domingo, 23 de abril de 2023

Teresa de la Parra también [CDXVIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

San Jorge y el dragón (circa 1470), de Paolo Ucello

 

 

         Hace unos años, cuando comenzó a sonar a mi alrededor el Día del Libro y del Idioma, y me di cuenta de que la fecha, 23 de abril, era la de la muerte de Miguel de Cervantes y de William Shakespeare —coincidencia que conocía desde hacía bastante tiempo— me puse a averiguar si existían otros escritores relacionados con esa fecha, y, para mayor sinceridad, guardaba la esperanza de que los hubiera muchos nacidos, más que fallecidos, en esa fecha. La primera vez, me tropecé solamente con el inca Garcilaso de la Vega, y lo mencioné apenas tuve la ocasión en mis clases y en el auditorio de la Facultad de Humanidades. El año siguiente, me encontré el dato de que en esa fecha había muerto Teresa de la Parra también.

         Desde entonces, levanto siempre el dedo para incluirla cuando se menciona o se celebra la fecha. Ya saben por qué lo hago: porque es venezolana en un mundo centrado en Europa, porque escribe en español en un mundo obsesionado con el inglés, porque es mujer en un mundo dominado por los varones, pero si tuviera que resumir y quedarme con una sola razón, la mencionaría siempre porque escribe con delicadeza en un mundo hundido en la vulgaridad.

         Para decirlo brevemente, Teresa de la Parra escribió dos novelas —Ifigenia, diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba (1924) y Las memorias de Mamá Blanca (1929)—, al menos dos diarios de viajes —Por el lejano Oriente... el diario de una caraqueña (1920) y Diario de Bellevue-Fuenfría-Madrid (1931-1936), publicado póstumamente—, tres cuentos fantásticos —“Historia de la señorita Grano de Polvo, bailarina del sol”, “El genio del pesacartas” y “El ermitaño del reloj”, también póstumos—. Escribió además, digamos que como ensayista, tres conferencias que reciben el título general de Influencia de las mujeres en la formación del alma americana, y buena cantidad de cartas que, probablemente, no se hayan recopilado aún en su totalidad.

         Qué difícil es escoger un fragmento de alguno de estos textos para ejemplificar, en un artículo tan breve, la suavidad de la prosa de nuestra escritora más aplaudida del siglo XX. Ifigenia, para comenzar, es lo que se llamaría hoy una “fusión” de salsas en que se cuecen diversos géneros. Aunque tiene en la portada el subtítulo de diario, la novela comienza con una larga carta que María Eugenia, la narradora protagonista, le escribe a su antigua compañera de estudios en París; uno podría decir que a menudo la narradora recurre a la poesía para expresar, para narrar, pero no es cierto: toda su narración es totalmente poética todo el tiempo. A lo largo de aquella carta, narra episodios de su llegada a Caracas y su reencuentro con personas que conocía desde su infancia. Cuando se encuentra de nuevo con los sirvientes de su casa, le cuenta a su amiga:

 

Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer ni escribir, la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde entonces en la casa, donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista, dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de Abuelita, era Gregoria quien me daba de comer, quien me contaba cuentos y quien a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta, que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los filósofos cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de san Francisco de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente e inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó por siempre de toda ciencia que no enseñara la naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchado camisas, mira correr el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua, forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde, al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por el mismo impulso que hace temblar de alegría y de felicidad la cola agradecida de los perros.

 

         María Eugenia se reencuentra también con su tío Pancho, hermano de su difunto padre, y comienza un intercambio intelectual de lo más jugoso. El tío Pancho parece concordar con la sobrina en muchos puntos referentes al feminismo que trae María Eugenia en la mente. Ella despliega sus reflexiones sobre el tema haciendo referencia a autores como Cervantes y personajes como la pastora Marcela, con los cuales crea una fascinante madeja de pensamientos y detalles en el nivel estructural de la narración. Es notorio en este punto que Teresa de la Parra, que es mujer, pone su discurso feminista en labios del tío Pancho, que es hombre; Cervantes, que es hombre, lo pone en labios de Marcela, que es mujer. En Don Quijote el protagonista defiende a un personaje que después de esa escena desaparecerá; en Ifigenia el personaje secundario defiende a la protagonista. Y este tejido, junto con otros momentos que quizá uno tarda en percibir, se va construyendo una obra no solamente bella sino, sobre todo, profunda.

         La defensa de la mujer es un tema tan profundo para De la Parra que no ha de haber sido gratuita su aparición frente a diversos escenarios para exponer sus ideas al respecto. El título de su ensayo, que por lo que cuenta, le costó algún trabajo porque deseaba hacerlo, de entrada, revelador de su contenido y de su empeño, nos deja claro que la autora ha buscado y encontrado los objetos y sujetos de su alegato en su propia tierra. Las mujeres han construido, junto con los hombres y no detrás de ellos, el “alma americana” (que Bolívar llamaría “colombiana”).

         En cierto párrafo de este texto, De la Parra explica que, estando en Nueva York y en La Habana, pensó en recoger más datos en estas ciudades para hablar de las mujeres de aquel momento,

 

Y los adquirí en efecto, pero al mismo tiempo me abandonó la vocación al momento propicio de escribir. [...] Me he quedado, pues, por todo haber con mis mujeres abnegadas. Hablando con toda franqueza, les diré que allá en el fondo de mi alma las prefiero: tienen la gracia del pasado y la poesía infinita del sacrificio voluntario y sincero.

 

         Estos dos extractos nos revelan que su defensa corre junto con el aprecio de aquellos (o aquellas) que no han sido tan afortunados como ella, que no han podido estudiar, viajar, cultivarse. No es la suya, entonces, una actitud superficial y egoísta que busque el vano placer de figurar, sino un anhelo de justicia para todos.  Cervantino y quijotesco anhelo, indudablemente.

         Teresa de la Parra es entonces digna de ser recordada hoy y muchos días del año, por la belleza de su obra y por el empeño humano, el sueño que alberga. Ojalá tuviéramos más tiempo y espacio para dedicárselo, a ella y a su obra. Hoy tenemos que celebrar el libro y el idioma, el libro y la rosa, a san Jorge y a la damisela en aprietos, a Cervantes y a la lengua que nos da ojos para ver el mundo, pero, por las mismas razones que a todo esto, a Teresa de la Parra también.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XI / N° CDXVIII / 23 de abril del 2023

DÍA DEL IDIOMA

 



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