lunes, 7 de marzo de 2022

La obra de un navibotellista: Julio Garmendia y La tienda de muñecos [CCCLXXXI]

Sérvulo Uzcátegui

 

 

Venezuela en la obra de Garmendia, según Uzcátegui

 

 

 

         Para mí ha sido un tema recurrente escribir o traducir escritos sobre “rarae aves” de la literatura como Rafael María Baralt, Teresa de la Parra, Antonio Márquez Salas y, más recientemente, Franz Kafka, y cuando le llegó el turno a Julio Garmendia, quien tal vez es una de las aves más raras de nuestra literatura venezolana, me topé con algo que me mantuvo atorado durante más de un año. Claro que la actual situación con la pandemia de la covid-19 y la gran incertidumbre que generó —y sigue generando— contribuyeron un poco a ese atasco, pero eso sólo ha sido una circunstancia adicional; el hecho es que en toda su parquedad, sobriedad y sencillez aparentes, la corta obra de Julio Garmendia es una de las más complejas que he encontrado en mi vida. Y ésa es la principal razón por la que apenas hoy logro dar forma a este artículo.

         Julio Garmendia es (al menos para mi generación) un concepto firmemente encasillado, casi un lugar común en nuestra literatura venezolana. A estas alturas del siglo XXI, el volumen de las páginas que sobre él se han escrito supera ampliamente lo que él publicó en su larga vida. Sus relatos me han acompañado desde la escuela primaria y a lo largo de la secundaria, más específicamente varios relatos o extractos de los mismos en mis libros de Castellano y Literatura, en una época en la que, si quería leerlos, tenía que comprar el libro o ir a una biblioteca, cuando no tenía la suerte de que alguien en casa tuviera ya el libro. Sólo más adelante, a mediados de los años 80, tuve suficiente dinero suelto para comprar en una conocida librería en Sabana Grande un ejemplar de La hoja que no había caído en su otoño, que leí ávidamente y conservé por varios años, hasta que se perdió en una de las sucesivas mudanzas de mi familia. Luego me fui a Alemania, siguiendo los pasos de la mujer de mi vida, no sin que justo antes de eso mi familia se mudara a un apartamento en la esquina de Socorro en la Avenida Fuerzas Armadas, desde cuyas ventanas en el piso 5 o 7, podía verse la calle (y, si mi memoria no me engaña, también la propia fachada) del viejo Hotel Cervantes, donde Garmendia pasó la última etapa de su vida. Y fue entonces cuando lo perdí de vista, dedicado a otras cosas, hasta hace muy poco, cuando, sobre todo gracias a los libros en formato PDF, he vuelto a leerlo.

         Ahora que he leído completa la edición de su obra en la Biblioteca Ayacucho (la más completa a mi parecer) Me he condenado a mí mismo a trabajar en un ensayo más amplio y complejo sobre este autor larense pero universal en muchos sentidos; pero aquí quiero concentrarme en ese tan singular relato que es “La tienda de muñecos”, que le da título a su primer libro, publicado en 1927.

         Varias veces se han usado adjetivos como “indefinible“ o “inclasificable” para referirse a ese relato, en el que el autor utiliza el ya muchas veces utilizado recurso del falso apócrifo, para introducir al lector de un empujón en un breve pero intenso informe en primera persona acerca de un hombre que recibe, de manos de su abuelo y su padrino, una vieja tienda de poca iluminación y menos ventilación (como he podido verlas todavía en el centro histórico de la ciudad de Quito, donde vivo actualmente) poblada por juguetes y muñecos antiguos, como ya casi no se los ve hoy en día; una tienda donde el anónimo autor del informe ha nacido y crecido, y donde todo indica que también morirá, como su abuelo y su padrino, en una especie de universo cerrado y de tiempo congelado lleno de formalidad y solemnidad, donde cada muñeco, en una especie de sociedad humana en miniatura, ocupa un lugar y desempeña un papel que están firmemente establecidos y donde la movilidad social es vista con desconfianza; en suma, un retrato miniaturizado de lo que al parecer era aún la sociedad venezolana de comienzos del siglo XX (antes de que nos azotaran, primero el boom del petróleo y, más adelante, lo que suelo llamar, recurriendo a una expresión de E.M. Cioran, “el virus de la libertad”), y como sigue siendo la sociedad quiteña de la que ahora estoy siendo testigo; una sociedad diminuta fabricada y colocada dentro de una botella, o un recipiente de vidrio de abertura estrecha, con mano diestra y técnica misteriosa, como desde hace siglos y hasta el día de hoy lo siguen haciendo los artesanos que arman y despliegan, sobre todo barcos dentro de botellas de diversos tamaños, como los Buddelschiffe alemanes o los bateaux en bouteille franceses; estos últimos incluso han acuñado el término navibouteilliste, o simplemente bouteilliste, para referirse a esos maestros artesanos, y, a falta de un equivalente en nuestro idioma, simplemente voy a calcarlo (¿qué más da?) para redefinir a Julio Garmendia, que en uno de sus misteriosos relatos supo meter su sociedad en una botella y, convertida en una cápsula de tiempo, hacerla llegar hasta nosotros. Tal es el mérito de Julio Garmendia, el navibotellista.

 

servuzcg@yahoo.es

 

 

 

Año X / N° CCCLXXXI / 7 de marzo del 2022

  

 


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1 comentario:

  1. Tremendo gusto pasar por aquí querido primo. Me voy a tomar el atrevimiento de colocar tu artículo en mi blog, ya que no tengo nada de lo que escribes, y este me gustó. Un fuerte abrazo

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