lunes, 20 de julio de 2020

Ponerse hojas alrededor [CCCIX]

Edgardo Malaver



Notas sobre la lengua que deambulan por la casa




         Me tropiezo con una hoja suelta en un cuaderno viejo que desde hace meses deambula por la casa, como llamándome para que busque algo en él. La hoja contiene una nota que dice:

emperiollar
em-peri-follar
       alrededor-hojas
poner hojas alrededor

No quiero buscar la palabra en el diccionario para que no enturbie la belleza de este hallazgo que acaso había olvidado. Siento que es como una iluminación que no quiero ensombrecer con la verdad terrena.
         El verbo emperifollar es la imagen más nítida de la ornamentación esmerada a pesar de la escasez de recursos tangibles. Es el esfuerzo de embellecimiento más sencillo pero que por eso termina llamando la atención. En los lejanos orígenes de la lengua española, ¿qué podía haber más bello, mejor ornamentado que la naturaleza, impoluta aún y casi abrumadora de colores y fragancias? Me imagino a los primeros hablantes castellanos, en medio de su vida benditamente sencilla, en su entorno apenas urbanizado, oscilante entre aquella montaña de lengua que era el latín y el humilde latido de la lengua local que habían hablado sus abuelos, que hablaban aún ellos mismos y que hablaban cada día menos sus nietos, los imagino buscando entre las cuenta de su revuelto ábaco de palabras formas de describir cosas o personas de apariencia repentinamente ennoblecidas, circunstancialmente embellecidas, más agraciadas de lo acostumbrado. Las flores pueden haberles brindado la imagen ideal: hacer como las flores, que se rodean de hojas, que las reúnen en su periferia, para lucir más bellas de lo que por sí mismas son, sería algo así como emperifollarse, pensando ya en latín, como los jóvenes de ahora.
         Hicieron tal como los albañiles que comenzaron a decir empedrar cuando ponían piedras una sobre otra; como los soldados que al clavar el asta en el suelo enarbolaron su bandera, o como la madre que se encariña con el hijo de su hermana.
         Me vienen a la mente —y otra vez, rebeldemente, no quiero buscar, aunque sea mal ejemplo para los estudiantes— palabras que siento más recientes, como emplatar (‘poner en platos’), que oigo decir a los cocineros de restaurantes; ensobrar (‘meter en sobres’), de trabajadores de oficinas, o enrutar (‘escribir una ruta de acceso electrónico’), de los técnicos de computadoras. La mente de habla española, por lo que se colige, ha procedido más o menos de la misma manera a lo largo del tiempo, haya sido el latín, el francés, el inglés (o incluso el propio castellano en su contacto con las lenguas de Asia, África y América) el idioma de moda en el mundo.
         O sea, en todas partes cuecen habas y nadie mata al chef. Todas las lenguas se dan a sí mismas esos mecanismos para sintetizar lo que pasa por la mente de sus hablantes, y el español las tiene tan buenas y tan ingeniosas como los de los demás idiomas.

emalaver@gmail.com



20 de julio del 2020 / Año VIII / N° CCCIX




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