domingo, 30 de septiembre de 2018

De cómo la traducción engendró la literatura latina [CCXXVIII]

Edgardo Malaver



Esclavo, griego y traductor, Livio 
Andrónico inventó la literatura romana 

 

         En el principio fue el verbo. Y entonces dijo Dios: “Hágase la cultura griega”. Y nació Homero. Y se enseñoreó Homero de la palabra y escribió los cantos que decía por los caminos. Y los romanos, al regresar triunfantes del Hélade, quisieron oír la voz de Homero, y así nació la traducción, y la traducción engendró la literatura latina.
         En realidad, como dice Jacques Gaillard en Introducción a la literatura latina (1997), los romanos durante mucho tiempo “no mostraron inclinación ni talento alguno para la creación literaria” (p. 12), probablemente por su espíritu rústico y para diferenciarse de las “futilidades” artísticas de los griegos, que por ellas descuidaron la construcción de un imperio más duradero. También explica Gaillard que el latín necesitó que se estabilizaran las instituciones políticas para descollar, lo cual sucedió apenas en el siglo I antes de Cristo. Incluso más tarde, bien entrada la era cristiana, para ser un hombre culto todavía hacía falta hablar griego, incluso a las puertas de la ciudad de Roma.
         Y sucedió entonces que el pueblo romano, rústico y belicoso, se tropezó en el sur de la península itálica con los mismísimos griegos, a los que sometió militarmente. Y descubrió que estos hombres cultivaban el espíritu como ellos la tierra, desde hacía siglos. Y tal como hicieron con los dioses, los mitos e incluso con miles de palabras de la vida cotidiana, los romanos importaron, asimilaron, adoptaron (y adaptaron), en una sola palabra, latinizaron también la literatura helénica. “Cuando la mitología griega llega a Roma”, comenta Gaillard, “ya no es otra cosa que pura literatura, una maravillosa reserva de hermosas historias con personajes engalanados con el prestigio de la divinidad” (p. 14). Ya habían completado el ciclo de transición del “tiempo de los dioses” al “tiempo de los hombres” y estaban en el centro de la cultura y, también, de la educación.
         Dice Bartolomé Segura en “La literatura latina como traducción e imitación” (2003) que no es posible que la literatura latina arcaica haya “surgido de repente, de la nada, en virtud de un sencillo hágase la luz” (p. 26). Sería, dice, un esclavo griego, Livio Andrónico (280-205 antes de Cristo), quien actuaría de nexo “entre una literatura, la griega, ya superdesarrollada, y otra, la latina, tan incipiente y pobre que, para hablar con propiedad, no existía” (p. 26).
         ¿Qué hizo este Andrónico para aparecer en tan honrosa posición en la historia de Roma? Nada menos que traducir al latín las palabras de aquel viejo poeta que cantó las hazañas del superhábil Odiseo. Andrónico introdujo en Roma el arte de la escritura artística. Segura (junto con otros autores) considera su traducción de la Odisea una creación ex nihilo por la inexistencia de obras literarias anteriores. Y recuerda que ha sido un griego quien ha puesto ese hito.
         Inmediatamente después vendrían Nevio (270-201 antes de Cristo) con La Guerra Púnica, Ennio (239-169) con sus Anales, Lucilio (180-103) con sus Sátiras, Plauto (251-184) con su Anfitrión, Terencio (190-159) con su Andriana. Fuera en la épica, la epopeya, la sátira, la tragedia o la comedia (y después de siglos, la poesía y la narrativa), las obras de estos autores (o al menos sus títulos, en el caso de las que se han perdido) revelan que traducían (o al menos adaptaban) riquísima piezas literarias de la antigua Grecia. En su mayoría, aunque esto no era mal visto en Roma, y mucho menos en sus inicios, los escritores romanos no traducían servil y ciegamente las obras griegas: modificaban nombres, localizaciones, motivos de la acción, de vez en cuando sentimientos y genealogías, es decir, el rostro en general de los protagonistas y sus circunstancias, pero ciertamente procedían mediante un procedimiento de traducción que era al mismo tiempo imitación y creación, a la vez emulación y apropiación. Cuando la literatura latina estuvo suficientemente madura gracias a esta práctica, comenzó a parir frutos verdaderamente autóctonos y preñados de genuina romanidad. Para lograr esto, empero, se necesitaron años y siglos, porque el concepto de originalidad en Roma consistía en dar un tratamiento novedoso a cualquier historia, sin importar si ésta era nueva o antigua, propia o extranjera.
         Aun así, la traducción y la imitación siguieron siendo herramientas frecuentes de producción literaria en Roma (y en culturas posteriores). No podía ser de otra manera, puesto que la traducción, como actividad y como mecanismo de comunicación y de construcción cultural, se manifiesta más necesaria y más útil, más presente y más viva precisamente donde el hombre (y decir hombre es decir cultura) necesita nacer, crecer, sobrevivir, transformarse y fructificar. Si la traducción fue capaz de traer al mundo el vasto patrimonio que hemos heredado de los romanos, no puede pensarse, ni en el presente ni en el futuro, que la tarea de traducir sea menos valiosa que ninguna otra.
         (A todos los traductores del mundo, de todas las edades y de todas las lenguas, feliz día de san Jerónimo.)

emalaver@gmail.com




Año VI / N° CCXXVIII / 30 de septiembre del 2018




Referencias bibliográficas
Gaillard, J. (1997). Introducción a la literatura latina. Trad. J.L. Checa Cremades. Madrid: Acento.
Segura, B. (2003). “La literatura latina como traducción e imitación”. Epos XIX, 23-31.





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