lunes, 15 de abril de 2024

La a, primera y principal [CDLVI]

 Ariadna Voulgaris

 

 

 

En el campo y la ciudad, lo primero
que aprendemos en la escuela

 

 

         Estoy en Venezuela. Mi amiga Alejandra fue a recibirme en el aeropuerto hace tres días y ayer, miércoles, finalmente encontramos el camino a Valencia, donde viven su familia y lo que queda de la mía en toda América. En el camino, antes de quedarse dormido en el asiento de atrás del carro, el hijo de mi amiga, que acaba de cumplir cinco años y anda en una tensa relación sentimental con el alfabeto, me pregunta:

         Tía, ¿cuál es tu letra favorita del abecedario?

         Bromeando, simulo que no entiendo bien la pregunta, volteo y le pregunto a Alejandra:

         —¿Abededario? Eso nos lo enseñaron en secundaria, ¿no?, al final, ¿tú te acuerdas?

         Y el niño salta con una carcajada y grita:

         —¡Ustedes saben leer desde que eran chiquitas!

         En ese instante me percato de que los nombres de los tres comienzan por A, de modo que decido no escoger esta letra por si es la favorita de él. El niño me urge a responderle y yo no logro interpretar la mirada de la madre. Digo nerviosamente:

         —¡Eh...! ¡La zeta!

         —¡¿La del Zorro?! —pregunta él.

         —Sí, la última.

         —La mía es la a, la primera.

         Tan inocente la a, ¿verdad?, tan sencilla, tan calladita que parece ahí en la puerta del alfabeto, tan sonora y tan amiga de los niños que comenzamos a aprender las artes y misterios de la lengua, de cualquier lengua, del conocimiento y, aunque no parezca, también de la ignorancia. Y cuánta historia a cuestas de su redonda humanidad, cuánta poesía y cuánto pensamiento, cuánta ciencia y cuánta agua que ha caído con la lluvia del mundo, que la lava y la limpia de nuestra grosería y nuestras mentiras.

         Y tan humildes sus orígenes. La A, la mayúscula, fue creada probablemente en aquel mismo siglo en que aquellos ingeniosos señores fenicios —¿sería uno solo, serían cien?— tuvieron aquella revolucionaria idea de atribuirle “significado” a aquellos trazos que comenzaron a hacer sobre una tabla o un pedazo de arcilla recién horneado para llevar cuenta del ganado y el grano que acababan de comprar, o de vender, a los comerciantes que llegaban a menudo a su puerto a ofrecer sus mercancías o que ellos mismos llevaban a otras orillas del Mediterráneo. ¿Vendemos y compramos ganado? Pues, mira, podemos dibujar una cabeza de buey por cada res que nos entregan. Ya después, con el tiempo, la parte de abajo, la del hocico, se hará punteaguda y la de arriba, los cuernos, se transformará en dos simples trazos rectos. Y siglos y siglos más tarde, algún heleno girará la figura y la “escribirán”, la trazarán como si el buey mirara hacia adelante y quizá después los latinos la inviertan y será un triángulo con una línea horizontal a la mitad y no en la base. Y la conocerán tantos hombres que hasta la usarán para escribir poesía y para “anotar”, recordar los nombres de sus abuelos y de los lugares donde han ido y de las mujeres que han amado y de los hijos que les nazcan.

         Brevísimo sonido, larguísima la historia. Siempre fiel y siempre diferente en cada pueblo que la profería. Y hubo que esperar unos tres milenios para que otra vez la historia se partiera en dos, antes y después de Cristo, y que después, escritos a toda prisa, los trazos rectos y quebrados de la A se suavizaran, se curvaran, se “minusculizaran”, conservando en todo este recorrido el lugar que desde el principio le habían dado los fenicios aquella mañana caliente en aquella orilla marina. La imprenta de Gutenberg y la pantalla de Gates se lo han respetado; ya no parece una cabeza como en sus primeros días, pero sigue siendo la primera.

         Con la letra A comienzan casi 10.400 palabras de la lengua española, es decir, 11,4 por ciento de las registradas en el diccionario de la Real Academia. Aunque perteneciente al grupo minoritario, las vocales, la a preside el conjunto total de las letras. Representa además el sonido más fácil de pronunciar, el que encuentra menos obstáculos en el aparato fonador.

         Le muestro a mi curioso sobrino el torpe dibujo que hago en mi agenda. Él lo reconoce y dice:

         —Una vaquita.

         —Es más bien un toro —le digo—. Se llama Aleph.

         Le dibujo después la simplificación de la letra fenicia, con dos puntos como narices y juntando ojos y orejas en un solo trazo casi horizontal. El niño le da la vuelta a la libreta y dice:

         —Ahora es una A. ¿Por qué te gusta la zeta, tía? Esta es más bonita. Es la A de mi nombre, y mi mamá dice que es la primera y principal.

 

Valencia, 4 de abril del 2024

 

ariadnavoulgaris@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLVI / 15 de abril del 2024

 

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