo” que siguen los diccionarios cuando abren una entrada para una variante menos frecuente que otra: nos envía a la que usa la mayoría de los hablantes. Es decir, hay lugares donde se escribe así. Pocos, pero los hay. Y cuando fuimos a buscar kilo, encontramos:

 

kilo, m. Tb. quilo, p. us.

 

También quilo, poco usual. E indicaba que era, como todos sabemos, el “acortamiento” de la palabra kilogramo. ¡Ah, kilogramo también aparecía con cu!

         Fue muy interesante aquella vez (y lo es hoy que lo vuelvo a buscar) enterarme de que kilo también significa (o significaba cuando existía esa moneda) ‘un millón de pesetas’. Además, quilo, con cu, nunca con ca, es toda ‘linfa de aspecto lechoso por la gran cantidad de grasa que acarrea, y que circula por los vasos quilíferos durante la digestión’. Esta acepción proviene del latín chilus, es decir, ‘jugo’. Sudar el quilo equivale a ‘trabajar con gran fatiga y desvelo’. En griego, ese chilus tenía su respectiva y.

         En Chile, quilo es de origen mapuche y nombra el ‘arbusto de la familia de las poligonáceas, lampiño, de ramos flexuosos y trepadores, hojas oblongas algo asaeteadas, flores axilares o aglomeradas en racimo, y fruto azucarado, comestible, del cual se hace una chicha’.

         Aunque mi hermana sigue pensando que yo estudié solamente para graduarme de licenciado en Traducción y Corrección, gracias a Dios desde que me percaté de la ignorancia que campea en mi mente sobre todo lo que se refiere a la lengua, especialmente nuestra complejísima lengua española, dejé de corregir a los pocos que corregía antes, que eran siempre las personas que más amaba. Ahora me corrijo a mí mismo, y quizá es eso lo que me permite disfrutar cada día más estas curiosidades y fenómenos tan fascinantes como estas singulares palabras que pueden escribirse con ca y a veces con cu... ¡ah!, y que, fíjese usted, Andrés Bello escribiría con ce.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXVII / 1° de julio del 2024

 

lunes, 24 de junio de 2024

Enshittification [CDLXVI]

Luis Roberts

 

 

 

Cartel en una panadería artesanal. Foto del autor

 

 

         Hace algunos años, un alumno me preguntó al final de la clase: “¿Cómo hacían ustedes los traductores antes de que existiera Internet?”. Yo le contesté: “¿Cuántos de ustedes saben dónde está la Biblioteca Nacional en Caracas?”. Sólo un par de alumnos de una muy concurrida clase levantó la mano. Proseguí: “Pues pasábamos horas ahí consultando, investigando”. Hoy “a golpe de un clic” tenemos la consulta resuelta. O eso parecía. Por eso siempre decía, y digo, a mis alumnos que para ser un buen traductor se necesitan tres condiciones principalmente: 1. conocer muy bien tu idioma; 2. usar la cabeza (si hay algo en ella utilizable al respecto), y 3. consultar con el amigo, “el pana” Google.

         Hoy el 92 por ciento del total de las consultas en la red se hacen por Google, que el 14 de mayo ha anunciado que incorpora la inteligencia artificial a su buscador. La IA está acabando con los traductores y con esta medida de Google va a dificultar bastante más la consulta. Google pretende “monetizar” las búsquedas, es decir, aumentar los beneficios para sus accionistas, por eso cuando haces una consulta cualquiera, con un poco de suerte tienes que esperar a la segunda página para que te indique algo parecido a lo que buscas, pues en la primera todo, o casi todo, es publicidad, con Amazon a la cabeza, eso sí, aunque busques “cómo es el impacto del cambio climático en la Antártida”, por ejemplo.

         Parece ser que hay un truco para evitarlo en las búsquedas tecnológicas y es añadir a la URL la línea de código “&udm=14”; y otro más, añadir “before 2023”. Suerte.

         Todos conocemos la maravillosa capacidad del idioma inglés para convertir en verbo cualquier sustantivo. Pues bien, para esta deriva de Internet el escritor y activista canadiense Cory Doctorow se inventó en 2022 el sustantivo enshittification, y su equivalente verbal, enshittify, de shit (mierda), que la American Dialect Society, que recoge el léxico usado en Estados Unidos desde 1889, eligió en 2023 como la palabra del año. Todavía no hay traducción al español, pero la duda está entre “enmierdamiento” o “mierdificación”.

         Hace unos días, ya con la bendita IA funcionando, se preguntó a Google “cuántas piedras debíamos comer al día”. La respuesta del buscador fue que “al menos una de tamaño pequeño para mejorar la salud digestiva y aportar minerales como el calcio y el magnesio”. La referencia académica de tamaño dislate era nada menos que un trabajo de un equipo de geólogos de la Universidad de Berkeley. La realidad era que la IA había copiado un artículo de The Onion, un periódico satírico muy popular en Estados Unidos, como nuestro Chigüire Bipolar.

         La publicidad “monetiza” rápidamente, pues vivimos lo que se está llamando “la cultura de la dopamina”: satisfacción instantánea, compulsión de rapidez adictiva, contestar ya, comprar ya, empatarse ya, información muy limitada, pero rápida, etc. Eso nos lleva al otro gran problema, el de las redes sociales, la otra cara, y esta aún más fea, de Internet, donde un limpiador de piscinas tiene 15 millones de seguidores en Tik-Tok, con más de 400 millones de likes (eso es lo que monetiza), o donde un loco de atar telegrammer, funda un partido llamado “Se acabó la fiesta”, para presentarse en España en las elecciones europeas y obtiene tres escaños gracias a los 800.000 votos de unos descerebrados cabezas rapadas, por fuera y por dentro. Pero lo de las redes sociales da para otro artículo, así que terminemos con Google y con una frase que no es mía, sino de César Astudillo: “Si es gratis, entonces el producto eres tú”.

 

 

 

luisroberts@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLXVI / 24 de junio del 2024

DÍA DE LA BATALLA DE CARABOBO

  

lunes, 17 de junio de 2024

Veintiuna casas [CDLXV]

Edgardo Malaver Lárez



¿Y si fueran todas hembras?




Decimos un perro y una casa. Si les sumamos veinte, serían veintiún perros, pero ¿por qué habría que decir veintiún casas? ¿Los sustantivos femeninos cambian a masculino cuando pasan de veinte? ¿Y vuelven a ser femeninos hasta que pasan de treinta? Se oye con frecuencia. Treinta y un carros y treinta y un flores; cuarenta y un días y cuarenta y un noches. ¿Y cuando pasan de cincuenta? ¿A qué se debe esto? Cualquiera entiende que nos invade la duda porque no se dice cincuenta y uno niños, así que debe no ser tampoco cincuenta y uno tazas, y en el momento de la verdad, la lengua, la de la boca, pone por sí sola el numero en masculino, la forma de la que se siente segura, y uno sigue hablando y no se percata. Muy bien, pero cuando pasa de cien, ¿cuál es el problema de volver al uno, o sea, decir ciento un dálmatas y ciento una pastoras alemanas? Muchas personas que comienzan a estudiar francés logran controlar con mucha facilidad el pronombre partitivo en y el de lugar y, que en español no existen, y muchos que estudian alemán muestran una destreza enorme con las declinaciones y las proposiciones subordinadas, pero en su propia lengua les cuesta Dios y su ayuda acordarse de la simplísima concordancia entre adjetivo y sustantivo, particularmente cuando este es femenino y el determinante numeral termina en uno. ¿Cómo hacen cuando pasan de doscientos, en que habría que poner ambos números en femenino? O sea, doscientas una horas. ¿Dirán trescientas un empleadas? Eso sí que parece bien difícil de articular: femenino-masculino-femenino. ¿Y si después hubiera que agregarle un adjetivo? ¿Lo pondrán masculino, para no perder el ritmo y la uniformidad? Tendría que ser neutro, ¿no?

Hay quienes se mortifican por este fenómeno. No ven posible que vaya a mejorar en el futuro. Ay, Pandora, cierra pronto tu caja.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXV / 17 de junio del 2024


lunes, 10 de junio de 2024

Una de gramática [CDLXIV]

Edgardo Malaver Lárez



¿Quién quiere darle palos a un caballito tan bonito
si en la fiesta están hablando de gramática?




No sé ya cuál de los niños que estaban en aquel cumpleaños me preguntó: “¿Por qué todos los estudiantes son iguales y los alumnos son niños y niñas?”. Pensé que se refería a la diferencia de edades, pero él observaba que la diferencia en el artículo puede dar, por un lado, los estudiantes y las estudiantes (todos iguales) y, por otro, los alumnos y las alumnas (cada sexo con su género). Y no sé quién apagó la música ni en qué momento se hizo silencio para escuchar otras “curiosidades”: “Miren, niños, también existen ‘nombres de cosas’ cuyo significado cambia si les cambiamos el artículo: la frente y el frente, el cólera y la cólera, el parte y la parte”. Y qué asombro cuando dije: “Y otros nombres en que pasa lo contrario: no cambian de significado: el sartén y la sartén, el mar y la mar, el terminal y la terminal”. Una madre llamó su enfant terrible, que estaba en primera fila delante de mí. “Además”, agregué finalmente, “están los nombres que cambian totalmente de masculino a femenino, como hembra y macho, caballo y yegua, sastre y costurera”. Entonces se levantó una niña pequeñita y declaró: “Entonces no hay nada mejor que ser estudiantes, porque somos todos iguales”.

Aplaudimos todos.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXIV / 10 de junio del 2024


lunes, 3 de junio de 2024

Algún grave mal se oculta en Dinamarca [CDLXIII]

Edgardo Malaver Lárez



Glen Close como Gertrudis en Hamlet (1990), de Franco Zeffirelli



La sorpresa fue grande. Hace siete días, buscando una foto para ilustrar el artículo de la semana pasada, e intentando ser riguroso y no confiar más de la cuenta en mi memoria, abrí la versión digital de Hamlet que tengo en la computadora para copiar con precisión la celebérrima frase “Algo podrido hay en Dinamarca”. Después de varios minutos, no lograba encontrarla, ni siquiera limitando la búsqueda a la sola palabra podrido. Decidí buscarla en inglés en Google y la encontré de inmediato. Con ella me llegaron fotos de Lawrence Olivier, Mel Gibson, Richard Burton. Me decidí por Burton, pero ahora el problema no era la foto, sino el hecho de que mi archivo de Hamlet parecía estar incompleto. Entonces busqué la frase en español en Internet y otra vez apareció a la primera. Con los textos de los otros personajes del diálogo, volví al archivo en español, y... ¡pun...! Hamlet va siguiendo al fantasma de su padre y sus amigos Marcelo y Horacio van siguiéndolo a él, y en algún momento, para convencer a Horacio de continuar para saber qué busca el protagonista, Marcelo le dice: ¡“Algún grave mal se oculta en el reino de Dinamarca”! Pensé inmediatamente, invadido por el asombro: “Pero... hasta en las comiquitas aparece a cada rato la famosa cita”. Y busco el nombre del traductor y la fecha de traducción, y llego a la conclusión de que es probablemente a los traductores audiovisuales a quienes les debemos la popularidad de esta breve y densa muestra de la genialidad de Shakespeare. Resulta que fue el también agudísimo Leandro Fernández de Moratín, en 1798, quien por alguna razón traduce la contundencia de “Something is rotten in the state of Denmark” por la simpleza de “Algún grave mal se oculta en Dinamarca”. Por fortuna, parece que ha sido el único.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXIII / 3 de junio del 2024


lunes, 27 de mayo de 2024

¡Ay, foj...! [CDLXII]

Edgardo Malaver



¡Foj...! ¿Fuiste tú, Dinamarca? Richard Burton como Hamlet 
en 1954. Foto: Getty Images



¿A ustedes no les huele mal? ¿Qué dicen cuando sienten un mal olor? ¿Qué exclaman si es muy fuerte o si aparece repentinamente? Existe toda clase de metáforas para ese momento, la creatividad lingüística de la gente no cesa, y aumenta cuando se trata, por ejemplo, de las imágenes escatológicas, pero existe una expresión, sorprendentemente sencilla, para el desagrado que revela y retrata ese desagrado con fidelidad y que se mantiene en algunas zonas del mundo de habla española. Es una sola sílaba, pero qué expresiva y delatora es cada vez que sale de nuestros labios fruncidos y narices arrugadas por un mal olor. Aunque ahora sé que tiene variantes, yo creí oyendo exclamar, en casa y fuera de ella, ¡Fos!, ¿a ustedes no les huele mal?

En realidad, la pronunciación más precisa sería foj, como dice el título, pero tocaba ser un tanto formal en el primer párrafo. Y quizá sería esta la pronunciación, digamos, intermedia entre otras dos que aparentemente representan, como veremos más adelante, dos extremos de “fineza”. Hasta ahora he encontrado, en la lengua hablada y en la bibliografía, las formas fo y fos. Esta última es la que con frecuencia adopta una forma más “popular”, que es foj.

Buscando bibliografía para el artículo de esta semana, me sorprendió que la primera fuente a la que acudí para estudiar la palabra fos, el diccionario de la Academia, no la tuviera. Fue la primera campana que me insinuó que podía ser un venezolanismo. La Academia tiene solamente fo, y ciertamente pone que es un venezolanismo, aunque sea hasta cierto punto: 


fo, 1. interj. U. para expresar asco. 2. interj. coloq. Ven. U. para indicar desaprobación o rechazo. hacer fo, o el fo, a alguien, 1. locs. verbs. coloqs. Col., Cuba, R. Dom. y Ven. Tratarlo con indiferencia o con desaire, no prestarle la debida atención.


Mis amigos caraqueños se están diciendo en este momento, mientras leen, que así es como se debe decir. Yo soy de allende el mar y me pregunto cómo Cuba y República Dominicana están mezcladas aquí con países continentales. Así que sigo buscando y, a pesar de la falta de pistas de cualquier tipo del diccionario, me tropiezo con el “Tesoro de los diccionarios de la lengua española” que ofrece la propia página de la Real Academia. Dentro de ese acertadamente llamado “Tesoro”, se me presenta el Diccionario histórico del español de Canarias. Y siento que entre insulares nos vamos a entender mejor. Dice el DHEC, entre todo lo que dice:


fo(s), foj. interj. Indica asco cuando se percibe mal olor.


Entre los muchos autores que menciona y que registraron la interjección está Benito Pérez Galdós, que lo escribe fos, y Fernán Caballero, que lo dice sin ese. Pero nada como el testimonio de los hermanos Luis y Agustín Millares en su obra Léxico de Gran Canaria, de 1924:


Fó! Magnífica interjección, importada de Cuba por nuestros indianos. Bonafoux asegura que es de uso frecuente entre los negros de Puerto Rico. No hay canario que, al percibir un olor desagradable, sobre todo de humana procedencia, deje de protestar con la típica interjección isleña ¡Fo! Las personas finas le añaden una ese; algunas dos eses: ─¡Fos! ¡Foss!


¡Caramba, la gente fina! Entonces, el foj que he pronunciado toda la vida es coloquial. Claro que sí lo es. No es una palabra muy delicada ni musical: pero yo hablo del español de América, y este diccionario, del de España. Y han pasado 100 años del comentario de los Millares. Las “personas finas” de este lado del océano en la actualidad no deben tener, digo yo, los mismos escrúpulos lingüísticos de las de aquel entonces en Canarias.

El diccionario también dice que fo, o cualquiera de sus variantes, se usa en Andalucía. Y agrega que podría ser un derivado de las interjecciones plenamente castellanas ¡pu!, ¡puf! o ¡uf!, dejando implícito que estas tienen la misma connotación de asco.

Yo tengo una tía, cuya frase más frecuente es A fulana todo le hiede y nada le huele. (Ya saben ustedes que hay quienes, siendo bien populares, dirían jiede.) Buena condensación para describir a aquellos que parecen tener un radar de lo que se está descomponiendo... o ya está descompuesto. La lengua es habilísima para dejar esos rasgos al descubierto, sólo hay que estar atento, y a veces ni siquiera eso. Quizá una primera señal, quizá la más clara, es que a diestra y siniestra dicen: “¡Foj...! ¿A ustedes no les huele mal?”. Y eso puede significar que todo les molesta, nada los complace. Y puede ser gente que huele muy bien.

La verdad es que la interjección fo y sus variantes, en apariencia tan poco visibles, en apariencia tan insignificantes, en apariencia tan repelente, resulta ser muy atractiva y está rebosante de información pragmática, rasgo que normalmente no se les atribuye a las interjecciones. Sí, la lengua revela más con las palabras más breves.


emalaver@gmail.com




Año XII / N° CDLXII / 27 de mayo del 2024


lunes, 20 de mayo de 2024

La de, puerta y arco [CDLXI]

Ariadna Voulgaris



Delta del río Orinoco, en su camino hacia el Atlántico




No fui a Chiguará. Recordarán que la noche en que llegué a Mérida, hace una semana, mientras cenaba, oí una conversación de otra mesa en que hablaban de este pueblo andino, y quise ir. Al amanecer de la mañana siguiente, recibí una llamada de mi trabajo y tuve que quedarme en el hotel... trabajando. El segundo día tuve que volver a Valencia, donde tenía material que necesitaba para hacer el trabajo. Sin embargo, el recepcionista de la primera noche me habló extensamente de un escritor importante en la literatura venezolana que nació en Chiguará, Antonio Márquez Salas, que ahora deseo mucho leer, ya les contaré.

Hoy les traigo datos de la letra de (o d, o D, como quieran), que ahora es la cuarta del alfabeto español, pero ocupa el quinto lugar entre las que encabezan más palabras. Con de comienzan 5.793 palabras de la lengua española, 6,58 por ciento.

Esta letra, por lo que me dice una enciclopedia que tiene Alejandra en su casa, Monitor, fue creada por los ilustres sabios egipcios. Leo en Internet que el ideograma de los egipcios era triangular, ya que representaba la puerta de las tiendas de campaña, pero en la enciclopedia hay un dibujo que la hace parecer la puerta regular de una casa contemporánea. Además, parece también una de minúscula de la actualidad, que se supone que crearon los romanos siglos después.

El signo de los egipcios, pues, se “triangulizó”, deduco yo humildemente, cuando lo adoptaron los fenicios, que lo llamaron dalet, “puerta”, y los hebreos, después, hicieron lo mismo. Para cuando el dichoso dibujito llegó a territorio heleno, se convirtió un triángulo de lo más sencillo y equilátero que podían trazar y que ellos llamaron delta. Por ese camino llegó a Roma, donde le inventaron, como ya dije, la forma minúscula (que no entiendo por qué algunos especialistas dicen que apareció a causa de la escritura a mano de la mayúscula). De la mano de los romanos llegó a España y en aquel barquito de Colón se vino para América. Esa es la herencia que hemos recibido nosotros, los que hablamos español donde lo hablemos.

Monitor explica que la pronunciación de la de en la terminación de los participios y otras palabras fue haciéndose cada vez más relajada con el tiempo, y que en muchas regiones no se pronuncia. (Yo hubiera dicho, y el profesor Malaver me apoya, que era en todas partes, siempre que esté uno amparado por el contexto familiar, amical, informal.) Ese debilitamiento fonético dio como resultado la evolución de palabras latinas como pater a padre, de catena a cadena, de peccata a pecado. En otros casos desapareció, como en paradiso, que nosotros decimos paraíso, o radix, que convertimos en raíz.

Además de la historia, existen unas cuantas curiosidades relativas a la letra de. Por ejemplo, D. (mayúscula con punto) es la abreviatura de la fórmula de tratamiento don. En la numeración romana, la de mayúscula representa el 500. En música, los compositores de habla inglesa utilizan la D en lugar de nuestra muy reconocible nota re. En la historia del siglo XX, de Día D fue el día en que comenzó el desalojo de los nazis de Europa. En química, la delta es el símbolo de calor. Con esta cálida letra comienzan sustantivos que nombran conceptos importantes y entrañables para nuestra cultura: Dios, democracia, dulzura, y también conceptos desastrados y sin defensores, como deuda, desastre, dolor.

Como todas las demás, la de tiene diversas funciones, diversas significaciones y diversas historias detrás de ella. Su sencilla forma de arco de flecha sin tensar, recta y curva al mismo tiempo, que desde nuestro ángulo poco tiene que ver con la idea de una puerta, pero que puede abrir un camino, o marcar un punto hacia el cual caminar, una dirección, nos trae a la mente una claridad como la de la didáctica, como el dominio de las emociones, como la diestra mano que invita al conocimiento. Conocerla mejor con toda certeza nos comunicará mayores placeres en el uso de nuestra dichosa lengua.

Otro día —ya no tengo certeza de la fecha—, seguiré con el quinto capítulo de esta hermosa historia. Mañana regreso a Atenas.


Valencia, 27 de abril del 2024


ariadnavoulgaris@gmail.com




Año XII / N° CDLXI / 20 de mayo del 2024


lunes, 13 de mayo de 2024

Esteban de Jesús y Estelita del Llano [CDLX]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

La zorra y el cuervo. Ilustración de Arthur Rackham
para una edición de las fábulas de Esopo en 1912

 

 

         Como todo en la vida, la lengua tiene lo que podemos llamar sus ventajas y desventajas. Nos permite comunicarnos, pero al mismo tiempo es también fuente de discordias y desencuentros; con ella hablamos de amor, alabamos a Dios y sanamos las heridas de nuestros seres amados, pero al mismo tiempo nos pone trampas para que insultemos a nuestros amigos, para maldecir y para humillar a nuestros padres. La lengua es el clavel de nuestro jardín y la herida purulenta en nuestro costado. La lengua es lo mejor que tenemos y lo peor que tenemos, diría Esopo.

         En el nivel pragmático de la lengua, es decir, en lo que atañe a la comunicación efectiva, a cómo se convierte en hecho en la vida cotidiana, si es que llega a hacerlo, aparece a veces el obstáculo de que uno puede desear decirle a alguien algo que no desea que una tercera persona, también presente, escuche o al menos entienda. Es un obstáculo para la cortesía, sobre todo. Puede nacer en ese momento un conflicto si llamamos las cosas por su nombre y eso termina afectando la imagen positiva que tiene el tercero de sí mismo. Y en ese momento viene la imaginación en nuestro auxilio. Todos hemos oído a alguna madre hablar con una prima o una amiga frente a su niño que, aunque pequeño, está en capacidad de entender lo que se dice —¡y los niños siempre estamos atentos a la voz de nuestra madre!—, y cuando va a mencionar un detalle delicado, dice: “Lo que pasa es que el que te conté no puede ver la cebolla ni escrita ni pintada”. Es, ya sabemos, la alusión más clara que conocemos en español. Uno casi nace conociéndola, pero las madres siguen usándola.

         Existen otras mil formas de hacer eso, a veces en broma, otras para evitar avergonzar al otro (o para avergonzarlo), e incluso, cuando ya todos saben a qué o a quién se refiere uno, simplemente para mencionar al otro con humor. Sin embargo, no conozco forma más graciosa de hablar de alguien sin mencionarlo que los venezolanísimos Esteban de Jesús y Estelita del Llano. Estos dos nombres son simplemente eufemismos con apariencia de nombres reales, por lo menos posibles, equivalentes a este y esta, que pueden sonar bastante descorteses si uno los usa delante de los aludidos. Deben haber sido ingeniosos al principio —quién sabe cuándo sería—, pero hace mucho tiempo que ya todos sabemos a quiénes se refieren.

         También durante mucho tiempo he pensado que el “epíteto” Estelita del Llano tendría que haber nacido de la fama que en algún momento tuvo la artista venezolana conocida con ese nombre. Es comprensible que haya sido desde entonces la fachada del pronombre esta cuando el chismoso sentía el peligro de ser descubierto hablando de una mujer en su cara. Sin embargo, nunca antes supe si había aparecido antes la artista o la expresión. Y como no tenía noticias de ningún famoso llamado Esteban de Jesús, siempre pensé que la versión masculina del “apelativo” simplemente derivaba de su semejanza con una forma frecuente de poner nombre a los varones en Venezuela.

         A pesar de esto, uno hace bien en no darlo todo por sentado, y hoy que pensé en escribir sobre ese fenómeno, descubro, primero, que Estelita del Llano es un seudónimo y, después, que Esteban de Jesús era el nombre real, aunque yo no había oído nunca ni una sílaba sobre la persona que lo llevaba.

         La cantante y actriz venezolana Estelita del Llano en realidad se llama —porque aún vive— Berenice Perrone Huggins, y nació en Tumeremo el 28 de septiembre de 1937. Cantó por primera vez en público en 1960, en un concurso radial, que ganó y después del cual la emisora hizo una encuesta para ponerle seudónimo a la nueva artista. Desde entonces grabó 21 discos de boleros que ahora son conocidísimos en toda América Latina. En 1996 formó un exitoso grupo con las célebres Mirla Castellanos, Mirtha Pérez, Neida Perdomo, Mirna Ríos y Floria Márquez y con ellas recibió el Premio Casa del Artista al cantante del año. Hasta la primera década del siglo XXI estuvo activa en la música y la televisión, siempre fiel al género que la llevó a la fama, el bolero.

         Mientras tanto, el boxeador puertorriqueño Esteban De Jesús, nacido en Carolina el 2 de agosto de 1950, andaba buscando y conseguía la oportunidad de enfrentarse al legendario campeón panameño Roberto Durán, apodado Mano e Piedra, que no había perdido un combate en toda su carrera. El 17 de noviembre de 1972 De Jesús se convirtió en el primer hombre que logró derribar y vencer a Durán. Su nombre tiene que haber cubierto cientos de metros de papel periódico en aquellos días y en los años siguientes, cuando los dos peleadores volvieron a enfrentarse en Panamá y en Las Vegas. De Jesús murió de sida en 1989 mientras cumplía una condena a cadena perpetua por homicidio con el agravante del consumo de heroína. Durán estuvo entre los pocos que fueron a despedirse de él días antes del final.

         Todo esto me hace concluir que Esteban de Jesús y Estelita del Llano, sobre todo por sus coincidencias fonéticas, pueden haber surgido en la época de mayor popularidad de la cantante y el atleta: los años 60, 70 y 80. Quién sabe si se utilizaban antes (o si brotaron simultánea o consecutivamente), pero con semejantes historias detrás, palidecen las otras hipótesis. Si me equivoco, ojalá que aparezca pronto quien me corrija.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLX / 13 de mayo del 2024